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Algo llegó a mi e-mail

Dias atrás llego a mi casilla de correo electrónico este pequeño cuento, que a decir verdad mucha bola no le pasé, hasta que comencé a leerlo y si, es digno de compartir con la fauna mendocida. Ojalá les guste.

Saludos

Atte: Freud Mercury.

p/d: Gracias Marcelo, me gustaría saber si es de tu autoría o si fué extraído de algún lugar.

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Mi cuento chino

En esta puta ciudad encontrar amigos con los que se pueda hablar de fútbol, de filosofía, de religión, de minas y de cuanta cosa pueda servir al mundo en determinado momento, es una maldita proeza. Me sentí como Kodama el día que conquistó a Borges cuando conocí a Li Ping, una china de belleza exótica, y no digo exótica porque no fuera linda, sino porque su belleza realmente remontaba a pensar en diosas griegas; Helena tal vez… Pero tranquilos, no es ésta una historia sudaca de Helena ni yo soy Paris ni mucho menos. No hubo guerras por Li Ping.


Li estaba en este país por un intercambio estudiantil con la UBA. Su estadía se extendió al enamorarse de un santiagueño que fue sensación en los juegos bonaerenses al marcar 22 segundos en los 100 metros, un récord en su provincia. La relación terminó cuando el santiagueño la dejó porque según él Li no le podía seguir el ritmo de vida. “Vos sos una mujer que se toma todo con demasiada parsimonia”, le dijo el pibe, según me contó ella un día. Con esta presentación se podrán imaginar lo tranquila que era Li.


El encuentro fue de película de Woody Allen, sí, grotesco, demasiado cursi.


Recorría yo los infinitos estantes de la librería El Ateneo cuando fui a tomar el librito de Dan Brown (para mirar el precio y reírme de los que compran esa basura, obvio) de la mesa de saldos y un brazo blanco y escuálido rozó el mío primereándome el tan sonado libraco.


-Agarrálo, es todo tuyo –le dije con la ironía y la sorna que me caracteriza cuando quiero demostrar una cultura que sueño y nunca podré alcanzar. Fue en ese instante que levanté la vista para mirar fugazmente a otra víctima del mercadeo y las polémicas de cuarta.


– No comprendo por qué este libro le puede interesar a millones. La gente debería conocer que no dice nada que no esté en la Biblia –me dijo en un castellano forzoso.


Y fueron las palabras mágicas que hicieron que yo me jurara no dejar pasar la chance de conocer a una persona tan interesante. La invité a tomar un café, aceptó. Hablamos por 40 minutos.
Dejó que le recomendara autores iberoamericanos. Me aconsejó un par de chinos. Le dije que acá era imposible conseguirlos y que además de chino sabía tanto como de matemática aplicada a la biología.


Sonrió. ¡Qué sonrisa! Me mostró el mundo con ella.


No se confundan, no estaba enamorado ni babeándome. Era algo así como una admiración intelectual, si es que existe y yo se que sí porque es un rasgo que me empeño en hallar en ellas como el Melquíades de Cien Años de Soledad insistía con la alquimia. Un par de veces la hallé en combinación con otras condiciones prohibidas; por amor he sufrido un par de veces.


Esa tarde de un húmedo diciembre porteño salimos de la librería con rumbo incierto. Ella sólo compró mis dos recomendaciones, algo que no puedo negar que me agrandó: La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares fue su primera adquisición.


-Ya que vas a entrar en la fase “autores argentinos”, no deberías perderte Sobre Héroes y Tumbas, le dije, y lo llevó. Yo compré La Tiranía de la Comunicación y, por cierto capricho que tenía en aquella época, seguí nutriéndome del alemán renegado de Nietzsche: llevé su “Humano, demasiado humano”.


Contento por dentro porque estaba seguro que los dos libros la dejarían más que conforme y eso me ganaría su amistad, caminamos unas veinte cuadras por las veredas inéditas de Buenos Aires. Para mí las veredas de Buenos Aires son cuanto menos inéditas, porque no puedo comprender cómo se pueden diseñar veredas tan angostas en un mundo de hormigas siempre apuradas, salvo que el maquiavélico fin haya sido lograr un choque de cuerpos tras otro, salvo que el ignoto arquitecto quisiera así llamar la atención de mentes tan dispersas.


Para no irme por las ramas, retomo, dijo el borracho. Ya dije que con Li se podía hablar de todo. Así fue por los siguientes meses, donde nos reunimos tanto en mi departamento de Boedo como en el suyo de Caballito, así como también en los pasillos de El Ateneo y algún café cercano que no quiero mencionar.


Li era una filósofa empírica, dato que debería haberme ilustrado sobre hechos del futuro, pero no, como siempre yo estaba absorto con su inteligencia. Como todo (o casi) filósofo, Li tenía problemas con el Tiempo, y llevaba meses sin trabajo y medio que ya me estaba hartando de consecutivas invitaciones a cenas y almuerzos, por lo que me propuse conseguirle uno. Le hablé a un conocido del Canal A y la tomaron de pasante en la producción del rubro literario del canal.


A ese hecho le siguieron un par de meses de plena felicidad mutua. Estaba contento con tener una amiga con la que hablaba de literatura, historia, filosofía e incluso fútbol, porque ya la había hecho hincha de San Lorenzo más allá de que me tuve que comer idas a ver River, Boca y un par de equipos más porque ella insistía con una teoría que sostiene que la elección de un fanatismo deportivo incide sobre el futuro personal. No lo pensé mucho en aquél momento y lo pienso ahora: “¡Con razón!” Igual, vamos San Lorenzo carajo, peor seria ser de Racing.


Los días pletóricos para cuerpo y mente terminaron abruptamente un domingo aciago de febrero. Li había cambiado de trabajo.


–Conseguí trabajo fijo, me dijo con una sonrisa tan china. ¡Desde mañana integro la producción de Intrusos!


Al juzgar por su cara, ella esperaba que yo me alegrara. –¡Qué bien! Le dije con una sonrisa tan argentina.


Los días y semanas siguientes fueron de recuperación en cuanto a mi admiración intelectual. Ella en vez de llevarme a El Ateneo me llevaba a los quioscos de las esquinas a comprar Paparazzi, Gente y ese tipo de material gráfico.


–Mirá lo que contestó Wanda Nara en este test de la revista Hombre– me decía.


Y no es que yo tenga algo contra ese género humano, pero comprendan la idealización que había alcanzado Li Ping en mis preferencias. Y ahora se la pasaba hablando de Nazarena Vélez y otras figuras de la tarde.


No es que el santiagueño la haya recuperado, creo que yo la dejé ir el día que ella me contó que quería sorprenderlo regalándole dos entradas para ir a ver el Boca de sus amores, pero que no tenía plata. Mi gesto donándole el dinero lo dice todo.


Gracias me dijo ella tomando la plata y dejándola sobre la mesa de luz. Algo en ella llamó mi atención.


Ahí estaba la respuesta a todo. El libro de Bioy estaba casi intacto y el de Sábato todavía con bolsa protectora y todo.


–¿Los leíste? –pregunté.
–El de Bioy nomás, pero el argumento me parece demasiado rebuscado. No me gustó.
–Y claro –me dije yo dándome fuerzas–. Nadie a quien no le haya gustado La Invención de Morel puede sostener mi interés en el tiempo.


La saludé, me saludó de espaldas. Me fui. Al salir a la calle me dije que debía cambiar el lugar para conocer personas. Una mesa de saldos no es para gente de carácter.

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