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Breve ensayo sobre los apodos | Parte 2

Dicen que las segundas partes en líneas generales son malas; entonces con las siguientes palabras vamos a tratar de ratificar ese axioma. Recordemos brevemente qué es un apodo. Un nombre que a veces se le da a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna  circunstancia generada por algún hecho.

Sin más vueltas a continuación veremos algunos ejemplos.

El Putiyegua era zapatero y recitador de cogoyos – con la ausencia absoluta de rimas. Tenía un radar para los asados; era cuestión de ponerle el fósforo al montón de leña para que estuviera en la puerta, con con los pocos pelos tapándole la calva, la camisa a cuadros rojos y negros, eterna y una sonrisa amarilla. Hombre de campo él Putiyegua y gran bebedor. Salía de gira artística los viernes a la tarde y llegaba, con suerte, el domingo por la noche. Guardaba el secreto de la procedencia de su apodo cómo el más importante del mundo. Hasta que un día,en la peor borrachera que se agarró, lo reveló. Llorando confesó que de joven trabajaba en un puesto en Lavalle. Pasaba largas jornadas solo, muy solo. Entonces empezó a mirar de forma diferente a la yegua que tenía para sus faenas. Una noche ocurrió lo que tenía que ocurrir. Se le aproximó al animal por atrás con los pantalones bajos, con pasitos de pingüino.  Cuando estaba a punto de concretar el acto zoofilícamente sexual la yegua retrocedió y lo atrapó contra el corral con todo su peso. Él en un doloroso susurro alcanzó a decir:  puti…yegua.  Lo que no sabia era que el dueño del puesto había llegado recién al lugar y presenció toda la escena y compartió los hechos con todo el que quisiera escucharlo.  Así empezó a ser conocido cómo el Putiyegua zapatero y recitador de cogoyos sin rima.

En la acera de enfrente del Putiyegua, cerca de las vías que cruzan el carril Sarmiento, vivía un baterista que gustaba de cantar cumbias. En un verano todas las noches se ponían en la esquina con su banda, un contrabajista anónimo y el Viejo Rojo que tocaba el acordeón. Cantaba cumbias de su autoría. Cada vez que podía terminaba la estrofa que cantaba con un oh baby oh baby, aunque no coincidieran ni los tiempos ni las melodías. Una noche estaban frente a su público tocando en la esquina. Entonces llegó la esposa del baterista cantor a buscarlo para la cena. Él negaba con la cabeza y seguía cantando con el oh baby  al final de cada estrofa. La mujer se cansó y le gritó: Dale Obaibi vamos a comer. Y pasó a ser el conjunto musical (si, conjunto) Obaibi y sus Estrellas; que un tiempo después tuvo una noche gloriosa en el baile que se hizo en el club Luzuriaga, para separarse un tiempo después.

El Edgardo vapalacasa no se llamaba así. Su hermano sí se llamaba Edgardo y se juntaba en la esquina con otros, en la esquina de la casa del  Putiyegua – lo que ahora sería hacer ranchada. Ese otoño fue extraño, era como si las situaciones se repitiesen en un loop. Un dejá vu trás otro justo en esa esquina, a esa hora, en ese otoño. Se juntaban después de la escuela y se quedaban un rato ahí, hablando, entre ellos el Edgardo. Charlaron vaguedades un rato hasta que muy lentamente desde la distancia se acercó el hermano del Edgardo. Venia de trabajar en bicicleta. Se paró frente al grupo y le preguntó: ¿Edgardo vapalacasa?  Este asiente con la cabeza, se subió parado en la parrilla trasera y se fueron. Al día siguiente, en la misma esquina, con el mismo grupo, a la misma hora y el mismo otoño se repite la escena. Llega el hermano en bicicleta, le pregunta: ¿Edgardo vapalacasa? y se van. Así por una eternasemana. Por decantación le quedó Edgardo vapalacasa.

El Diferencia siempre estaba parado frente al quiosco del Viejo Rojo, que atendía tocando el acordeón, recordando la gloriosa noche del club Luzuriaga en donde el público los vitoreó. El Diferencia siempre buscaba alguien que lo escuchara. Cuando atrapaba a algún incauto empezaba con su discurso: Mira, es muy fácil – decía – Vas a la feria, tempranito, te compras un cajón de tomate, uno bueno, venís lo vendés al doble – Sin tomar aire seguía – Al otro día vas y te comprás dos cajones y así, hasta que te podás comprar un camión, Y te haces la diferencia. Siempre coronaba el mismo monólogo con la misma frase. Y así le quedó el Diferencia.

El Skuck, que jugaba bien al fútbol, y que cuando escupía invariablemente hacía el mismo sonido cada vez… Skuck… La Cirugía, una chica preciosa con una gran nariz, pionera de las cirugías estéticas. Intentó reducir su apéndice nasal por medio de una operación, cosa que logró a medias, pero si consiguió su alias. La Metegol, hija del dueño del único lugar en Luzuriaga en donde se podía jugar al metegol en la siesta. El Arnaldo André, de apellido Mamaní, proveniente de Oruro.

Los que tenemos apodos sabemos que serán nuestra sombra. Hay que recordar que los que no los tienen son susceptibles de tenerlos. Así que cuídense que a cualquiera le puede pasar y si les pasa  resígnense. Porque mientras más luchen contra él más se arraigará. Como una garrapata hecha de letras e ironía.

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