/Carlos, el excitado de Ingeniero Giagnoni

Carlos, el excitado de Ingeniero Giagnoni

Una tarde noche me tocó ir a la terminal para tomarme un bondi a Ingeniero Giagnoni, andaba a gamba y tenía el cumpleaños de un amigo. Seguramente alguno me arrimaría a la ciudad a la vuelta. Pleno enero, un calor que derretía el cemento y miles de personas yendo y viniendo por las vacaciones.

Pude ver alegres grupos de pendejos atestados de bolsos con botellas que se iban a la costa, entre risotadas, ilusión y ojotas, simpáticas familias esperando los bondis, nerviosos muchachos observando sus valijas ingresar a las bauleras, y sobre todo minas divinas, bronceadas, de lentes, mostrando piernas y pancitas que iban y venían de vacacionar.

Me apoyé contra una pared con ánimos de esperar el colectivo, cuando de pronto observé a un particular muchacho. El tipo estaba enfundado en un pantalón de vestir medio desteñido, con una camisa metida dentro del pantalón casi transparente del uso, pero en relativas buenas condiciones, zapatos pasados de moda pero lustrados a más no poder, peinado aceitado y prolijo, larguito y con flequillo hacia el costado y una revista que hacía las veces de abanico. Su vestimenta no era lo que lo hacía particular, tampoco su rostro, filoso, afeitado, con una prominente nariz similar a un gancho y unas cejas tupidas, sino su expresión desconcertada. El tipo estaba alterado mirando hacia todos lados, a cuanta mina pasaba. Se lo notaba tenso, nervioso, eléctrico. Mirando con ojos fogosos y sexuales a toda faldita, escote, gamba o pelo suelto que caminaba frente a él, por el pasillo de la terminal.

El ritmo de la abanicada revistera era frenético, se notaba que necesitaba disminuir el calor intenso de tanto perfume de verano. El muchacho se mordía el labio inferior cuando pasaba una chica con buenas curvas, ponía caras de “naaaaa”, de un serio e incrédulo “nooooo” e incluso llegó al demostrativo gesto de cerrar los ojos y mirar hacia arriba intentando suspirar el sabor de aquella morena de rítmicas caderas y tetas bamboleantes.

En un momento apareció en el extremo del pasillo una de esas mujeres fatales. Alta, de lentes oscuros y pelo recogido, con una falda al viento ajustada en la cintura, pancita al aire con un piercing seductor, que a sus entrados años la hacían más picante aún, un ajustado top que denunciaba la falta de corpiño y una actitud de pasarela europea de los noventa. Venía caminando decidida, como mina que va al frente, era tal su actitud que parecía que estaba sola en el pasillo, aun siendo hora pico y estando atiborrado de gente. Un halo, una especie de aurea celestina la acompañaba al caminar, pero más que celestial era diabólica, porque esa mina era un infierno.

Mirarla un segundo me alegró la vista, pero lo que me iba a alegrar la jornada completa sería la carita del muchacho, por lo que apenas la vi venir me puse a mirarlo en detalle… y no le pifié. El loco directamente giro el cuerpo completo para mirar a la mina, contuvo la respiración, tragó saliva como si le estuviesen hablando de un asado a las once de la matina en pleno laburo, con una mano se agarró la boca, haciendo un leve signo de negación con la cabeza, como no pudiendo creer lo que veía, mientras que la otra mano se la llevó al bolsillo profundo con ánimos de que el chiquito no se le levantase cual carpita púber. Los ojos se le convirtieron en dos Rayos X, en un detector de metales que repasó a la mujer de tacos a vincha. La mano que tapaba la boca procedió a restregarle los ojos y volvió hasta su quijada, sin parar de decir que no ¡noooooo!… parecía estar viendo un milagro, un gol del Diego, la Ferrari Enzo a toda velocidad. El colmo fue cuando la mina pasó frente a él. Previo a eso no tuvo ningún cuidado en ir rotando el cuerpo mientras la chica se acercaba, como un aspersor de jardín, tiritando de placer, pero en el momento preciso que ella le dio la espalda… esa espalda tallada, como la geografía de una montaña empinada, con esos dos hombros perfectos, redondos como el amanecer de la luna, suaves y tiernos como el durazno, sobre una cintura que dejaba ver esos dos pocitos de físico entrenado, como un toma corriente donde encallar los besos post guerra, en ese preciso momento, el muchacho colapsó.

Se agarró la cabeza con las dos manos, y se dejó caer de rodillas al suelo, rendido por la gloria de haber disfrutado de aquella belleza. La mujer siquiera lo percibió, pero al tipo casi le estalló el cotillón en ese momento.

Yo no podía parar de reír, pero lo sublime, culmine y de niveles exagerados de emoción fue verlo hacer exactamente el mismo acto teatral completo cuando por el otro extremo de la galería aparecieron dos turistas, no tan ricas y encima estilo mochileras. A esta altura “la carpita” era un campamento del quinto regimiento de gendarmería nacional. No le importaba nada.

Llegó el bondi con destino a Palmira, entre laburantes agrícolas, estudiantes y señoras fierazas nos subimos. Me senté en la butaca doble y luego de varias personas lo vi aparecer… con la camisa húmeda en las axilas y el campamento vuelto a la condición de carpita. Apenas se sentó al lado mío, y como para entablar un signo de amabilidad, no comentó sobre “la calor”, tampoco sobre la demora del bondi, mucho menos sobre los nubarrones que se veían hacia el este, sino que lisa y llanamente me dijo “¡la puta madre que manera de haber minas ricas en la terminal la concha de Dios!”. Y así arrancamos la entrevista.

El tipo se llamaba Carlos, vivía en Ingeniero Giagnoni y trabajaba en la ciudad, por lo que de lunes a viernes se venía para estos lares. El Carlos tenía adicción por las minas, una adicción fuerte, salvaje… pero totalmente reprimida. Y no porque él se reprimiese, sino porque venía fulero de fábrica y tenía poca guita como para convertirse en una “belleza exótica”. Laburaba de administrativo en una casa de plásticos y de pedo le alcanzaba para vivir más o menos. La poca guita que le sobraba la reventaba en tratar de ponerla, saliendo al baile o garpando mujerzuelas de bajísimo calibre en la Ruta 7. No le gustaban las putas, decía… pero a veces no le quedaba otra porque “con chaquetearte muchas veces no basta” según sus propias palabras.

En el baile perdía como en la guerra. El gancho le jugaba en contra, los amigos lo apodaban “Carloncho” y el Volkswagen 1500 color huevo y herrumbrado abajo no le sumaba en lo más mínimo. Lo peor era que se iba de boca mal, en su escueto chamuyo explotaban las frases sexuales impulsivas y precoces, la alusión al onanismo extremo y la adicción por las revistas eróticas. Cuando algunas veces lograba picar algo, en el primer beso intentaba introducirle la mano en la almeja a la señorita en cuestión… en plena pista, siendo retribuido con estrepitosos cachetones que eran el jolgorio de la barra amiga.

En la internet había encontrado un refugio reconfortante. No tenía para comprarse camisas nuevas, pero se pagaba un servicio de red de la concha de la lora. Bastaba poner la letra “p” en su buscador de google para que apareciese una lista interminable de sitios porno, que a diario… varias veces, frecuentaba, hacía uso y abuso.

El Carloncho me contaba que andaba al palo, todo su año era primavera. Mientras comentaba en voz baja lo mucho que le calentaban las minas, se paró un instante en el pasillo del bondi, para “estirar las piernas” y procedió a apoyarle el paquete en el brazo a una señora que se había quedado dormida en la butaca de enfrente, al tiempo que me guiñaba un ojo y se reía asintiendo su “magnífica” jugada. En un momento cerró los ojos y empezó a menear las caderas al rimo de los baches de la ruta. La gente no se daba cuenta pero yo estaba atónito de la caradurez del Carlos. En un momento cerró los ojos y el movimiento de caderas era lo más parecido a la fornicación canina de canillas que había visto en mi vida. La señora medio que se despertó (era lógico) justo en el momento en que el Carlos miraba hacia arriba y estrujaba los dedos de las manos. Se sentó antes que se despierte la vieja  y me tiró un misterioso “ya está”. No terminé de entender la frase hasta que lo vi relajar las piernas, suspirar y volverme a mirar cómplice, guiñada de por medio, diciéndome casi al oído “tengo calzoncillos de esos con toallita que te absorben todas las palomas”. No pude contener la risa y medio bondi se alarmó un instante. El Carlos era lo más, posta.

Llegando a la Banana enorme esa que hay sobre el acceso Este, el Carloncho la miró con nostalgia, mientras asentía con la cabeza, como aseverando sus pensamientos. Apenas la pasamos volvió en sí, dio media vuelta y sin más preámbulos me dijo “¿te imaginas tener la pinchila como esa banana?, ¿sabes la de minas que partís?” Yo no alcancé a contestar y de repente, como una máquina infernal, comenzó a imaginarse portador del gigantesco plátano. “Fuaaaa ¿sabes cómo las parto?, ¡maaaamaaaaaa! Ricooo, rico les daría, que rico yeeeaaaaa yeeesss, yeesss, my god, fuck me, fuck my ass, fuck my fucking ass asshole” y mientras gemía cual actor porno comenzó a culetear el aire sentado desde el asiento. “Calmate chabón” le dije, pero no me escuchó hasta que no lo agarré de la pera y le zamarree un poco la cabeza… “para loco que hay pendejitos en el bondi”… “¿pendejitas?” me respondió exaltado, “¿Dónde?”. Pendejitos Carloncho, niños… Y ahí bajo un cambio.

banana

También hizo alusión a la bandera que hay en Fray Luis Beltrán, mientras me comentaba que las colegialas se la “ponían como un mástil” y se acariciaba la gallina haciéndose el boludo y rascándose, como si no me daba cuenta que ya estaba on fire para otro culiarropas a la jovata durmiente.

“Estoy todo el día al palo Bomur”, decía. Me contaba que por las noches soñaba con culos, con ejércitos de tetas que llovían sobre él, que se veía metido en una pelopincho de aceite, completamente empapado, con voluptuosas ninfómanas de peinados ochentosos y tangas diminutas, rebosándose entre ellas como un grupo de serpientes apareándose. Si alcanzaba a despertarse de esos sueños eróticos, con la situación humana de una envergadura importante, se cascaba tupido hasta la madrugada, sino era casi seguro que el sueño culminaba con una polución impúdica que ni siquiera la “toallita” del calzoncillo alcanzaba a contener. Amaneciendo con engrudo hasta las rodillas y con las sábanas estampadas.

Un día le cortaron internet por un problema en la central y, como le daba paja buscar las revistas de porno fetiche que estaban en el baño, se encendió mirando una guitarra. “Esas curvas, esa tez morena, esa boca bien abierta, casi exagerada, podría chuparse un puño completo, ese mástil… esas cuerdas cortadas como cabellos para retorcer y tironear, esas caderas, esos pechos que hasta visto de espaldas se ven… ¡que delicia de tetas!” Me decía mientras volvía a imaginar esa situación.

Para él, lo mejor eran los viajes en épocas de facultad, porque se venía enroscando todo el camino con pendejas universitarias. Se chantaba una campera encima a modo de frazada y vaya a saber el mismísimo diablo las cosas que pasaban allá abajo, entre esa mano chivada y la soledad de la campera. La frutilla del postre de su virgen humanidad era el viaje desde la terminal hasta su laburo en Godoy Cruz, porque a esa hora mucha gente iba parada (él en todo sentido) y podía hacerle el koala a alguna señorita distraída. Además con tantas frenadas, semáforos, baches, badenes y curvas, la experiencia era toda una fornicación de lujo. Muchas veces se vio satisfecho y feliz apoyando un caño, a una butaca o incluso algún señor, con su vista perdida en un culo o una teta de la otra parte del bondi, o por lo menos una linda boca, nariz o cualquier parte del cuerpo femenino.

El alzado pasaba sus horas stalkeando minitas en las redes sociales, gastando tiempo en un Facebook trucho de un alemán trabado y ganador para colinchar alguna foto erótica amateur y descargando porno a dos motores, tenía la pornoteca más basta de todo el Gran Mendoza. Me contó la historia de vida de muchas actrices “triple equis” famosas, cosas que solo sabe un fanático del género… pero fanático mal.

Carloncho tenía una actitud de cazador innato, cualquier arena era su terreno, llámese boliche, supermercado, cola del banco, oficina, bondi, caminata céntrica, etc… el problema es que era como un tigre oligofrénico o rengo, sus diálogos no tenían feedback, no la ponía nunca, así que andaba activado por la vida, a las culeadas falsas contra cualquier elemento que le rozase su hombría.

Llegando a Palmira pensé invitarlo a la juntada… pero estaba la Rosa, la mamá del cumpleañeros que era una bomba y seguramente el Carlos la iba a pasar como el orto o me iba a hacer pasar papelones.

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