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Con las manos en la masa: el porno en mi vida

Formo parte de la generación que nació en los 90′ y creció en los 2000. Es decir, del paso de la globalización regulada por la televisión, a la metástasis incontrolable de la internet.

En definitiva, me desarrollé a la par del porno viral. A los 6 años, incursioné en la pornografía con el VHS de Pamela Anderson y Tommy Lee. A los 13, conocí la web, gracias al video de París Hilton. Y a los 16, ya reproducía a Wanda Nara, directamente desde mi celular.

Si bien pude apreciar los últimos mazos de naipes desnudos, las revistas Penthouse importadas, e incluso utilizar algún catálogo de Avon como último recurso, casi íntegramente, me adoctriné en la masturbación, con el formato audiovisual. Con la vagina 3D en primer plano y movimiento, donde la silicona industrial, desplazó a mis compañeritas de la escuela de verano y el régimen farmacopornografico terminó de adiestrar la recreación lúdica de la imaginación.

En mi caso, a esta genealogía del autofelatio sistematizado, se le sumó ser el hermano menor entre cuatro varones. Por lo que descubrí a Jenna Jameson antes que a Big Chanel y reconocí desde muy pequeño que los sonidos que provenían de la habitación de mis padres, no solo eran de las películas de Steven Seagal.

Al igual que muchos de ustedes, eyaculé por primera vez gracias a la saga de Emmanuelle, que se pasaba los viernes y sábados de trasnoche, por The Film Zone.

Recuerdo esa vez como si fuera la última, es decir, frente a una pantalla, con la boca torcida como Duhalde y una tendinitis pasajera entre los dedos del pie. Pero hay algo, que me es imposible describir, y es esa sensación de sentirme sucio, semi-virgen y casi grande. Estar entre el limbo de la promiscuidad y Mundo Mágico.

Fue ahí, en ese bocado de segundo, donde entendí por qué los hombres compran automóviles tan caros, la televisión genera tanto rating y no se extinguen los vendedores ambulantes. Por las tetas.

Desde entonces, abandoné la Play Station y las clases de Taekwondo y comencé a dormir la siesta. Mi vida había cobrado un nuevo sentido y la palma de mi mano un nuevo espesor.

Claro está, que dicho placer requería de una gran responsabilidad. Equilibrar el volumen lo suficientemente fuerte para escuchar los gemidos soft del cine erótico y lo suficientemente bajo para sentir los pasos en el pasillo y el ruido del picaporte. Todo esto ocurría mientras sujetaba mi pantalón con las rodillas y hacía equilibrio con una media o servilleta sobre mi abdomen. Era físicamente inexplicable.

Creo que esos años de persecuta y tensión muscular, son la causa por la cual, hoy millones de hombres son más precoces que las mujeres y propensos a la atención dispersa.

Ya para mis 18, la clandestinidad del autoerotismo estaba casi resuelta. Tenía una computadora en mi habitación, un par de auriculares y sabía cómo borrar el historial de navegación. Había construido mi propia sede de inteligencia semental. Ya ni siquiera tenía que esperar la tanda publicitaria, la noche, ni el fin de semana. A un solo click de distancia tenía más porno japonés del que se pudiera imaginar. La paja se había transformado en un oficio cosmopolita full-time. ¡Qué carajo me importaba no haber sido contemporáneo a los tiempos del rock naciente, los mundiales de Maradona y la ideología, si podía ser testigo del romance entre Sasha Grey y el pelado de brazzers, cuantas veces quisiera.

A mis 22, ya tenía la misma edad que las actrices más renombradas de la industria y entendía más de pornografía, que de mis dos años de Comunicación Social. Venía invicto y de guantes blancos, nunca nadie me había encontrado. Desde lejos parecía un estudiante aplicado, con flequillo flogger y poco tiempo libre, pero en realidad no era otra cosa que un mandril adolescente con habilidades en la informática.

Fue entonces cuando una tarde, descubrí lo bien que se correspondía el aceite Jhonson de bebe con mi escroto. Las neuronas estaban tan excitadas como fatigada mi muñeca derecha y mientras abría decenas de pestañas para cargar todas las categorías que la banda ancha aguantara, sentí la respiración de mi madre sobre la nuca. Había olvidado echar llave y ella quería saber por qué el wifi andaba tan lento.

– ¡Pero Francisco, qué estás haciendo! Ay mijito ya tenes 22 años… Gritó Victoria, mientras se caía el cigarrillo de su boca,

Aposté la poca vergüenza que me quedaba y contesté – ¡Uno no se puede ni hacer la paja tranquilo en esta casa! – No entiendo bien por qué lo dije, pero casi siempre que mi papá pronunciaba una oración que incluyera los términos “¡Uno no puede!” , y “¡En está casa!”, mi mama se iba para su pieza y el asunto se olvidaba, o al menos simulaba ser olvidado. Pero esta vez no ocurrió. Ella se me quedó mirando como quien mira a dos perros pegados en la calle y conmocionada me dijo -¡Mira el moden papino, está lleno de aceite! Voy a tener que ponerle clave.

Fue entonces, que salí de casa con un nudo en la garganta y otro en el calzoncillo y me fui a vivir solo.

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