Llovía.
Lo escuchaba atenta,
sosteniendo con mis manos el mentón,
me perdía en sus ojos blancos
que se empapaban recordando.
En su rostro
los años habían marcado cauces
para que bajaran los recuerdos
en esos días de memoria despiadada.
Con voz de ultratumba pronunciaba
un francés tan bello
que hasta la peor muerte
tenía sonido a caricia de destino roto y sin arena.
Las paredes
descascaradas de tristeza
se tapaban las ventanas
cuando las balas confundían
con refugios, los cuerpos de soldados
Mi abuelo había caído herido.
Su compañero,
que cultivaba rosas blancas,
volvió para tenderle la mano y
al extenderla él,
besó el suelo por el que peleaban.
Cubierto por la tibia muerte
pasó inadvertido delante
de los hombres enemigos.
Comenzó a garuar en su mirada.
Escuché esta historia mil veces,
pero jamás creí que sería la última.
Se llevó el puño al pecho
y atravesando un umbral,
me abandonó en el sillón.
Fueron instantes de desear
que la muerte me diera
su aliento.
Podría haber muerto con él.
Yo también recibí disparos
al rozar sus manos frías
en aquel cajón barato de funeraria.
Hoy, en las tardes grises de lluvia
escucho sus pasos
entrar desde el jardín,
con olor a tierra mojada,
antes de la hora del té y
después de cerrar los ojos.
Muy bueno, Murray!