/Crónicas de amor a la mendocina | Masoquearte para salir de una relación y volver al ruedo

Crónicas de amor a la mendocina | Masoquearte para salir de una relación y volver al ruedo

Hay un oso de peluche gigante que ocupa casi toda la cama en mi habitación. El pelo está apelmazado, hace mucho que dejó de ser suave. Tiene un olor extraño a rancio, y los ojos de bolas negras de plástico brillan reflejando las luces de la calle. Sea de día o de noche. Duermo acurrucada dándole la espalda. Lo odio, pero me reconforta saber que está cerca.

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Hay momentos en la vida en los que una tiene que demostrar de qué está hecha. Como cuando se te rompe el forro por primera vez y es tu día 14 y no estás tomando pastillas y tenés 17 años. O cuando en la primera salida con el chico de tus sueños una tarde de diciembre en Mendoza, se corta la luz en la heladería, por lo que no podés ir al baño, y se te mancha toda la falda porque estás en uno de tus días. El involucrado intenta sutilmente hacerte sentir bien, diciendo que no te preocupes por la mancha de helado de frambuesa (lo que claramente hace todo aún peor). O cuando la compañera de estudios de tu novio, a quien le tenés unos celos enfermos y con quien supuestamente tu amorcito ya no estudia, te abre la puerta de su casa y te dice casualmente que no sigas tocando el timbre, porque hace mucho que no funciona, y luego de mirarte de arriba abajo, se va con sus gigantescas carpetas de derecho penal y una sonrisa triunfante en la cara.

Pero una debería darse cuenta de que si todo lo anterior sucede con el mismo personaje, es que la vida nos está intentando dar un mensaje. Estamos siendo las tóxicas nosotras, sí, pero además tenemos demasiada mala suerte. Y capaz es hora de limpiarse los chacras con cuencos tibetanos o ir a pedir la bendición al templo del Challao.

Pero no me di cuenta y no hice ninguna de esas cosas, porque estaba en una etapa donde rebelarse contra el sufrimiento romántico era muy de anti-cronopio, y los hombres sensibles de las Crónicas del Ángel Gris se hubieran escandalizado si yo me daba cuenta de que en efecto, sí podía vivir sin el escritor. Y la verdad es que pasaron demasiados años para eso. Demasiados cumpleaños donde lo único que en verdad me importaba era recibir su correo, (que era el único contacto que teníamos en el año, después de cortar) incluso aunque me mandara cuentos con la dedicatoria a su nueva novia puesta en la primera página. Pero antes de eso, y antes de la peli La tumba de las luciérnagas, y mucho antes de liberarme definitivamente de su sombra y volver a escribir, la historia fue de película.

Y así como el amor requiere drama para ser verdadero (por favor, nótese el sarcasmo de la frase anterior) pues el desamor requiere muchísimo más drama, porque sino, hay que admitir que el amor no era tan real (¿?), y una por dignidad tiene que demostrar(-se) al mundo que está destrozada. Y entonces obviamente conviene seguir las recomendaciones de las canciones de la cultura popular, pero de manera metódica y ordenada. Primero: sufrir y sufrir mucho. Al ritmo de Crímenes Perfectos de Calamaro, y dependiendo del grado de las aspiraciones a hípster que uno tenga, puede seguir con De qué me sirve la vida de Camila, Oh ne Dich de Die Toten Hosen o Wish you were here de Pink Floyd, porque en verdad, esto de los corazones rotos no discrimina.

El segundo paso, siguiendo a La Mosca, claramente el mejor consejero matrimonial que existe, consiste en romper fotos y quemar cartas para no verlo más (en mi caso quemé fotos y cartas). Aunque en verdad, a esas alturas del partido la cuestión se parecía más a eliminar correos y tirar a la basura carteles del estilo “Feliz primer año, mi princesita” y entradas viejísimas de algún concierto. No obstante, en este punto, la cosa a veces se complica: ¿qué hacer con el oso gigante de peluche que alguna vez fue el compañero de cuna de nuestro ex, y que nos regaló porque quería que fuéramos la madre de sus hijos? Una tiende a pensar que lo mejor es devolverlo. Pero puede venir la frase más manipuladora del mundo: No, quiero que lo tengas vos. Eso te pone en un dilema. Porque lo cierto una tiene la esperanza secreta de volver con su gran amor. Entonces no podes tirar el peluche, porque después… ¿cómo se lo explicarías si vuelven a estar juntos? Pero verlo todos los días hace que una se la pase suspirando por el otro, que probablemente ya tiene cinco chongas, pero disfruta de saber que vos seguís ahí, para cuando se aburra o simplemente pinte.

Entonces, mientras miras el oso destartalado con odio y nostalgia, llega el momento de avanzar el Play List. Gilda con Fuiste, Gloria Gaynor con I Will Survive o Sale el sol de Shakira. Al palo. Repetir. Hasta que parezca que es cierto. De vez en cuando se puede intercalar con Mentía de Miranda, o Todo se transforma de Jorge Drexler. Por todos los medios evitar que aparezca Rosas de la Oreja de Van Gogh.

Y empezar a salir. Ahora con Tinder es más fácil, si se está dispuesta a correr los riesgos asociados. Pero para entonces los celulares no tenían internet, y en mi casa no había banda ancha. Entonces, la opción fue buscar un deportista. De los deportistas en serio. Que corren Iron Man. Que viviera lejos. Que no se diera cuenta de nada, ni hiciera preguntas sobre el oso al que ya se le estaba cayendo un ojo, y que estuviera dispuesto un fin de semana al mes a tener sesiones de amor maratónico, en el marco de una relación exclusiva para protegernos de las Enfermedades de Transmisión Sexual. La verdad es que parecía un muy buen plan. Pero los deportistas suelen querer que sus parejas estén igual de marcadas y bronceadas que ellos. Y eso es una paja.

Mejor buscar alguien cerca. Idealmente no un compañero de Facultad que le dé a la merca. Ni un vecino masón fanático de Rimbaud. Ni el chico al que tu madre le daba clases particulares. Ni el amigo gordito del novio de tu amiga. Ni el tipo que te invita a su casa y te dice “tranquila, no va a pasar nada que vos no quieras” y vos le respondés con todo el desparpajo del mundo “claro que no, eso sería violación”. Idealmente tampoco meterse con el chico del 104 que te pidió el teléfono al bajarse en la Plaza Independencia (¡je!claro, eso ya no es posible porque no existe más el 104). Lo digo por experiencia.

Lo más seguro es engancharse con alguien que no esté disponible: porque es gay, porque le consagró su virginidad a la Madre de Dios o porque está en duelo (o todas las anteriores). Eso es un buen parámetro para apostar que probablemente habrá drama del bueno, y así poder reemplazar al tipo del helado de frambuesa. O una puede hacer terapia, para desmontar las estructuras psicológicas que asocian el amar con el sufrimiento y convencerse de que el tipo que te escribe una vez al año para asegurarse de que seguís enganchada es un psicópata.

Honestamente, no tengo idea cuál de las estrategias fue la que funcionó, supongo que un poco de todas, aunque le pongo mis fichas a Gilda. La cosa es que un día finalmente le regalé el maldito oso a unos niños que tocaron el timbre y dejé de responder los saludos de cumpleaños. También dejé de buscar sus textos en la Feria del Libro. Y me di cuenta de qué estaba hecha.