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Diálogos sexuales: Una noche en la biblioteca (final)

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La palabra intriga, esa mañana, tenía trono en mi cabeza. A salvo ya con la luz del día, podía dejar tocarme sin que mis instintos me dominaran nuevamente. ¿A dónde me llevaría Valencia? Lo primero que pensé fue que me llevaría a un espacio cerrado, con poca iluminación, de muebles cómodos y que gustaría de intimar. Pero dudé. No era un hombre de naturaleza banal, o al menos eso quería creer yo. Sin tanto diálogo tome su mano fuerte y me dejé llevar. Bajamos las escaleras, salimos de la biblioteca y comenzamos a caminar en la dirección que volaba el viento.

– Debo pasar antes por casa- le dije- quiero tomar un abrigo. Es por esta calle.

Llegamos a la puerta de mi edificio.

– Es aquí. Ya vuelvo.

– Mina, traiga su cuaderno y una lapicera.

Regresé con mi tapado de paño gris topo que me cubría perfectamente hasta las rodillas. Y en mi cartera mis herramientas de aventura.

– Ahora si – dije – Vamos a donde me quería llevar.

– Me gusta cómo le queda su cintura a ese saco.

– A mí también – le respondí esbozando una sonrisa de niña divertida.

Caminamos unas cuadras más y llegamos a una puerta de madera antigua pero bien cuidada. Sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. Ya lo estaba imaginando: o quería posar desnudo y que yo lo dibujara cosa en la que fracasaríamos con todo éxito porque el dibujo jamás fue lo mío; o deseaba recrear la escena de la sacerdotisa en sus sabanas estampadas, suavizadas con los años.

– Bienvenida a mi morada, señorita Murray. Siéntase cómoda. Explore. Deje su perfume en cada rincón y elija dónde quiere desayunar. Yo iré a preparar café.

Era una casa de las de techos muy altos, con muchos ambientes separados por puertas venecianas de doble hoja, con vidrios hasta la mitad. En todas se podía observar la habitación que había atrás menos en una, asumo que ese era su cuarto. No quise indagar mucho y tenía deseos de sentarme así que elegí una sala amplia que tenía, de un lado, una mesa para ocho comensales con sillas de respaldos altos; y del otro, una alfombra negra sobre la que habitaba un juego de sillones verde oliva haciéndose eco de una mesa ratona vidriada. Dejé mi bolso de mano en el sillón de un solo cuerpo y me dispuse a curiosear entre los libros de su biblioteca. Un aroma a tostadas venía de la cocina. Era un ambiente muy cálido y mi olfato decía hogareño. Me sentía cómoda.

– ¿Necesita ayuda? – pregunté desde la sala.

– No, señorita… siéntese donde quiera, ya le acerco su desayuno.

Me acomodé en el sillón y Valencia entró con un plato de tostadas redondas, un frasco de dulce y un cuchillo para untar. Acto seguido, las dos tazas de café.

– Si quiere leche me pide, y me tomé el atrevimiento de endulzarlo. Espero que esté a su gusto.

El café estaba bueno y estaba disfrutando de su compañía, de conocerlo un poco más.

– La traje a mi guarida porque acá yo me siento más cómodo. Es usted una mujer intimidante y saber que estoy en mi espacio me tranquiliza. Mi intención es claramente pura, simple y sincera: quiero hacerla mía. Aunque si me lo permite, tengo ganas de experimentar algo nuevo con usted. A mi edad sucede que pensamos que, en determinadas áreas, ya conocemos todo. Pero usted, Mina, usted me hace querer ir más allá. Le pido disculpas por ese beso en la terraza pero sentí que debía hacerlo para terminar de decidir cómo le haría el amor.

La sensación de comodidad empezaba a desaparecer y la intriga otra vez decía presente.

– ¿Por qué da por ganada su partida, Valencia? ¿Y si yo no quiero que me toque?

– Es que ya lo hizo. Me tocó y escudriñó en mis pensamientos, me generó sensaciones que no existen palabras aún para describirlas. Hágalo otra vez – dijo cerrando los ojos – tome su cuaderno y tóqueme otra vez.

Entendí perfectamente lo que quería. No sabía si cumpliría sus expectativas o saciaría su deseo pero entre sorbo y sorbo de café comenzamos a escribir. El silencio compartía nuestro júbilo. Y las letras se fundían unas con otras y estas formaban palabras y las palabras oraciones. Párrafos tachados. Una leve mordida de lapicera como si la fuerza de los dientes hiciera crecer a mayor velocidad la semilla que uno puso en la mente del otro, para florecer juntos esa mañana. Cruces de miradas, sonrisas. Recostarse cada uno en la punta del sillón, volvernos a sentar. Rozar nuestras piernas por algún error inducido por él o por mí y pedir automáticamente unas falsas disculpas. Escuchar de fondo el recorrido de algún reloj que vaya uno a saber cuántas veces pasó por el mismo lugar, a la espera de que el papel se hiciera voz.

Cada tanto un escalofrío nos recorría como si la palabra caricia tuviera forma de mano que baja por la espalda o como al escribir calor, sentíamos incendiarnos y apretábamos nuestros muslos. Ya ardíamos de placeres implícitos y ni siquiera un beso nos habíamos dado. Éramos una sola tinta y nuestro lecho un blanco papel. Me arremolinaba en la mente una desesperación por saber que escribía, por desnudarme y abrir mis hojas al delirio de su pluma. Y que escriba y escriba y escriba hasta que en un descuido de literato y creador inspirado derrame su tinta arruinando lo escrito, porque ¿qué sentido tendría que todo salga bien? Si es ése, su final, ése final el que yo más deseo.

– Mina, no sé si podré ponerle sonido a todo lo que he escrito para usted.

– Estaba pensando lo mismo. No soy ni Miller, ni el Marqués, pero escribí cosas que una dama no debería pronunciar.

Me tomó de la cara y sellamos un pacto que nunca supimos de qué se trataba. Intercambiamos escritos, tomé mi abrigo, me despidió en la puerta y me fui entre la niebla. Estaba agotada, lo había disfrutado tanto o más que lo habitual.

Las reuniones de la biblioteca seguramente siguen en marcha. A veces siento nostalgia de charlar un rato con Horacio, o de la cortesía de Lovecraft para conmigo. Pero cada mañana de viernes se convirtió en cita para Marcos y para mí.

Fin.