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El duende del Uritorco

Nueva Córdoba, otoño del 2014…

– Bueno, la cosa es que el Negro Farmacia se trajo del viaje de México una receta para hacer peyote o no se que mierda que terminas viendo estrellitas, culiao – le dijo Pucheta a los pibes de la banda.

– Y este lunes es feriao… nos podríamos encaravanar al Uritorco, bien tranqui a tener la experiencia astral – dijo el Lucas.

– ¿En banda? – preguntó el Tucu…

– Claro culiao… si pega que pegue en banda – respondió el Lucas.

– ¿Che… con esa gilada es con la que ves los duendes? – dijo el Caracú a los pibes.

– ¿Queloque? – lo miró raro el Tucu.

– Duendes… ¿vamos a ver los duendes?

– Así parece… dice el Farmacia que te pega’ un voladón de aquellos – le aseguró el Pucheta.

– Lo único malo es que esa mierda tiene un barandón de tre’ jaula e’ mono culiá – dijo el Lucas tapándose la nariz.

– ¿Y que calienta? Mientras pegue… es re carteluda esa mandanga che, si la hacimo la hacimo bien – Volvió a aseverar el Pucheta.

– Yo estoy re loco por los duendes, si vamo’ a ver duendes me mando de pechera – insistió el Caracú.

– Ya cortala con los duendes culiao… ¿quienes iríamos? – preguntó el Pucheta y los cuatro levantaron la mano – banquen que le llamo al resto de la banda y al Negro Farmacia para que traiga la pastela cósmica.

Y así… dos días después, partían nueve amigos cordobeses al famoso cerro Uritorco a tener una experiencia del más allá. Llevaban la papuza semi armada, más algunos ingredientes exóticos, faso y fernet… mucho fernet.

El Pucheta se encargó de armar la mandanga y el ritual con el Negro Farmacia, mientras el Lucas, ávido en las experiencias espirituales, los seguía como ayudante. El Tucu y el Gordo Palanca se encargaron del fuego y el asado, los restantes preparaban tragos para “aflojar la caripela” ¿y el Caracú?… el Caracú se había sentado abajo de un árbol a leer un libro de duendes que le había regalado su tía Irma de Bariloche. Estudiaba tipos, nombres y vestimentas.

– Ta encarnizao el vago – le dijo el Tucu al Palanca mientras acomodaban los choris en la parrilla.

– Quiere ver duendes desde que teníamos doce años. – Respondió bajito el Palanca para que no lo escuche el Caracú.

– ¿Por eso se comía a la Graciela? Jajajajja – rió el Tucu.

– No seas tan culiao… taba linda la petisa – respondió con risas el Palanca.

– Si… ella y su metro treinta… taba linda para comérsela a los 13 años. ¡Pero noviar un año a los 20 con el Elfo ese culiao! – y ambos estallaron a carcajadas.

La reunión de fue dando de lo más amena. Se habían llevado carpas porque según un chamán mexicano, la mejor hora para probar la infusión era el amanecer. Así que los vagos se comieron un asado, se tomaron cinco fernets y se quedaron guitarreando hasta entrada la noche, cuando el negro Farmacia los mandó a dormir, previo darle una pastilla que nadie supo qué era, pero que todos durmieron como bebes.

A las 6 en punto sonaban los despertadores y la banda se ponía en píe, con olor a pedo en las carpas y un barandón a escavio en el habla que los incendiaba en la más mínima conversación. Se sentaron en ronda, repartieron la mandanga y uno a uno se la enchufaron, rebajando con agua la ingesta.

Al cabo de media hora, tal cuál rezaba la fórmula, la gilada comenzó a hacer efectos. Los colores se potenciaron, a puntos enceguecedores de brillos y belleza, el sol iluminó como un fulgor cósmico con su amanecer todos los recovecos, incrementando con los efectos volísticos de la papuza sus colores naturales. Los sonidos estallaron al rededor, como colores musicales que manaban desde los pájaros, las chicharras y el compa de la Mona que se escuchaba de fondo (el Lucas se dió cuenta de lo equivocada de la música de fondo y puso música de Anoushka Shankar). Ahí el mundo se les vino abajo, el piso se volvió de agua, las nubes derramaron su blanco desde el cielo, bañándolos de espuma y felicidad, al tiempo que los pájaros se incineraban chochos en el aire y chillaban en jolgorio. Las entrañas de la tierra se abrieron ante la banda, y desde lo más profundo de la pacha mama surgió un elefante coronado, atestado de brillos, pieles y esmeraldas, empuñando la “ve de la victoria” en su mano izquierda e impartiendo con un guiño un mensaje de paz y amor. Los chicos se abrazaron en perfecta armonía, mientras se amontonaban ante la sombra de un árbol que, sin motivo alguno, les brindaba calor. Todo era paz y felicidad.

Cuatro horas después el efecto comenzó a menguar… en todos menos en el Caracú, que se había sacudido otra dosis porque aún no veía duendes. A la quinta hora ya estaban todos frescos menos el loco de los duendes, que caminaba desesperado al rededor de las cenizas mirando alterado hacia todos lados en busca del mágico bichito.

Luego de compartir las experiencias de cada uno y brindar por lo maravilloso de la sesión astral, el Lucas comentó.

– Che muchachos… ¿y si nos vamos volviendo? ¡Hace un friazón de la puta madre!

– Seeeee – respondieron al unísono todos… todos menos el Caracú, que aún seguía más pegado que Proyecto Uno.

– ¡Yo me quedo culiao!… no me via ir hasta que no encuentre al puto duende – gritó agresivo.

Cuando el Caracú se ponía agresivo no había nadie que lo pare… metro ochenta de puro vigor cordobés. Había hombreado pilas de diarios en la docta toda su adolescencia y tenía la fuerza de tres tipos. Además era terco y rico para las piñas como ninguno. Encima estaba enculado y drogado… una combinación para nada amigable.

Intentaron convencerlo más de una hora, hasta que se hartaron y decidieron irse. Él dijo que se volvía solo en su auto, que no le rompieran las bolas. La falopa no mareaba y el auto del Caracú era una bosta que no pasaba los 100 kilómetros por hora, así que los amigos lo dejaron solo, con la condición que a la tarde los buscase en el bar del Cachilo, en nueva Córdoba, donde siempre se reunían. Partieron y lo dejaron solo…

Dos horas después lo vió… ahí estaba, escondido entre los árboles. La emoción se la agolpó en el pecho y el corazón casi se le salió por la boca. Instintivamente hizo cuerpo tierra… sigiloso como una serpiente se fue acercando al duende… “¡la puta madre, un duende!”, pensó. Miró para todos lados… no había nadie “¡cómo no va a haber nadie!”. Sacó el celular de su bolsillo… apagado, sin batería.

El duende caminaba tranquilo, a paso seguro entre el follaje silvestre, a la sombra del imponente Uritorco. Iba como si nada… despreocupado. El Caracú no lo podía creer… ¡un duende!. “Estos culiados no me van a creer” se dijo. Entonces fue en busca de la lona de su carpa, la agarró entre las manos y se arrimó muy despacito al duende, para atraparlo por la espalda…

¡Zaz!.. lo tenía… el bicho luchó desesperado, mietras gritaba y refunfuñaba, el Caracú lo agarró fuerte, lo envolvió con la lona y luego lo ató con una soga, haciendo un esfuerzo tremendo. El duende tenía mucha fuerza, pero esta era su gran oportunidad de demostrarle a sus amigos que posta existían. Estaba excitado y emocionado, la adrenalina le ayudó a medrentar al desesperado ser mágico.

Lo cargó al baúl de Renalult 12 y salió en cuarta fondo con dirección a la ciudad… al bar del Cachilo. Llevaba consigo el trofeo más preciado. Puso al palo el compa de la Barra y partió cuarteteando para no escuchar los alaridos del duende. Iba desesperado por llegar a ver a los pibes.

Un par de horas después, entrada la tarde, llegó acelerando a más no poder al bar. Estacionó en medio de la calle y se bajó corriendo, con el corazón en la boca, a la mesa de siempre, a buscar a los pibes…

– ¡Culiao el duende! – entró gritando desesperado. Los ocho amigos se pararon preocupados, temiendo un accidente.

– ¿Qué te pasa pelotudo? – lo paró el Cara e’ Baile.

– ¡El duende culiao, el duende! – volvió a balbucear aún medio durazno por los efectos de la papuza.

– Calmate loco – le dijo el Lucas y le arrimó un porrón.

El Caracú se lo bajó a fondo blanco, manchándose el cuello de la remera. Se limpió con el antebrazo la espuma y todos vieron lo arañazos y moretones.

– Contá culiado, ¿que te pasó? – le preguntó el negro Farmacia.

– El duende… vi al duende – le dijo respirando agitado.

Los ocho vagos estallaron de la risa, una risa burlezca y despiadada. El Caracú respiró ondo… tipo “el que ríe último” y dejó que sus amigos se burlaran unos instantes.

– ¡Saaabiiiiaaaa que no me iban a creer culiaoooo, sabiiiaaa! La madre que los re contra mil re pario, culiao ¡sabía! – gritó el Caracú señalando a sus amigos – ¡por eso lo traigo conmigo pelotudos! Jajajjaa.

Entonces los pibes duplicaron las risas…

– Dejen de reírse pelotudos, pelotudos de mierda – reprochó el Caracú haciendo especial énfasis en la palabra “pelotudo” – lo traigo conmigo manga de culiaos… ¡se van a comer una pinchila enorme! ¡lo traigo en el baúl!

La risa poco a poco se fue apagando… mientras el Caracú los tironeaba hacia afuera para mostrarles al duende mágico que traía en el Renault 12.

Salieron los nueve zumbando del bar… ahí estaba el auto, parado como el orto en el medio de la calle, con el motor aún encandido y la luz derecha prendida (la izquierda estaba quemada). Se arrimaron al auto, cuando de repente… ¡pum! ¡pum! Golpes en el baúl. Entonces los ocho amigos del Caracú se quedaron inmóviles…

– ¿Vieron hijos de una gran puta? ¡les dije! Sabía que no me iban a creer, ¡así que lo traje conmigo! – y los fue empujando para que se arrimaran al baúl del auto.

Entonces abrió el baúl y ahí estaba… envuelto en la lona de la carpa y atado. El fardo se movía violento, desesperado, gritaba y refunfuñaba en un idioma incomprensible para los humanos, el idioma de los ñomos. Los amigos se asustaron ante el evento… esto era único, sorprendente. Iba a ser una noticia mundial… el Caracú era el único hombre en el mundo que había atrapado a un duende real. Poco a poco se arrimaron entre los nueve para desatar el fardo, lo pusieron en el medio, como para que no se les escape y desenvolvieron el canuto…

De pronto saltó de entre las lonas… y no era un duende, ¡era un enano! Un señor enano leñador que vivía en el Uritorco.

– ¡La puta que te re mil parió! – le gritó con voz finita al Caracú al tiempo que se le fue como pija para cagarlo a piñas.

Los ocho amigos colapsaron de la risa, al punto de caer al piso, mientras el enano lo cagaba a trompadas al Caracú, que estaba totalmente desorientado “mi mujer me va a cagar a pedos” le gritaba el enano al tiempo que lo fajaba al grandote. La gente se empezó a amontonar al rededor del evento bizarro y hasta la policía tuvo que intervenir para parar al virulento pequeño.

La banda tuvo que llevar al enfadado enano de vuelta al Uritorco y hasta dar la cara frente a la mini mujer del susodicho que estaba que trinaba de ira por la desaparición de su marido.

Basada en hechos reales.

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