/El día que drogue a toda mi familia

El día que drogue a toda mi familia

Aquel domingo estaba bastante al pedo. Me había despertado re tarde porque había salido de gira la noche anterior y, como de costumbre, me había tomado hasta la presión. Si bien habían muchas escenas perdidas de lo que había sido ese sábado, me acordaba que uno de mis amigos me había regalado una bolsita con algunos cogollos que él mismo había cultivado. Lo que no me acordaba era dónde la había guardado…

Cuando encontré mi campera, revisé cada uno de los bolsillos hasta que di con la reverenda bolsita. La había guardado en el bolsillo interior derecho, el único que tenía cierre. Mientras tomaba uno de esos gloriosos analgésicos y disolvía el contenido del paquetito antiácido en un vaso de agua, miré el reloj de la cocina. Eran las dos menos cuarto y, como casi todos los domingos, mi familia se había ido a lo de mi abuelo a comer el asado dominical. Una de las cosas que si recordaba, era a mi vieja diciéndome la noche anterior que cerca del mediodía íbamos a salir hacia lo del Nono. Si trataron de despertarme para que los acompañara, ni me di cuenta…

Abrí la heladera como para ver que había. Un chori arrugado y solitario que había sobrado del asado del domingo anterior, una de las vianditas de verduras hervidas que suele pedirse mi vieja entre semana, un par de milanesas de soja que tenían una pinta de ojota bárbara y algún que otro sobrecito de mostaza. Dos cosas me quedaron claras en ese momento: la primera, iba a tener que pedirme unas empanadas; y la segunda, esa heladera necesitaba una limpieza en carácter de urgente. Luego de pedirme unas picudas a la rotisería del Pocho, volví a mi habitación en busca de mi celular. Si bien no se había cargado del todo, lo desconecté para poder usarlo mientras miraba tele en el comedor. Una vez que prendió, me llegó un Whatsapp de mi hermano. El muy cabroncito me mandaba una foto de la parrilla repleta de choris, morcillas, chinchu, costillas y un matambre de cerdo a la mostaza que tenía una pinta bárbara. Le respondí con una foto del famoso gato gruñón y me puse a ver el partido del Barça. Al toque me llegó otro mensaje, esta vez era de la Flor. En el mensaje decía que esa noche nos juntábamos en la casa del Rodri, por su cumple. ¡Menos mal que me hizo acordar! ¡Yo le había prometido al Rodri que para su cumpleaños le iba a hacer unos brownies mágicos que lo iban a dar vuelta! Lo bueno era que el lunes era feriado, por lo que seguro la noche pintaba para larga.

Era la segunda vez que iba a preparar brownies. La primera había sido con un grupo de amigos de la facu, una vez que salimos temprano de rendir. Nos había ido a todos como el orto y para contrarrestar el día de mierda que estábamos teniendo, no se nos había ocurrido mejor idea que viajar hasta Saturno. Antes de comenzar a cocinar tuve que ir rápidamente al almacén que estaba a un par de cuadras de casa, dado que me faltaba manteca y huevos. Si bien era domingo, doña Carmen atendía por la ventana del negocio. Una de las ventajas de tener el almacén en su propia casa…

Al volver a casa, comencé por moler bien los cogollos que había conseguido. Imaginé que esa noche íbamos a ser como diez, así que traté de racionarlo para que nos pegue lo justo a cada uno. Mientras batía los huevos, sonó el timbre. ¡Era el flaco del delivery! ¡Por fin había llegado la hora de almorzar! Con una empanada en la mano y con la batidora en la otra, mezclaba bien los ingredientes. Una vez que terminé de prepararlos, metí la fuente al horno y me predispuse a seguir viendo al Barça echado en el sillón. Según mis cálculos, para cuando terminara el partido los brownies ya iban a estar.

Dicho y hecho, apenas sonó el pitido final me levanté para sacar la bandeja del horno. Agarré un cuchillo, lo enterré por la mitad y salió sequito. No quería meter la bandeja en la heladera, prefería dejarlo cerca de la ventana de la cocina así se enfriaba naturalmente. Mientras agarraba otra empanada, me volvía a acostar en el sillón para continuar con la conversación que estaba manteniendo con la Carlita por Whatsapp. Ella iba a ir esa noche a lo del Rodri y era una buena oportunidad para sumar algún puntito. Hacía ya varios meses que le venía mojando la oreja y todavía no había podido concretar nada.

Cuando me desperté, la bandeja estaba sobre la mesa del comedor y mi vieja agarraba uno de los últimos brownies que estaban quedando. ¡Me había quedado dormido en el sillón! Por algún motivo, mi familia había regresado temprano de lo de mi abuelo. Cuando le pregunte a mi vieja qué había pasado, me dijo que mi viejo no se estaba sintiendo muy bien y que habían decidido volver después de comer para que se pudiera acostar un rato antes de que empezara el partido de River. Mientras me decía esto, le daba otro mordisco al brownie que tenía en la mano. Me decía que tenían un sabor medio raro, que quizás el chocolate que había usado estaba vencido o que le había puesto demasiada manteca.

Mi abuela, mi hermano y su novia estaban junto a mi vieja en la mesa. Por lo que pude deducir, todos habían comido algún que otro pedacito de lo que había preparado. ¡No podía decirles nada! En mi casa no sabían que fumaba y mucho menos que cocinaba brownies con marihuana. ¿¡Cómo me voy a quedar dormido en el sillón!? Que boludo… A simple vista, parecía que a ninguno le había pegado aún. ¡Ya no podía hacer nada! No me iba a delatar, y mientras no se dieran cuenta…

Al cabo de unas horas el panorama comenzó a cambiar. Mi vieja se puso a ver tele y enganchó justo a Susana Giménez. ¡Si la hubieran visto! Se reía como desquiciada con los chistes de Mamá Cora. Juro que nunca la había visto así. Le gritaba al televisor, lagrimeaba de la risa y hacía zapping casi sin detenerse en ningún canal. Mi hermano y la novia no tuvieron mejor idea que ponerse a preparar la cena. Se habían empecinado en hacer una especie de tarta con las sobras de comida que quedaban en la heladera. ¡Ni el chori añejo se salvó! Picaban en pedacitos muy chiquitos los restos de comida de la semana mientras los iban poniendo sobre la masa para tarta. Evidentemente, en su locura les había parecido una excelente idea. A todo esto, mi abuela se puso a terminar el poncho que le había prometido a mi vieja. ¿¡Para qué?! De a poco comenzaba a perder forma de poncho y pasaba a convertirse en una manta amorfa.

Yo a esta altura me cagaba de risa y les seguía la corriente a todos. El que no entendía nada de nada era mi viejo, que al rato se había levantado para ver el partido de River. Tuvo que bancarse a mi vieja que le decía que tenía taquicardia y a mi abuela que a esta altura se había puesto a ver álbumes de fotos viejos mientras le contaba a mi hermano historias ocultas de la familia. La novia de mi hermano se había sentado a ver las fotos que tenía en la carpeta de Whatsapp de su celular. Cada tanto interrumpía a mi hermano para mostrarle alguna bizarreada.

Lo interesante fue cuando mi hermano sacó la tarta del horno, diciendo que “estaba lista”. No se preocuparon en poner la mesa, ni nada. Fueron cortando pedazos desde la misma fuente y se iban sirviendo. En una de esas, mi mamá atinó a alcanzarle un plato a mi viejo. Él agarró el pedazo de tarta, lo examinó, lo probó y no pudo aguantarlo ni dos segundos en la boca. Medio que dejó de mala gana el plato sobre la mesa y siguió viendo el partido. Por otro lado, para el resto de mi familia era lo mejor que habían probado últimamente. ¡Casi se matan por bien quién se quedaba con la última porción! De hecho, hicieron piedra, papel o tijera para decidir quién era el afortunado. Evidentemente una sola tarta no iba a saciar la gula de todos.

En una de esas, mientras yo trataba de disimular lo tentado que estaba, me llama el Rodri. Me preguntaba si iba a ir a su casa y que me estaban esperando. Luego de saludarlo y desearle feliz cumpleaños le dije lo siguiente: “Rodri, en un ratito salgo para allá. Eso si, te voy a tener que deber los brownies mágicos para el año que viene. Enseguida te cuento, ¡no me vas a creer!”.

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