/El día que mire con otros ojos a mi batahola móvil

El día que mire con otros ojos a mi batahola móvil

Por fin íbamos a vender el bar del infierno que nos habíamos puesto con el Cécil. Después de haber vivido la espantosa experiencia de ser dueño de un garito en el que todos se divertían menos nosotros, el esperado día había llegado.

El trato era así: nos pagaban una parte en efectivo, otra con un auto y un pequeño saldo en diez cuotas. El Cécil necesitaba el efectivo para cancelar el crédito en el que se había metido para ponerse el bar, yo necesitaba el auto porque estaba por vender el mío para comprar un lote y no me quería quedar a pata.

Era tanta la desesperación por venderlo que teníamos, que ni siquiera le habíamos preguntado al nuevo dueño que auto nos iba a traer, solo sabíamos que costaba unas 18 lucas y que estaba “hermoso” según sus palabras. Eso, sumado a nuestro desgaste físico y mental, alcanzó para convencernos rotundamente de la venta y directamente esperar al chabón en el registro del automotor y hacer la transferencia de toque, recibir la guita, firmar todo y partir para siempre.

A las nueve en punto de ese miércoles de Julio estábamos con el Cécil en el registro del automotor…

– Che… ¿Qué auto será? – me preguntó el Cécil.

– No tengo ni idea… espero que no sea un Renault 12. – le respondí al toque imaginándome a mi sentado en una lata atada con alambre.

– Dijo que era un Peugeot, ¿no? – recordó el Cécil.

– ¡Cierto! Es verdad… un Peugeot más o menos modelo 90 – le dije haciendo memoria.

– Son lindos los Peugeot de esa época – me aseguró el Cécil

– Y… ya había salido el 405 que es hermoso. – le dije algo esperanzado.

– Si… pero no vale 18 lucas, así que no te emociones… a menos que este hecho pija.

– ¿El 205 en que año salió? – y el corazón me comenzó a latir… si pegaba ese auto era un golazo.

– Más o menos para esa época… en Europa. Acá como a mediados de los noventa.

– ¿Y qué queda? – le pregunté con alguito de miedo.

– Estemmmm… queda el 504

– ¿El de los tacheros?

– Si, ese…

– Bue… no es taaaaaannnn feo. Prefiero ese a la otra bosta enorme esa que salió antes.

– ¿Cuál?

– Ese, que era un espanto, un bucanero pesado – le dije tratando de hacer memoria del nombre.

– ¿Ese que tiene como piquitos en los faros de atrás? – me preguntó el Cécil.

– Naaaa… ese es viejazo. Otro, que salió en los ochenta, uno enorme, horripilante, un mojón.

– ¿El 505?

– ¡Si ese! Jajajaja, ¡que espanto! ¡Por suerte la mejoraron con el 504 en los 90! – dije aireado.

– El 505 salió a la par del 504… era como la versión más pro y alta gama – me dijo con cara de culiado.

– Me estas jodiendo… ¿en serio?

– Posta, fue uno de los autos más vendidos del país.

– ¿Esa garcha? – le pregunté sorprendido. El Cécil y su viejo siempre habían sido fanáticos de Peugeot. – ¡te lo imaginas marrón! En ese color fulerísimo que solía venir… ¡como una caca de un elefante!

Entonces veo a unos doscientos metros venir un auto despacito, con una sola luz prendida, lento, ruidoso… pasó por enfrente de nosotros… más lento, denso, interminable… se estacionó a unos veinte metros. Dentro iba manejando el futuro dueño de mi bar. El Cécil largó la carcajada, el pibe se arrimó a saludarnos. Yo me quedé observando aquella ambulancia, atónito, desilusionado…

– Esta es “la máquina” muchachos – dijo el loco.

– La máquina de asustar gente – pensé y me puse a mirar sin decir nada.

– Lo cuido como si fuese mi vieja – dijo el chabón mientras miraba con nostalgia a su adefesio.

– ¡Sos una bosta de hijo! – volví a pensar sin siquiera emitir sonido.

– Es realmente un fierro

– Seee… ponele una “r” de más nomás – dije para mis adentros.

– Ya no hacen autos como estos – seguía hablando solo el pibe

– Menos mal – concluí mis pensamientos.

– Solamente tiene un defecto…

– ¡Cagamos! – pensé nuevamente sintiendo como un sudor frío recorría mi espalda…

– Los autos con gas regulan más bajo en invierno por el frío, hay que mantenerlos embragados en las esquinas para que no se paren hasta que levanten temperatura – dijo dando instrucciones certeras.

– Si… ¿Y? – le dije esperando que eso fuese lo peor.

– Bueno, como es automático cuesta agarrarle la mano… porque no tiene embrague – dijo el flaco con toda la naturalidad del mundo…

– ¿Autoque? – le pregunté

– Automático…

– ¡Me estas jodiendo! ¿Cómo que automático? ¿En serio? – le dije y me arrimé a paso apurado hasta la ventanilla tamaño balcón de la puerta del acompañante para verificar que el flaco estaba en lo cierto… una enorme, desproporcionada, ridícula, antiestética, aburrida, antiminas, obsoleta, caduca y horrorosa “T” se asomaba donde debería ir una palanca de cambios.

El 505 era a gas, marrón y automático. Mis días de pistero habían concluido en ese instante. Mi vida había pasado a ser un calvario. Yo sé que es ser desagradecido, porque peor hubiese sido no tener nada, pero la única “agradecida” era la sra. Bomur a la cual, en un acto de amor sublime, le había regalado el lote de sus sueños, vendiendo mi hermoso y re picante Gol como forma de pago.

Verlo estacionado en la cochera, todas las mañanas, era un lamento. Tuve que comprarle la batería de nuevo (entre miles de repuestos más) porque a los autos automáticos no se los puede arrancar empujando. Si lo pisaba a fondo llegaba a 100 kilómetros por hora, solo que en una recta de unos 20 kilómetros… sin ningún tipo de obstáculo.

A nivel consumo era un dragón, consumía más gas que la cocina de Unanue. Con el mega tubo más grande que podía existir hacía de pedo 90 kilómetros, así que dos veces por día tener que parar a cargar.

Mantenerlo regulando hasta que entraba en calor era un suplicio, una práctica estresante. Cuando iba llegando a las esquinas tenía que ponerlo en la “N” (de Neutral, similar al “punto muerto” en las cajas manuales), con el pie derecho acelerar y con el izquierdo irlo frenando. Una vez que se frenaba, tenía que rápidamente ponerlo en la “P” (de Parking, similar al freno de mano) para que no se me mueva, ya que el freno era durísimo y se te contracturaba desde el gemelo hasta la nuca si lo tenías apretado más de cinco segundos. Al no estar acostumbrado a frenar con ese pie, las primeras veces lo pisaba y lo clavaba en el medio de la calle, siendo el hazmerreír de la gente y el foco de cientos de puteadas de los conductores que venían atrás de mí. Cuando por fin podía parar, al estarlo acelerando como un condenado, le metía la “D” (de Directa, para ponerlo en marcha) y la caja hacía un ruido de inframundo, como que se fuese a arrancar del chasis.

Un día me paró la policía, porque supuestamente iba a “exceso de velocidad”. Era una parte del Acceso Este a la altura de Palmira donde hay una bajada y dice 80 máxima…

– Señor… ¿sabía que iba sobre la velocidad permitida?

– ¿Queeeee?

– La máxima es de 80… el radar marca 97kmph…

– Ese radar anda mal oficial ¡si este auto es automático y a gas!

Entonces el oficial miró hacia la palanca de cambio y se entró a reír.

– ¡Bermúdez!… Bermúdez vení a ver esto – le dijo a otro cobani que estaba en una moto adelante mío.

Se arrimó el gordo bigote de leche, le hizo unas señas, le dijo que iba a exceso de velocidad y se acercó al auto, sin mirarme a mí, sino mirando la palanca de cambios de mi Caronte.

– ¡Jajajaja! Anda “Chumager” – me dijo el mala leche haciéndome seña de que siga.

Teníamos cosas en común… yo perdía el respeto y él perdía agua, aceite, líquido de freno, aire, nafta y potencia. Odiábamos el invierno. Teníamos un par de abollones. Similar tez de piel. Nos quedaban algunos pelitos en las cubiertas. Yo tenía ropa rota y él los tapizados hechos pija. No la poníamos nunca.

Un día me suena el teléfono… era una mina.

– Buenos días, ¿Dr. Bomur?

– Si, el mismo.

– Mire, soy la secretaria del señor Díaz Peralta. El señor quiere tener una reunión con usted.

– ¿Cuándo?

– En lo posible hoy… mañana viaja al exterior.

– Hoy… estemm…

– Si no puede lo vemos más adelante

– No, no, no… si puedo, ¿a qué hora?

– Ahora… ¿puede?

– Si, estemmm…

– A las 11 lo espera en su oficina…

– Pero…

Tuuuuu tuuuu tuuuu

Esa llamada era lo mejor que me podía pasar en el año luego de vender el bar. El señor Díaz Peralta (nombre fantasía) era un empresario millonario y capo al cual yo quería tener de cliente hacía casi cinco años. Era intocable, inaccesible, casi tan groso como el gobernador. Partí para el centro, estacioné la batahola en una playa, porque no existe lugar en la calle para tamaño catamarán y a las 10:50 estaba parado en los pasillos de la empresa del sr. Díaz Peralta, esperando a que me atienda.

Comencé nerviosísimo, como toda reunión comercial, utilizando mi estrategia de no hablar de negocios hasta el final de la charla, procurando ser ameno, cordial y entretenido. El sr. Díaz era muy divertido y le gustaba hablar tres veces más que a mí, así que al cabo de una hora ya nos tratábamos de “vos”, nos cagábamos de la risa con anécdotas de viajes de él al extranjero (yo de pedo conocía Reñaca), me recomendaba no casarme y me contaba sobre su tercer matrimonio.

Se hicieron las 13:30 sin siquiera darnos cuenta, la estábamos pasando genial, cuando de pronto le sonó el celular…

– ¡Me olvidé que almuerzo con el intendente la puta que lo parió! – me dijo con cara de preocupado. – ¡Vamos, me tengo que ir ya! Te acompaño hasta abajo – afirmó mientras agarraba sus cosas y se ponía el saco.

Salimos al palo, tomamos el ascensor y la cara del Sr. Díaz denotaba urgencia y nerviosismo. Yo solo pensaba que ni siquiera le había comentado sobre lo que le quería vender. Llegamos a la puerta del edificio, miró la hora en un reloj que debía valer más o menos como mi casa, y de pronto me dijo…

– ¿Estas a pata?

– No señor… vine en auto – titubee.

– Tengo la camioneta en una playa como a diez cuadras, ¿no me acercas?

Abrí los ojos como dos platos. El mundo se me venía abajo. Yo, de jetra, haciéndome el businessman, perfumado, hablando de viajes, de minas, de fiestas de casamiento… ¿con que cara lo subía al Cazafantasmas? Hubiese preferido cagarme encima a que me pregunte eso…

– Si… por supuesto.

Comenzamos a caminar hacia la playa, un calor abrasante me envolvía entero. Ni siquiera mi primer beso me había dado tanta vergüenza. Ya me veía subiéndolo al cascajo desgranado de mi 505, con cara de asco, sin querer tocar nada y diciéndome “nos vemos el 30 de febrero”. En eso me pregunta, como quién no quiere la cosa…

– Y además de trabajar, ¿tenes algún hobby?

– Si, me gusta escribir… ¿usted?

– Escribir… mira qué lindo. A mí me gustan los autos.

– Eeeee… ¡pero eso no es un hobby! Jajaja.

– Restaurar autos, me gusta restaurar autos viejos…

Entonces un halo de luz bajó desde el cielo y me iluminó. Sentí como que la vida era un teatro, todo estaba oscuro y una luz me iluminaba solamente a mí, sentí arpas de fondo, las puertas del cielo abriéndose, lluvia de dólares y billetes de muchos colores, viajes, motos, lujos, me sentí como un náufrago al que le tiran la soga para que se suba a un crucero… lleno de tetonas ninfómanas y ron con coca.

– ¿En seriooooo? – le pregunto, canchero como cuando sabes que vas a ganar una apuesta.

– Sí, tengo una Dodge GTX V8 340, una Chevy SS Coupé, un Ford A Doble Fhaeton, un Mazda RX7, un Lincoln Continental Mark V, un Pontiac GTO y estoy restaurando un Chrysler Windsor Limousina único en el país.

– ¡Que increíble! – dije sin conocer un puto auto del que me hablaba.

Entonces, sin dejarlo hablar, me jugué mi mejor carta…

– Mi viejo tiene el mismo hobby… yo le doy una mano – dije risueño.

– ¡Callate! ¡Qué bueno! Es una pasión hermosa – me dijo el sr. Díaz.

– Justamente ahora estamos restaurando un auto, es más, estaba en el centro yendo a comprar unos repuestos cuando me llamó – le dije.

– ¿En serio? ¿Qué auto están restaurando?

– Un 505 automático

– ¿Automático? – preguntó emocionado

– ¡Sí!

– ¡Que lujo! ¡Qué maravilla! ¡Un fierro! ¡Gran auto si los hay!

– Si… la verdad que un caño… ya no hacen autos así en el país.

El señor Díaz se subió al auto chocho, lo miraba como un niño a un juguete nuevo en el Arca de Noe. Le tocaba el tablero y la pana de las puertas al tiempo que decía “está hermoso” cada diez segundos y me tiraba direcciones de casas de repuestos cada cinco. Manejé hasta la playa acariciándo el volante de mi nave del horror. Cuando llegamos el sr. Díaz se bajó y me dijo…

– Mañana pasale los datos de tu empresa a mi secretaria así te damos de alta como proveedor, la semana que viene necesito que me comiences a vender.

Y así fue como ocho meses más tarde extrañe haber vendido el espantoso auto que me dio de morfar.

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