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El hambre

El ballestero busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror que está haciendo, sino en morder, en saciarse.”
Manuel Mujica Lainez

Come de mí, come de mi carne”
Soda Stereo

Hacía mucho tiempo que los dos venían esperando el momento de, finalmente, consumar todo lo que habían hablado por WhatsApp. Cada vez que se veían el hambre iba en aumento, los besos cada vez eran más intensos, pero les daba miedo decir lo que sentían. Eran las dos piezas de un rompecabezas, un complemento perfecto con una atracción imparable el uno por el otro.

Un día ella, con miedo, decidió confesarle lo que sentía. No solo lo amaba profundamente, sino que cada vez que lo veía le agarraba el hambre, el deseo irrefrenable de hincar sus dientes en su piel, de morderle los labios, morderle su ser. Esto a otros hombres antes había asustado, pero como ella quería que entre los dos la cosa pasara a mayores, tenía que decírselo.

A él le vinieron muchos recuerdos de su pubertad, cuando cada vez que besaba a una chica, sentía ganas de morderla, y eso las asustaba siempre, y él pensaba que era un pervertido. Pero como de gustos raros está lleno el mundo, no es que ambos fueran pervertidos, sino que tenían gustos particulares. Ella lo miró y cerró los ojos, él le comió, literalmente la boca de un beso. Y mientras que sus dientes iban probando la carne de sus labios, ella sintió como su entrepierna se iba mojando. Ambos tenían un grado importante de excitación, la cual iba en aumento con cada mordida que se daban. El dolor se sentía, pero se sentía de una forma magnética, que iba intensificando la calentura. Pararon, ese no era el mejor lugar para seguir con la pasión. Él le dijo «vení conmigo».

El único lugar posible era uno aquellos moteles al costado del acceso, el no lo pensó demasiado y con el auto entraron a uno, les dieron la llave de una habitación, y apenas cerraron la puerta, empezaron a sacarse la ropa, y entre ellas el hambre se hizo presente. Empezaron los besos, que desencadenaron en mordidas, y, en una de ellas, él le arrancó cual lobo salvaje y hambriento, un pedazo de labio. Empezó a sangrar profusamente y él la miró, con miedo de haber cometido aquel magno error, pero ella no desprendió ni una lágrima, ni una mueca de dolor, y de prepo le mordió el hombro y le arrancó un pedazo. Entendieron lo que tenía que pasar, entre besos, él le terminó de sacar los dos labios, de probar la carne cruda y caliente, la sangre que emanaba a borbotones, ella, ya sin labios, pero con dientes, le comió a mordidas el hombro, después siguió por el otro hombro, y así después con los labios que él aún tenía. Los labios, los pedazos que se iban sacando, ella le comió los pectorales, él le comió los pechos, se sacaron toda la ropa, se comieron los muslos, se comieron entre ellos.

Pasó un rato y el teléfono sonó avisando que había terminado el turno, y al no escuchar que alguien atendiera, un empleado del motel golpeó la puerta para avisar, pero no oyó respuesta. Entonces, ya molesta, una de las mucamas abrió con su llave maestra la puerta y ahí vio el horror. El hambre les había ganado de mano, todo era un charco de sangre y restos de personas. El hambre les había ganado, se habían devorado.

 

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