/El manochanta de Nueva California (San Martín)

El manochanta de Nueva California (San Martín)

Don Sumerio Heinsenn, más conocido como Chamán Balbín Maznú, más conocido como Kartmann Stuart Frigerio, más conocido como Santo Spiritu, más conocido como Cartago “el médium” Sáenz, más conocido como Don Cholo Brujo, más conocido como Mario “el oráculo” Arcángel Gabriel, más conocido como Indio Barú, más conocido como Gran Cura, más conocido como Jonas “el adivino”, se llamaba en realidad Alberto Ezequiel Castillo y lo más místico que había pasado por su vida era haber visto como unos fulanos de la ciudad traían un sobre con polvo de color y, al verterlo en un litro de agua, lograban conseguir exquisitos jugos de sabores exóticos, como pera o naranja.

El Chamán Balbín Maznú había decidido vivir lo que le quedaba de vida en una humilde choza de Nueva California, departamento del glorioso San Martín, luego de un viaje espiritual que lo había llevado a recorrer recónditos y misteriosos lugares del país, como Carlos Paz, Mar del Plata o Rosario, adivinando el futuro y prediciendo cataclismos y desastres naturales.

De todas las habilidades que tenía bajo la manga el Gran Cura, el de adivinar el sexo del bebe de una embarazada era su gran poder especial. También curaba el mal de ojo, la insolación, el empacho, el pie de atleta, la diarrea, las caries, las hemorroides, la lepra, quitaba el olor a ajo de los dedos, el llanto en los niños y aparentemente el alzhéimer, logrando incluso hablar con espíritus del más allá en sus momentos de mayor inspiración.

A su morada acudían embarazadas de toda la provincia, hasta de San Juan y San Luis, para que Jonas “el adivino” les dijese qué esperaba la dichosa familia. El santito se jactaba de no haber fallado jamás en sus augurios y para ello llevaba una libreta especial, escrita de su puño y letra. “El libro de la verdad”, como llamaba él a ese conjunto de hojas atadas con un cacho de cuero y forrado con piel de zorro, estaba compuesto por filas y columnas, las cuales decían la fecha, el apellido de la familia y el sexo del bebé, próximo a nacer.

No había nada que impidiese que Don Cholo Brujo hiciese su magia, ni el tiempo que llevaba la doña de embarazada, ni el clima, ni el tamaño de la panza, ni el humor del marido, ni la ansiedad de los futuros abuelos. Generalmente iba toda la familia a ver el evento. Por tan solo un billete, más diez sobrecitos de jugo en polvo, Mario “el oráculo” Arcángel Gabriel procedía y predecía qué esperaba la mamá.

Acostaba a la embarazada en una cama rodeada de rosarios, hojas de laurel, estampitas enmohecidas y olor a sopa. Luego aparecía con un rústico incensario, hecho con un pedazo de vid, ahuecado por él mismo, donde metía yuyos y un poco de guano de gallina, para atestar la sala de olor rancio y casi inaguantable. Mientras hacía esto balbuceaba una extraña oración, resaltando las erres y las eses y mojando sus labios. Todo esto lo hacía con los ojos cerrados, sumido en una especie de nirvana emocional. Entonces sus palabras tomaban fuerza y vigor y poco a poco uno podía entenderlas, justo cuando comenzaba a invocar a los santos que le transmitían el futuro, que le batían la posta, que le aseguraban la verdad absoluta.

“Por San Román, San Pedro, San Codorniú y Santo Puchero Divino”, comenzaba a exclamar el Indio Barú, “yo, su santo predicador terrenal, su guía, su esponja, en absorción de sabiduría, augurios, presagios y futurología, les pido, amablemente, con todos los poderes que me competen, con la fuerza de este hijo por venir, con las ofrendas de esta familia, que me transmitan, sin palabras, sino mediante el fulgor divino, el sexo de la criatura”, entonces caía rendido al piso, con sus ojos en blanco mirando hacia el más allá, mientras la familia observaba desconcertada y temerosa el evento. Temblaba como una hoja, exhalaba todo su aire, posaba su frente contra el suelo, besaba la tierra y agradecía la concesión. Entonces se paraba, como en trance, metía los dedos en un vasito de vinagre que estaba al lado de la cama, le hacía una señal de la cruz en la frente de la embarazada y luego posaba su dedo índice en el ombligo. “He cumplido vuestros designios, santos dioses todo poderosos del más allá”, oraba el Santo Spiritu, “más ahora concededme lo que os pido”. Entonces abría los ojos de par en par, los posaba en la mirada de la nerviosa mujer y en seco, con una voz gutural, cantaba el sexo del crío.

Luego todo se calmaba y volvía a la normalidad, ante la felicidad de la familia, los “te dije que era nena/nene”, “¡yo sabía!”, “hijue’ tigre”, “la nena de papá”, “ojalá no salga caprichosa como la madre”, “ojalá no salga vago como el padre”, y un largo y estándar etcétera.

El proceso culminaba cuando Kartmann Stuart Frigerio desempolvaba su mágico libro, anotaba la fecha, el apellido de la familia y el sexo adivinado, entre risas, llantos y la busca de la paga y el jugo por parte de la familia.

Pasaban los años y jamás había fallado un vaticinio. Varias veces las familias aparecían enojadas aludiendo a que Cartago “el médium” Sáenz las había estafado. “Me dijiste que iba a ser una Emilia y me nació un Carlos”, “armé toda la pieza para un nene y me salió una nena”, “le compré mil vestiditos de princesa y tiene pito”, “viejo mulero, cagador mentiroso”, “chanta”, “sos un atorrante te voy a cagar a trompadas”, eran algunas de las típicas quejas que se escuchaban, las cuales “el médium” recibía con calma y tranquilidad. Finalizada la queja de la familia, él hablaba… “estimados… mis adivinanzas jamás fallan, lo que ha fallado es vuestra memoria, que sumida en alegría y mareo del momento, seguramente los llevó a confundirse, si quieren podemos acudir a mi libro sagrado y ahí veremos quién está equivocado”.

Entonces nuevamente tomaba el sagrado tomo de la verdad absoluta, indagaba sobre la fecha y buscaba cual guía telefónica el día y apellido de la familia en queja. Ante los ojos furiosos de los papas del esperado Marcos, ahora Analía, se podía ver un libro sin siquiera una tachadura, raspón, corrección, o error. Don Sumerio Heinsenn encontraba la fecha y señalaba con la seguridad de un juez que, correctamente, él había acertado y había puesto “NIÑA” en la hoja. Los padres no lo podían creer, tocaban la escritura en busca de borrones, pero nada… Sumerio había puesto “NIÑA” y ellos habían creído que iba a ser nene. Pedían disculpas y él los dejaba ir, entre discusiones familiares y confusión.

En realidad Alberto Ezequiel Castillo era un chanta por excelencia, dueño de un secreto único y magistralmente diseñado. El muchacho jamás escribía en el librito lo mismo que predecía. Si le decía a la familia que el bebé sería “niño”, escribía en el libraco “niña” y si decía que sería “niña”, escribía “niño”. Es lógico… ¿quiénes volverían a quejarse? Las probabilidades eran de un 50 y 50, a quienes le acertaba con el sexo, lógicamente no volvían y en quienes había fallado, se llevaban la sorpresa de que el libro, fuente irreprochable de prueba, decía lo contrario a lo que ellos creían haber escuchado… estaba escrito el sexo real.

El manochanta de Nueva California murió a los 93 años, por un exceso de óxido de titanio en el cuerpo, químico nocivo que se encuentra en los jugos en polvo, pero sin siquiera un rasguño ni golpiza de todo lo que podría haber recibido por su manganeta fantástica.

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