/Empatía subfluvial

Empatía subfluvial

Horrible. Patético. Humillante. Eran las 7:46 de la mañana de aquel miércoles de agosto. El colectivo entraba al túnel subfluvial yendo desde Paraná a Santa Fe cuando fue invadido por un agobiante olor a vómito del cual ningún pasajero podía escapar. El vomitador (víctima y victimario de los infortunios digestivos) era un pibe rubiecito y flaco, de unos 20 años, quien acercó su boca al vidrio que tenía a su derecha y largó como medio litro de espeso líquido amarillento que contenía unas cuantas pelotitas verdosas, seguramente arvejas. “Alto yogurt de vainilla con cereal”, pensé.

Yo estaba contra la ventana entre los asientos de la izquierda; el rubiecito estaba, digamos, en el mismo lugar que yo pero del otro lado, así que podía verlo fácilmente. El pasajero que estaba a su lado no le dijo ni ofreció nada, solo se levantó y buscó otro asiento (aunque el colectivo iba casi lleno) buscando alejarse de semejante asquerosidad. Pronto se oyó el quejoso murmullo del resto de los pasajeros mientras el pibe sacaba de su mochila unas hojas de papel (creo que eran fotocopias de Derecho) para limpiarse —como pudiera— la ropa y la boca.

La situación era lamentable. El pobre flaco no se aguantó el vómito mañanero, lanzó arvejas (tristísimo), nadie lo asistió, impregnó el colectivo de baranda, arruinó unos apuntes de la facultad para limpiarse y se quedó solo, quieto y todo vomitado sin poder bajarse. Me acordé de mi primo Guille, gran nadador, con quien todas las semanas solíamos debatir acerca de las implicancias de vomitar bajo el agua, y habíamos llegado a la conclusión de que vomitar en el túnel subfluvial era técnicamente vomitar bajo el agua. Guille, atrapado en su depresión, se había suicidado tirándose al Paraná con una tostadora enchufada. El rubiecito, ante semejante papelón, seguro ya estaba planeando algo similar. Yo no podía permitirme la misma pérdida dos veces. Tenía que hacer algo.

Pensé en alcanzarle agua o un pañuelo, pero no tenía nada de eso. Darle un abrazo de consuelo no parecía una buena opción. Tirarle mi chistecito del yogurt de vainilla hubiera sido medio raro (además ya re había pasado el timing para que tenga punch). También consideré darle mi pantalón, el cual seguro olía menos peor que el suyo, pero me daba pudor sacármelo delante de los demás pasajeros… Barajé múltiples gestos de fraternidad que no me convencían, pero no me iba a dar por vencido, el traumático recuerdo de mi primo Guille no me lo permitía.

Llegué entonces a la conclusión de que el mejor acto de empatía que yo podía hacer no era desde mi privilegiada condición de no-vomitado; concebí que la ayuda o solidaridad más habitual resulta hasta arrogante, onda “te ayudo porque estoy mejor que vos y soy un copado y vas a tener que agradecerme”, “te doy agua porque tengo agua y vos no y estamos en el Sahara y estás deshidratado y yo no”, “te doy una mano porque estás a punto de caer desde un precipicio a 120 metros de altura y yo estoy bárbaro pero sin embargo te ayudo eh”. No, la verdadera empatía debía ser desde una auténtica situación de igualdad, por lo que, sin dar más vueltas, me metí dos dedos en la boca y me vomité todo yo también.

Se oyó el ruido de mi garganta sufriendo y el de mi vómito golpeando la ventana y el piso. La gente me miró entre alarmada y asqueada. El rubiecito me miró con sorpresa, yo le sonreí y levanté un pulgar mientras me chorreaba vómito por la barba cayendo sobre mi remera y mi pantalón. “Faa amigo qué heavy metal estuvo ese desayuno ehh!”, le dije, esperando que me siga la corriente para aliviar su penosa y solitaria situación. El muchacho solo me miró en silencio, aún estaba con el rostro enrojecido, los ojos con lágrimas y algunas arvejas pegadas en su ropa. Horrible. Patético. Humillante. “FAA AMIGO QUÉ HEAVY METAL ESTUVO ESE DESAYUNO EHH!!”, le volví a decir, enojado porque no me siguió la onda.

Una señora que estaba atrás mío se descompuso por el aumento del hedor y vomitó también, logrando alto triplete vomitero. A los pocos segundos un niño pidió un reembolso de su chocolatada lanzando marrón oscuro. Los diversos y coloridos jugos estomacales ya se mezclaban entre sí y fluían por todo el colectivo entre los pies de los pasajeros que, indignados y con náuseas, gritaban desesperados pidiendo frenar el colectivo o abrir las ventanas, pero el chofer se negaba a tales reclamos aduciendo que la empresa no tenía protocolos establecidos para situaciones de esa naturaleza.

El colectivo siguió su marcha por el túnel y cada vez más pasajeros se sumaban a la orquesta. Muchos aprontaban cualquier bolsita que tuvieran a mano y otros echaban desodorante para atenuar el olor, inútilmente. Un tipo grandote que estaba sentado en los últimos asientos se levantó para ir a pelear contra el chofer y frenar el colectivo a como dé lugar, pero a los pocos pasos se resbaló con vómito, cayó al piso y se deslizó unos diez metros por todo el pasillo salpicando al resto de los pasajeros, asientos y ventanas, como si fuera un tobogán acuático… pero de vómito. El colectivo ya era una rodante piscina de vómito bajo el río, un concepto por demás estrambótico, proto-borgeano. Traté de mantener la calma, pues solo estábamos vomitados mientras pasábamos por debajo de un río, no era algo tan trágico… Mucho peor sería lanzar agua pero que todos los ríos sean de vómito ¿no?, o que salga vómito por las canillas y duchas, o que llueva vómito, o que exista alguna cantante pop llamada Lali Esvómito. Cuando nacemos, nacemos sucios con sangre y líquidos raros. Bancarse un par de vomitadas propias y ajenas en la adultez no me parece algo taaaan grave.

Aunque todos la pasamos mal, pudimos aguantar los próximos minutos sin lamentar mayor tragedia. El colectivero, súper profesional, cumplió con el recorrido en tiempo y forma, siendo el único que no lanzó ni se descompuso. Todos los pasajeros nos bajamos en la misma parada para respirar y asistirnos. Una vez fuera del colectivo, me le acerqué al rubiecito…

No quería dejarte solo, amiguito —le dije, contento por sentir que yo había obrado cristianamente.

Gracias bro. Yo la pasé bárbaro, me encantó. Sigo re caliente. La verdad que no me la esperaba —me respondió.

Eh… A ver, pará, pará… No te estaría entendiendo. ¿Vos la pasaste bien? —le pregunté.

Sí bro, fue alta ducha romana jaja.

Eh… ¿Qué es eso? —le pregunté con mucho miedo.

Soy emetofílico ¿vos no? —me dijo re tranqui, re sereno.

Ehm… Este… A ver, vos… ¿te excitaste con lo que pasó?

Sí bro, por ahí me pinta lanzar en público, me re calienta. Yo pensé que vos lanzaste y me miraste en complicidad, o sea, flasheé que estabas en la onda también jaja. Alta orgía armaste…

Uff… Ehh —sus palabras me bajaron la presión, yo no lo podía creer—… Ehm… Sí, o sea… Quise ser compinche, fraterno, piola, gamba, empático… Pero no tenía idea de… Tu mambo…

Ahh jaja, y bueno, malentendidos… Igual muchas gracias bro. Te luciste. Me voy porque tengo que ir a la facu. Nos vemos!! —me dijo antes de irse caminando solo sin limpiarse las arvejas.

La experiencia no solo fue repugnante, sino también retorcida. Arruiné un colectivo (que tuvo que ser sacrificado en llamas porque jamás se le fue el mal olor) y descompuse, ensucié y traumé a más de 40 personas solo por solidarizarme con un pibe que, aunque se veía y hablaba como alguien normal e inocente, era un degenerado suelto con una parafilia insana y repulsiva. Pero bueno, así son a veces las consecuencias de ser empático, peor hubiera sido tener que lamentar otra pérdida. Que en paz descanses, primo Guille.

ETIQUETAS: