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Esperanza

No había nada en La Consolata que diera más miedo… ni el enorme salón de actos fuera de fechas festivas, en penumbras, con sus enormes cortinas borra vino y el telón pesado del escenario, tampoco el sagrario donde tenían guardadas las ostias y esa luz diabólica que decía ser la presencia de Dios en el lugar. Ni siquiera los rumores de la muerte de algún celador, espantado por fantasmas o monstruos del pasado, o el esqueleto que había en el aula de ciencias, que decían que había pertenecido al primer director de la escuela. Mucho menos el eco de los pasillos o los delirios místicos de alumnitos que se decían poseídos, cuando se desmayaban del calor del verano. Nada… pero nada daba más terror que la seño de matemáticas de quinto grado.

Era algo que en cuarto grado ya nos paralizaba, nos dejaba intranquilos y sudando frío la espalda. La veíamos pasar por los pasillos de las aulas, erguida, con sus cabellos bien cortitos, su paso marcial y un rostro duro, tenso, de ojos claros y profundos, de mirada seria y sin vacilaciones, de labios finos y parsimonia gélida… “ahí va la vieja de quinto” decíamos en secreto, porque si nos llegaba a escuchar era lo último que diríamos antes de morir. No era vieja, lógicamente, pero para nuestra edad cualquier persona, y sobre todo las seños, eran “viejas”, la vieja fea, la vieja de mierda, la vieja loca… pero a esta ni siquiera nos animábamos a apodar de manera despectiva, era simplemente “la vieja de quinto”.

Era mala en serio, se corría la voz de que había hecho echar a varios alumnos, el mito decía que si pasabas matemáticas de quinto, era imposible que repitieses. Ella era el filtro, el muro, la barrera, un antes y un después en la primaria. Pocos habían salido ilesos, los de sexto preferían no hablar del tema, salvados ya de haber superado tamaña prueba. A veces escuchábamos los gritos desde nuestra aula, aunque en sus clases no volaba una mosca, todos decían que sus alaridos terminaban en una suspensión, expulsión o como mínimo un castigo infernal: doble tarea en casa o la humillante labor de limpiar la pizarra durante una semana. Doloroso. Los pasillos temblaban cuando la vieja de quinto gritaba.

Terminé cuarto grado, el verano pasó eterno entre el sol, la pileta de Talleres y la casa de mis abuelos, entonces se hizo Marzo y volvimos a la escuela… a quinto grado. Recuerdo que la cara de mis compañeros no era la misma de siempre, teníamos muchas ganas de vernos, de volver a las andanzas, de mostrarnos nuestras cartucheras llenas de colores nuevos, nuestros relojes robots, pero había algo que a ninguno lo había dejado dormir la última semana… saber que este año teníamos matemáticas… con ella, con la mala, con la bruja.

Durante las primeras clases reinaba un silencio sepulcral. Ni siquiera el Damián hacía sus caras de payaso, ni el Darío decía malas palabras y yo jamás había estado tan callado durante una clase. El aire se cortaba con una hoja. La seño explicaba matemáticas y nosotros estábamos inmutables, atentos, cagados en las patas. Ella no reía, no titubeaba, no bajaba la guardia, no mostraba un ápice de ternura. Era como un robot, una computadora, una calculadora que manaba números y enseñanzas a la velocidad de la luz.

Yo era nerd, bastante ñoño y traga. Mi mamá era maestra en ese mismo colegio y, aunque varias veces me había tenido que comer el mote de “acomodado”, le metía esmero a mis calificaciones por temor a desaprobar. Pero no solo por tener una libreta manchada de rojo, sino porque mi mamá no se vaya a enterar y a mirarme con esos ojos de diabla que me hacían estremecer de miedo, como cuando me retaban formando fila mientras mi lengua incansable no paraba de parlotear.

Pasados los primeros meses, no se rompió el hielo, pero por lo menos se derritió un poco. Ya había uno que otro cuchicheo en la clase y la seño de matemáticas había soltado un par de risas y uno que otro atisbo de cariño entre los alumnos más duraznitos.

Mi miedo al fracaso era terrible, si desaprobaba algo la primera que se enteraría era mi mamá, no tenía formas de zafar, así que cada cosa que hacía necesitaba indefectiblemente la certificación de la maestra en cuestión. A medida que mi tarea avanzaba, eran incontables las veces que me paraba para preguntar “seño mire, ¿está bien esto que estoy haciendo?”, “seño, ¿es así como lo he escrito?”, “seño… ¿este es el resultado?”. Y, aunque se me hacían fáciles las tareas, era más fuerte que yo… necesitaba la aprobación para estar tranquilo.

Entonces un día, como tantos otros, me paré a preguntarle a la seño de matemáticas si estaba bien la cuenta… y el mundo entero se vino abajo cuando estaba llegando al escritorio de ella. Se paró como un resorte, con la vista fija en mí, levantó su dedo huesudo señalando mi banco y gritó a los cuatro vientos… “¡¡¡te vas YA a sentar a tu banco, terminas la tarea y me la traes lista, y no te paras otra vez a preguntarme si está bien o no, hacela y la entregas!!! Y si te volves a parar voy a considerar que has terminado, así que me vas a entregar la hoja como esté”. De pronto el mundo entero entró en silencio, todos mis compañeros me miraron asustados, compartiendo el miedo, con la angustia de tener la certeza de que “si había retado al ñoño… que le queda al resto”. Volví temblando como una hoja, con los ojos acuosos y un nudo en la garganta que me alertaba que ante la mínima palabra, un mar de lágrimas me humillaría frente a todos, hasta frente a la María Laura que me encantaba. Me acurruqué en el banco, el Darío me miraba sorprendido, sin saber qué hacer, pero como era mi mejor amigo, supo que lo mejor era acompañarme en el silencio, así que siguió con lo suyo, como si nada hubiese pasado. Tragué ahogado, contuve las lágrimas y seguí con mi tarea.

Cuando la terminé me paré tiritando en dirección al banco de la seño, recuerdo que todo se ralentizó, mis compañeros me miraban como el mártir que va hacia la horca, con los ojos enormes. Yo sentía que iba al murallón, que me entregaba a una muerte segura, con mis tareas quemándome las manos. La seño me clavó la mirada desde la otra punta del salón, porque el único requisito que no cumplía para ser ñoño full full, era que me sentaba al fondo, con los bandos. El aula se me hizo eterna, sorteando bancos, mochilas y zapatos Febo llegué hasta su trono, estiré la manita temblorosa, esperando al menos una sonrisita, un gesto, algo. “¿Terminaste?” me dijo… respondí que sí. Me la arrebató con violencia y me largó un áspero “andá a sentate”. Le hice caso sin dudar y me quedé inmóvil en mi banco, esperando el resultado como un portador de una enfermedad letal que está aguardando por el análisis.

Al cabo de unos minutos llegó a mi hoja, la repasó, me miró y me dijo “vení para acá”. El “uuuuuu” del Darío sirvió para darme más miedo aún. Otra vez un nudo me sofocó y los ojos me comenzaron a arder. Seguro había desaprobado, seguro estaba mal, seguro le iban a contar a mi mamá, seguro tendría que aprender de nuevo, seguro iba a repetir quinto grado, seguro me iban a tener que cambiar de escuela, seguro no vería más a mis compañeros y sería la vergüenza de la familia, mi papá no me regalaría más muñecos de Rambo y no me iban a dejar salir más a jugar con los Salinas y el Heber… “La tarea está perfecta, tenes que confiar en vos y no preguntar tanto” me dijo y me la entregó con un 10, pero esta vez sus ojos no eran los mismos, su silueta rústica estaba completamente distinta, era la mirada de una mujer dulce y cariñosa, protectora y sabia, una sonrisa dejó mostrar unos dientes blancos, impecables y sinceros, me hizo unos cariños en el pelo y sentí sus manos calientes revoloteándome la cabeza, “andá a sentarte y no quiero que me preguntes más si está bien o no” me dijo con amor y seriedad.

Es la única lección que recuerdo de mi niñez, la única y la más importante. Eso me cambió la vida para siempre. A partir de ahí me convertí en un tipo seguro de mí mismo, aún siendo portador de todas las características necesarias para ser víctima del bullying, me dio confianza, me dio serenidad, me volví osado, arriesgado, apostador fuerte. Con el tiempo me volví un tipo emprendedor, sin miedo al fracaso, osado para las aventuras y con mucha pasión y fuerza para lo que me convencía. Desde ese año cobré esperanza, esperanza en mí… y fue Esperanza Pérez, la seño de matemáticas, la que con sus retos y su marcialidad, me enseñó a confiar en mí.

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