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Fraternidad, erotismo y clonazepam

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Valeria ll

Siempre se me tornó difícil y a la vez familiar, ser el nuevo de la clase, ya que solían expulsarme de cada colegio secundario al finalizar el ciclo lectivo. En esa época, los celulares solo enviaban mensajes de texto y Facebook aún no se encargaba de sociabilizar instantáneamente los corazones pubers. La soledad era intimidante e incómoda, el tiempo analógicamente más largo y la seducción un trabajo artesanal. Pero todos esos prejuicios y temores se desvanecieron cuando la vi entrar al curso.

Era idéntica al Axel Rose del 86′ y yo fanático de KISS. Era absolutamente idiota y yo íntegramente insoportable. Necesitaba llamar su atención, intentar hablarle, pero ella lo hizo primero: “No sé quién sos, pero estas sentado en mi banco”, fue su manera de darme la bienvenida. La elegante forma en la que me mandó al carajo revolucionó aún más mi histérico corazón.

“¿De qué suburbio de Los Ángeles salió esta Groupie? ¿Sí Poison no me gusta, porque ella me gusta tanto? ¿Le invito una raspada o un Mr Pop en el recreo?” Eran algunas de las preguntas que rebotaban entre las paredes de mi cráneo.

Que difícil era entender trigonometría con las neuronas pendientes de su cintura y su cabeza batida tapándome el pizarrón. Imposible controlar mis sistema nervioso con tanta serotonina nublando cualquier capacidad de raciocinio. Esa mañana me di cuenta que me llevaría matemática a febrero y que esa mujer podría volverme loco. Y no me refiero a “loco” metafóricamente, sino en su sentido concreto. En esquizofrenia, insomnio y neurosis.

A modo de trauma sexual con pariente cercano, decidí guardar estos raros y nuevos sentimientos en el sótano de mi inconsciente. Y como bien dicta el psicoanálisis, su consecuente ataque de pánico bofeteó mi desnudes dos años después.

Era inútil. No existía mujer, ni vodka barato que me pudiera extraer su imagen de mi imaginario. Dibujaba su cara, le escribía canciones, imaginaba el resto de mi vida enlazada a sus ojos verdes y sus tres perros. Me estaba fanatizando con su persona, y ella odiaba las personas fanáticas.

Por suerte Cris Morena, pudo acordarse de nosotros, permitiéndonos chocar con algunas cervezas de más y un beso que tuvo tantos miedos como pretensiones. Sentía que era virgen de vuelta, que todo lo poco que sabía sobre las mujeres era una farsa y que el animal print le hacía ver muy sexy. Fue como darte cuenta que Papa Noel sí existía.

Obviamente esto no fue la conclusión de nada, sino la apertura de todo. Luego de esa noche mi cuerpo se convirtió en una fábrica autómata de derrapar. Una energía incontrolable partía mi cabeza cada vez que la veía. Y ella poseía el don de dinamitar cualquier excepción pensante que yo lograra controlar. Nuestras conversaciones eran más o menos así:

– Sos tan bonita…

– Odio los diminutivos, no me digas eso.

– Pero “bonita” no es diminutivo.

– Bueno igual, no me gusta. Basta.

– Qué difícil es quererte.

– Yo no te pedí que me quieras, solo quiero pasarla bien.

– ¡¿Qué?! ¡Cómo podes decir algo así!

– Fran… no lo hagas – se toca la frente.

– ¡Te quiero, te odio, necesito tu calor!

– Yo necesito que venga el 115 antes de que termines de perder la cordura. Otra vez.

– ¡Abrazame!

– No quiero.

– Si no me abrasas me hago travesti.

– Llego el micro… Me voy. Hablamos después, supongo, no se…

– ¡¡AAAAAAAAAAAAAAAHH!!

Fin.

Mis días pos-valerianos fueron particularmente turbulentos. Comía pocos y dormía menos, era inestable hasta para cargar la red bus y suspiraba ya no con melancolía, sino con taquicardia. Mi familia pensaba que era merca y mi psicólogo bipolaridad.

Pasamos algunos meses, entre eternas despedidas y birra fría de verano, hasta que aprendimos por fin a controlar los monstruitos que nos domaban. Traspasado ese umbral atómico, pudimos entender que nuestras vidas como eran ya no existirían más. Que vuestras sonrisas eran sincronizadas e interminables cuando estaban juntas. Que Bon Jovi podía tener razón.

Construimos en la Plaza España nuestro hogar y allí morían nuestros días. Transábamos y comprábamos sahumerios toda la tarde. Éramos todavía adolescentes. No teníamos clave fiscal ni monotributo. No existían las tarjetas de crédito y los impuestos. No teníamos de que preocuparnos y teníamos mucho tiempo para perder. Nada era más importante que perder el tiempo con ella.

Juro que ese amor fue más auténtico que el sabor a tutifruti del Bubbaloo y que ese romance fatigaba el abdomen por extrañar tanto. Éramos asesinos por naturaleza y nuestra banda sonora “The Ultimate Hard Rock Ballads Collection”.

La cuestión emocional era desmedida, muy intensa, demasiado dramática. Era excesivo… Términos que en su momento me dieron miedo y hoy recuerdo con mucha simpatía. Pero lo cierto, es que un día nuestras semanas despertaron sin sábados y con ansias de domingos. Las crisis existenciales diluyeron la rutina. Nuestras psiquis estaban en corto circuito y así explotó todo. Fue nuestro 2001. Piquetes matutinos en su residencia y 5 espasmos en una semana. Los bancos del futuro restringieron nuestro capital pasional. Ahogamos nuestra burbuja.

Me fui de casa y me pidió el divorcio. Fuimos a juicio. Se quedó con todo. La casa, los chicos, la Ford Courier, la herencia, los lotes, la terraza y todas las canciones de Bunbury. Como ven, el tiempo puede hacer de la tragedia una comedia y una buena historia siempre debe ser contada.

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