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La hija de la paralítica

Situación estresante para los hombres es que, llegado el momento de tener relaciones sexuales, nuestro compañero de aventuras prefiera dormir la siesta, decida ponerse en modo “goma” y te mire con su único ojo como diciéndote: “No querido, hoy no me meto en ningún lado”. Es desesperante, es triste, incómodo.

Y a mí, guerrero de un par de batallas, me pasó. – En realidad me pasó varias veces, altos problemas de testosterona-. En esta oportunidad fue con una señorita llamada Flor quien tiene unos hermosos ojos celestes, la tez blanca, claritos en sus cabellos, la nariz un poco chueca y el perfume de imitación más dulce que Abel Pintos en una bañera de almíbar. Mi padre cuando la vio me dijo: “Mierda, que belleza…digna de una película de Almodóvar”.

Flor me invitó a su casa la tarde de un jueves en pleno enero, con el objetivo de tener privacidad después de habernos juntado tres veces en lugares públicos, además, a pesar de tener 19 años, aún no tenía carnet de conducir ni trabajo para poder pagar un telo.

Me recibió con un beso exquisito y me comentó que por fin había llegado el día “porque soy una chica muy calientita”. Si, eso dijo, caliiiientita neeeño. “Pero antes tenemos que llevar a mi mamá a mis tíos” agregó.

Cuando entré a su casa conocí a su mamá. Una hermosa mujer que, lamentablemente, sufría sobrepeso y estaba postrada en una silla de ruedas por problemas en la cadera. Simpática la señora. Minutos después ahí estaba yo, un pibito de 55 kilos muy mal distribuidos en 181 centímetros de altura, empujando una silla de ruedas con 145 kilos de peso muerto y solo pensando en que en breve garcharía con Flor. Ahí pude percibir el primer indicio de que las cosas se iban a comenzar a poner gradualmente muy bizarras.

Cinco cuadras separaban la casa de Flor de la casa de sus tíos. Ingresamos y estaba “La Familia Ingalls” pero versión borracha y lasherina. Me felicitaron porque iba a tener relaciones con su sobrina, aplaudieron y cantaron “Amor Eterno” de Supermerk2 con ritmo de cancha. Me sirvieron un vaso de Ternuva, saludé y cuando salíamos ya estaban en pleno baile cantando “Amores como el nuestro” de Los Charros.

Después de esa pequeña travesía, por fin estábamos en la casa de Flor, ambos en ropa interior a los besos en la cocina. Me invitó a su habitación… que resulta que lo compartía con su mamá. Entramos y pasaban “Buscando a Nemo” en el televisor de 14 pulgadas que colgaba de la pared. El punto llamativo es que no solo compartían la habitación, también utilizaban la misma cama de dos plazas. Evidentemente en la mitad hundida era la parte de su mamá. En ese momento sentí que mis gloriosos 15 centímetros de garompita se me metían para adentro… formando de esta manera, una hermosa vagina virgen.

“Dale vení, metámosnos a la cama” me apuró Flor. Lo hice teniendo cuidado en no caer en el cráter Simmons y al recostarme me recibió la sábana ultra fina llena de pelotitas y los pelos de los gatos que me pincharon el culo y la espalda. A esta altura, mi vagina estaba más metida que ombligo de gorda. Flor me tanteó el que antes había sido un bultito, me miró a los ojos y me dijo: “¿Qué mierda te pasa guacho?”. Yo no supe que responder. “Esto así no va a funcionar”. Se levantó y se fue a la cocina. Supe que no había motor diesel ni kilos de viagra que levantaran la situación.

De esta manera me quedé acostado en bóxer, con sabor a Ternuva en los labios, mirando “Buscando a Nemo” y pensando: “Quisiera ser Dolly y olvidarme de todo”.

Pero hoy, amigos, tristemente lo recuerdo…

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