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La historia de la verdadera Sara

En el Mendolotudo usamos pseudónimos. Algunos cambian el orden de las letras de sus apellidos, otros juegan con prejuicios heredados, y otros hacemos homenajes. A personas ordinarias y fascinantes que pretendemos salvar del olvido. En mi caso, se trata de una joven alemana que nació en un pueblito pequeño en la parte nor-oriental del país, en 1922.

Hay una antigua maldición china que dice que ojalá te toquen vivir tiempos interesantes. Pues a la verdadera Sara le tocaron los tiempos más interesantes de todos. Y más terribles. Tanto, que tuvo que cambiarse el nombre porque parecía judío. Y tuvo que dejar su casa, con sus hermanos chicos y el aroma casi olvidado del cardamomo de las galletas de navidad, siguiendo a un esposo al que no quería, a una tierra lejana donde decían, no faltaba la comida. Cargó su violín y su casa de muñecas para el viaje. Dejó el horror de las bombas, aunque éste siempre volvió por las noches, cuando se apagaba el ruido. También dejó su vestido largo, el que llevaba colgado del brazo cuando iba en bicicleta a trabajar, para pasar a la ópera después de la jornada en la oficina. Cargó las fotos y las cartas. Son raras las cosas en las que condensamos la vida.

Pero antes de escapar del espanto, hubo que sobrevivir. Y no fue tarea simple. Las jornadas pasaban entre cigarrillos, sirenas que anunciaban la presencia inminente de aviones cargados con bombas que amenazaban con destruirlo todo, (y varias veces lo hicieron) y libros de historia. Sobre el Sacro imperio romano-germánico, sobre Otones y carolingios y papas incestuosos. También claro, sobre las guerras de religión y las quemas de herejes, y la defensa a ultranza del libre pensamiento. Eso sí que nunca faltó en la casa grande de madera, que algunos años después sería el hogar de tantas familias como habitaciones disponibles, bajo las órdenes del régimen soviético.

Seth, el padre de la verdadera Sara vivió dos veces el infierno. La primera vez, en la Gran Guerra, le tocó con edad para ser soldado. Pero su respeto por la Biblia, que años más tarde traería serios problemas a sus hijos por las reminiscencias semitas de sus nombres en un país que señaló a los judíos como causa de todos los males (y ejecutó uno de los peores genocidios de la historia), bueno, su respeto por la Biblia, y el imperativo supremo de poner siempre la otra mejilla, lo obligó a renunciar al uso de la violencia. (Hace poco han salido películas sobre el tema de los objetores de conciencia, pero claro, son yanquis, porque un alemán en ese papel va en contra de todos los clichés).

Entonces Seth fue camillero entre 1914 y 1918. Su tarea consistía en correr en medio del campo de batalla para recoger heridos. Chicos de 18 años, desangrándose por un conflicto absurdo entre emperadores y ministros. Pero nunca hablaba de eso en las tardes de vino caliente con canela y azúcar de remolacha al lado de la chimenea junto a sus hijos. De hecho, fue carpintero y se dedicó a hacer juguetes y casas de muñecas. Porque hay que celebrar la vida cuando se puede. Hay que construir trincheras para proteger la alegría. También hacía trineos y esquíes, para que los niños fueran a la escuela a pesar del hielo y la nieve. Aunque fueran con pantalones cortos. Aunque fueran con el estómago vacío.

Pero por segunda vez Europa se puso jodida para los que quedaron. Los sobrevivientes de la mayor guerra de todas no tuvieron mejor idea que perfeccionar la tecnología asesina y usarla apenas pudieron para volver a disputar el poder en el continente. Algunos incluso diseñaron fábricas de tortura y asesinato, donde los alemanes llevaron a los judíos, a los gitanos, y a los homosexuales. Y después los rusos los usaron para llevar a los alemanes, y a todos los disidentes de la ortodoxia comunista.

Para entonces la verdadera Sara ya bordeaba los 20 años y estaba enamorada. Las cartas desde el frente traían noticias que acercaban la guerra al pueblo (como si fuera necesario, como si las sopas de cáscaras de papas podridas, y el terror compartido en los sótanos de noche no bastaran). Esas páginas hablaban de compañeros que caían marchando porque se les congelaba el cerebro con los cascos de hierro que no los protegían del gélido frío ruso. O de las aventuras del Lumpy, aquel perrito adoptado que alertaba al grupo cuando se acercaban los aviones, y que hubo que abandonar en Sicilia cuando la caída de Mussolini convirtió en enemigo acérrimo al pueblo que hasta entonces les cubría las espaldas. Pero un día las cartas ya no llegaron más.

La confirmación de la noticia no sorprendió a nadie. Todavía faltaban años para el fin de la locura, y la alemana de principios no violentos se presentó como voluntaria para trabajar de secretaria en cualquier fábrica que la aceptara. En parte para no ser una boca más en el hogar paterno, y en parte para alejarse de las tardes de cuartetos de cuerdas y risas con el muchacho que desapareció en los Alpes italianos.

Tal vez porque era una forma de estar más cerca del sur, o debido a la política de integración cultural con Austria que el peor Nazi de todos decretó para potenciar la superioridad racial más maldita de la historia, Sara terminó en un pueblito austríaco del que nunca había oído hablar. Pero no era simple ser mujer es un país extraño, donde no había más certezas que la jornada de trabajo, ni más noticias de la familia que las cartas esporádicas de una madre que informaba que no había nada que informar. Esos textos permitían mantener la esperanza de que el padre y los hermanos estaban todavía vivos, pero poco más.

Y en eso apareció Hans. Un soldado que estaba recuperándose de las heridas que ocasionó una granada que no explotó lo suficientemente lejos. Y en medio del horror se hicieron compañía. El austríaco era ingeniero, pero se enlistó como soldado para cuidar a su hermano de 15 años que había sido conscripto. Tal vez, si no hubieran tenido que ver el espanto tantas veces a los ojos, Hans y Sara podrían haber sido felices juntos. Pero en realidad los que los unió fue el frío y el miedo y la necesidad de extender una licencia médica con un permiso de luna de miel, para alcanzar a recuperar las fuerzas antes de volver al frente. Nuestra protagonista tuvo que abandonar su nombre para pasar por el registro civil.

Pero un día la guerra terminó, como todo lo que acontece. Como va a terminar el Coronavirus también. Y en la Europa destruida no había comida ni casas ni razones para quedarse. Entonces estos dos decidieron embarcarse lejos. Y llegaron a Buenos Aires. Donde las caras no se parecían a las caras queridas enterradas. Donde la gente tiraba la comida que sobraba del almuerzo, y Perón y Evita regalaban pan dulce a los obreros para navidad. Tras varias vueltas, y experiencias estrambóticas, llegaron a la ciudad del sol y del buen vino, y se establecieron para siempre.

Cincuenta años después, cuando en la casa mendocina ya no estaban ni el marido ni los hijos ni los perros, donde no faltaba la comida pero eso a nadie le importaba porque no recordábamos que podía faltar, Sara olvidó el idioma aprendido y nunca amado, ya sólo balbució incoherencias. Pero el violín, la casa de muñecas y las fotos siguieron allí hasta el último día, cuando una de sus nietas los guardó, y prometió llamar Sara a la primera de sus hijas. Eso de los hijos se puede interpretar de muchas maneras. Y contar historias románticas y desopilantes es una forma de defender la alegría.

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