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La mirada de la seño Mabel

A la temprana edad de ocho años me di cuenta que lo físico no era lo mío… era gordito, usaba lentes, aparatos móviles, era pésimo jugando al fútbol y mi papá me peinaba con jopo hacia el costado y ropa de él, tenía zapatos ortopédicos y carita de regalón… el combo perfecto de la perdición. Encima me habían empezado a gustar las nenas. Tenía que elegir entre ser la víctima eterna del más cruel bullying infantil, ese que te marca para toda la vida, o afilar mi lengua para ser un tipo intrépido con las palabras, hábil con la retórica.

Ese año el Víctor me la había jurado, era alto, rubio, fortachón y le pegaba a los giles. Encima también le gustaba la María Laura, que se decía que gustaba de mí según la Rosa. No tenía muchas opciones, entonces me convertí en un gordito simpático, un ñoño hábil para el flirteo, una tutuca sagaz para ponerle apodos a los bobos y marcarlos para toda la vida. Amparado en el Darío Pérez y el Damián Fernández, dos secuaces que equilibraban todo lo yo que no tenía, contaba con equipo para manejarme y asentar mi postura.

La María Laura se enamoró del Darío Pérez, pero el Damián Fernández se lo sacudió al Víctor cuando me vino a apurar porque le dije una barbaridad. «Uno por uno era negocio», así que mi habilidad dialéctica y retórica siguió creciendo.

De a poco me convertí en el más divertido del curso, el «gordito simpaticón». Ese era mi rol. Con las notas me iba bastante bien, así que las seños eran de perdonarme mis exabruptos… pero cada vez me ponían la vara más alta del humor y no podía perder rango de popularidad. Así que día a día me inventaba nuevos comentarios, chistes, anécdotas y bromas infantiles, sorteando amonestaciones como un gordito campeón. Yo sólo quería ser popular para alejarme del fantasma del acoso y la violencia que sin dudas debería recibir.

Como todo nerd, era fanático de los videojuegos. En el afán de despuntar el vicio establecí un sistema de préstamo y canje de cartuchos en toda la escuela mediante una libretita con datos, muy prolija y meticulosa. Me buscaban hasta los del secundario para conseguir mercancía. Llegó el punto que no le tenía miedo a nada. Diezmado el Víctor, compradas a las seños con mi carita de bonachón, seducidas a un par de chicas de otros grados por mi humor, controlado el bussiness de los cartuchos, bancado por los extranjeros del secundario y defendido por mis cumpas, me manejaba como Capone en Chicago. Era el puto amo. Y no le tenía miedo a nada. No le tenía miedo a los malosos de otros grados, no le tenía miedo a las seños de mi grado, no le tenía miedo al director, no le tenía miedo a la vicedirectora, no le tenía miedo al cura del colegio, ni a los villeros del Poliguay (el Darío era amigo de todos… intercambio de influencias). Pero había algo que jamás pude superar… un terror vivo y mortal. Una presencia constante a la que era imposible de controlar, ni comprar, ni corromper.

Podrían retarme, echarme del curso, firmarme el cuadernito de indisciplina, podían gritarme, amenazarme, desaprobarme una evaluación que absolutamente nada me daba miedo… a menos que me viera la seño Mabel.

La seño Mabel tenía una mirada felina, seria, destructiva, se le transformaba la cara cuando te clavaba los ojos verdes… y lo peor era lo que venía después de esa cara. Retos inimaginables, torturas, quita de bienes, penas imposibles de llevar con dignidad. La seño Mabel era implacable, imposible de sortear, si le llegaba a sus oídos alguna de mis andanzas y a la distancia me llegaba a ver, charlando, haciendo chistes o boludeando en la fila y me clavaba la mirada láser, se me aflojaban todos los esfínteres, me tiritaba la pera y me daban ganas de llorar. La seño Mabel era tremenda, la seño Mabel no era mi seño, la seño Mabel era mi vieja y si me miraba enojada, subirme al auto de regreso a casa sin que ella me hablase, era el peor de los castigos que podía soportar.

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