/La noche del Gitano

La noche del Gitano

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El Gitano había tenido una temporada exitosa. Era coordinador de viajes de egresados y venía forrado de Bariloche. A diferencia de sus colegas, el tipo se tomaba su laburo muy en serio. Cero alcohol, cero drogas y ni un solo banquineo con las histéricas colegialas que lo acosaban. Por su conducta intachable era todo un valor para la empresa, que ya lo había ascendido a puestos gerenciales, pero él no quería olvidar las bases que tanto disfrutaba. El tipo amaba realmente coordinar, era su pasión.

Pero, tanta conducta y deseo contenido (porque la verdad era que aguantar la tentación de la noche y las mujeres no era fácil) se desataba incontrolable cuando el tipo estaba en su Mendoza natal.

Acá era un desastre, un vendaval, no había forma de pararlo. Se la ponía tupido a la farra, la noche y la joda. No tenía límites ni horarios. Y todo se potenciaba luego de buenos fines de año… como aquel.

Convocó a la Brigada temprano. Mando al Tanque a comprar el asado y al Rodi las bebidas, a mi me hizo hacerle de chofer. Esta noche, como era costumbre cada vez que volvía, pagaba todo él.

La jornada fue una parafernalia etílica y culinaria, una bacanal, la cena de los epicúreos. Yo estaba en Disney, rico para el sobre, pero era la noche del Gitano… y no lo podía dejar en banda.

Entré al boliche con el pie izquierdo. Apenas intenté hablarle a una mina me dí cuenta que tenía un ovillo en boca. Cuando me miré en el espejo del baño y me ví la cara explotada, empecé a pensar en el riquísimo chori que me iba a comer en un par de horas. A nivel levante, el boliche siempre para mi fué territorio hostil, esa noche nada iba a cambiar. En un momento me cruzo con el Gitano… estaba para atrás. Iba con una frapera vacía y se estaba empinando el agua de adentro. “Vvvvmmmm tommmma aaaferneeeé”… traducción: Me invitó un trago. Fuimos a la barra, buscó por todos lados… se había quedado sin un mango. Rebatió sus bolsillos en señal de vacío de liquidez y puso cara de perro mojado, así que lo invité yo. En eso pasaron dos chicas… la petisa le hizo el aguante a la amiga quedándose conmigo.

Después de unos minutos que duró nuestra charla sobre las propiedades del pulpo en la cazuela, el Gitano se caramelizó con su víctima. Ese fué el disparador perfecto para que a mi petisa le dieran ganas de ir al baño. Esas ganas de regresos imposibles, donde la espera te hace ver como un triste garabato de persona. Ahí nomas empecé a pensar en mí chori, bien peronista y jugoso.

Se hizo una hora prudente para irme entre las sombras, sin sentirme que el fragor de la batalla perdida me humillaba y partí en silencio, a lo lejos pude ver al Gitano a los arrumacos con su chica.

Con mis últimos doce pesos me comí mi ansiado choripán, iba en dirección al auto cuando de pronto sonó el Motorola C200 “turiruriruriiiii”… mensajito de texto del Gitano (fue época presmartphones), decía algo así:

“Perame ameo n st vaya sin mi xfa”

Entendí el mensaje, así que me quedé esperándolo en el auto, con exquisito sabor a chimichurri en mis manos y mi boca y un pedazo de miga en la pera. Apareció mareado… venía sin remera, agitando la misma como un “trapo” de la cancha y balbuceando canciones del Tomba e insultos varios a una banda de cuatro flacos que aparentemente eran de la Lepra. El Gitano era de un porte monumental, corte vikingo, estaba muy en pedo y agresivo. En ese estado era insoportable y cualquiera se daba cuenta que no había que seguirle la joda. Me bajé y lo subí al auto…

– Rescatate culiado – le dije abrochándole el cinturón entre el pecho chivado.

– ¡Vamo’ a la chicas! – me dijo entre dientes.

– ¿Qué chicas?

– Las chicas… las de la calle Moreno.

– Gitano… no voy a ir a las putas.

– ¡Dale Bomur! Pago yo.

– No se trata de guita, sabes que no me pinta.

– No te pinta porque no conoces las chicas de la calle Moreno… ¡son modelos, culiado!

– No… no. Ni en pedo.

– No seas pija… esta mina me ha estado meta franela toda la noche, no me quiso acompañar… ¡no me dejes así!

– “¿No me dejes así?”… sos de cuarta – me reí de su insistencia.

– Dale, por favor… – imploró borrachísimo el Gitano.

– No.

– Bueno, ¿y me llevas a mí? – me dijo serio con los ojitos iluminados.

– Bueno dale, ¡pero no estés dos horas! – respondí… tampoco daba ser tan corta mambo.

– ¡Un pasesito nomás! – gritó mientras empuñaba la mano en señal de victoria y bajaba el vidrio para refrescarse la cara colorada.

Llegamos a la calle Moreno… “las chicas” vivían arriba de una clínica, era un punto totalmente bizarro, porque entraba y salía gente todo tiempo. Ambulancias, enfermos, pacientes, parientes, médicos, enfermeras, personal administrativo. Me causó mucha gracia imaginar la situación de los “clientes” que bajaban contentos del prostíbulo y se mezclaban con personajes de hospital. Esa dicotomía era brutal. Luego sentí mucha vergüenza por estar parado ahí esperando al Gitano, por suerte eran tipo seis de la mañana y aún estaba oscuro.

Pasó media hora… cuarenta minutos. A la hora le llamé al Gitano. Al segundo intento atendió.

– Ahí voy – me dijo susurrando.

– ¿Todo bien? – le pregunté preocupado.

– Si… bue… – y cortó.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo… “si… bue”. El Gitano estaba loco, todos lo sabíamos y esa noche había descarrilado mal. Volvió a sonar mi C200, era él.

– ¿Que pasó? ¡Vamos! – le reclamé.

– Bomur… ¿me prestas plata?… me olvidé que me gasté todo en el boliiii – me dijo con voz ronca, mientras yo recordaba que estaba en lo cierto ya que el último trago lo pagué yo… y con mi último billete compre el chori.

– ¡No tengo boluuuu!… también me gasté todo.

– Uy – exclamó… al tiempo que yo ya me imaginaba al Gitano cagándose a piñas y los dos huyendo entre tiros de proxenetas furiosos.

– Tengo la tarjeta de crédito – le dije inocente.

– ¡Cómo se nota que no has venido nunca a las putas, idiota! – dijo riendo – bancame un toque, ya salgo.

Por las dudas me dejé el teléfono a mano, encendí el auto y me preparé para lo peor… cuando lo ví salir del prostíbulo. El tipo venía de la mano (de-la-ma-no) con una mulata curvilínea que le sonreía chocha de la vida. Delante de él una señora revocada y con cara de trasnoche y un morocho vestido como un gitano en serio, una especie de Sandro berreta de Patio de Tango.

El corazón me explotaba, no sabía que hacer, pero verle una sonrisa de oreja a oreja al hijo de mil de mi amigo me calmó. Le abrió la puerta a la señora, que se subió de acompañante con un olor a Poett “Deja Vu” que fusilaba las fosas nasales y él se subió atrás con “su novia” al medio y el fiolo que tenía olor a pucho mojado.

– Hola. Vamos al supermercado Átomo de la calle San Martín – ordenó la señora con olor a telo.

Miré por el espejo retrovisor al Gitano que me hacía señas con la mano como que fuésemos y le agregaba guiñadas a su mueca ebria. El cafisho tenía cara de matungo e iba inmutado mirando por la ventanilla. Las primeras luces del alba le iluminaban el cutis graso y rudo.

La señora me bajó el volumen de la cumbia que sonaba…

– ¿Tenés tango nene? – me dijo con voz de camionero travestido.

– Si… tengo un CD de Julio Sosa.

– ¿Tenes tangos de Cacho Castaña? – preguntó el fiolo inundando la cabina con olor a pucho – este pibe nos dijo que a vos te gustaba.

– Si – le dije al tiempo que me apresuraba para poner el disco.

Llegamos al Átomo de la San Martín. Estaba cerrado…

– ¿Qué hacemos acá? – le pregunté a mi amigo.

– Esperar a que abran – respondió de muy mala gana el fiolo. Obediente, me quedé callado.

Llegó el personal de seguridad, luego los cajeros y administrativos… todos miraban a el único auto que un domingo a primera hora estaba esperando por entrar. Yo no entendía nada y tampoco me animaba a preguntar. Solamente procuraba que no me miraran directo a la cara.

A las 8 abrieron las puertas. Yo estaba liquidado. Adentro del auto había olor a chori mío, a albergue transitorio de la madama, a pucho húmedo del fiolo y a sexo de los tortolitos, que estaban a los arrumacos practicando palabras en colombiano. Entramos a la playa de estacionamiento, se bajaron los cuatro, me quedé arriba del auto. Caminaron unos pasos y se me acercó el Gitano.

– Bomur ¿me prestas tu tarjeta de crédito?

Entonces me agarré la cabeza y caí en la cuenta… no solamente el Gitano había transado el pago del pase con mi tarjeta de crédito, sino que me iba a tener que bajar a firmar el comprobante de pago.

Iba lo más alejado posible del cuarteto nocturno. Delante marchaban la madama y el cafisho decididos, con un carro, detrás el Gitano y la Colombiana de la mano y lejos yo mirando la escena y mandándole mensajes a la Brigada para ponerlos al día: “el Gitano le pagó el pase a una prosti con mercadería tarjeteada por mí”. Los “jaja”, los “naaaaa”, los “me estas jodiendo?” y los “jkfjsjjajhahajajajahahksl” no tardaron en sonar. Mi amigo, radical hasta la médula, me hacía la “v” de la victoria peronista intentando aplacar mi enojo, al tiempo que me tiraba guiñadas y besitos de borracho.

La señora fue decidida a comprar milanesas, queso y Coca. El fiolo revisaba unos Colbert y se ponía el “Noir” en la ropa. El Gitano no paraba de hacerle chistes a la Colombiana que estaba obnubilada por lo rubio de su pelo… “a vos te compro lechita” le decía, “¿queres un salame picado grueso?” le preguntaba agarrándola por la cintura y mirándome cómplice, “mirá que ricas salchichas” y ambos reían enamorados. “A ti te voy a comprar hielo, chico” le decía la parcera y le tocaba el muñeco. La escena era tragicómica… yo imploraba no encontrarme a nadie. Me hacía el choto mirando unos dulces de membrillo.

$567 pesos… dos “pases” más intereses. La cajera miraba extrañada la situación, parecíamos una compañía teatral… o circense mejor dicho. Un vikingo, un domador de osos, una bruja, una amazona y un enano. Patéticos.

Me tocó llevar a los personajes al prostíbulo, con el sol iluminándolo todo. Odio usar lentes de sol, pero en esta ocasión me los hubiese puesto gustoso… tamaño máscara de Batman. Llegamos, la vieja olor a museo y el matungo cara de mafioso sindical se bajaron sin siquiera saludar, evidentemente no les cabía ni ahí la forma de pago. El Gitano se bajó a acompañar a la “Colo” (como le decía ahora) hasta la puerta de su hogar… porque caballero se nace. Fue cuando la mulata le dijo algo a sus jefes y ambos asintieron. Entonces el Gitano se dió vuelta, mi miró con sonrisa amplia, más feliz que yo cuando venía Papá Noel y me gritó desde la puerta de la clínica.

– ¡Anda Bomur! Me quedo a comer milangas con mi novia, mañana arreglamos.

Y volví riendo solo a casa, con un perfume a “cosas” en el auto y una nueva historia que quedará en la biografía de tan pintoresco personaje.

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