Fue en un verano del 99. En mi infancia de aquel entonces solía visitar amigos en los que nuestra amistad consistía simplemente en la relación laboral de nuestros padres. Hijos de concejales, militantes peronistas, personal del registro civil, dirigentes del globo, secretarias, intendentes y todos los posibles actores de la escena política de Las Heras.
Los hermanastros Pablo y Verónica serían esta vez los responsables de introducirme en el temprano néctar del agua de arroz. Interrumpiendo así mi periodo de latencia.
Las tardes eran sistemáticas y reiterativas. Verdaderos redondeles viciosos. Pablo intentaba tocarle el culo a Verónica, y ella contestaba “somos hermanos, no podemos hacer eso”. Así cada media hora, toda la tarde…
Era justo en ese instante donde me percataba de mi posibilidad no incestuosa de palpar lo que ese jogging de acetato trucho contenía dentro.
La Vero era morocha, lasherina y boca sucia. Tenía 13 años pero aparentaba de 15. Yo tenía 9 y estaba enloqueciendo. Un día mi papa no puedo buscarme por la casa de los hermanos Molina, seguramente se le habría roto la homocinética de la rural. Eso pasaba casi siempre. Por lo tanto, tuve que quedarme a dormir ahí. En una habitación de huéspedes con olor a pis de gato. El insomnio propio de esa tarde ardiente y mi temor por la oscuridad me llevó a levantarme y caminar por la casa. No recuerdo si el miedo era fingido o si realmente lo sentía, pero lo cierto es que ella se levantó. A lo que yo con un tibio puchero tartamudeé: “Me da miedo de dormir con la luz apagada”.
Fue entonces cuando Verónica, la hermana mayor de Pablo, me invitó a dormir con ella.
Una profesional… me desvistió como lo hacía mi mamá cuando era bebe y me dijo una frase que recordé cada vez que me bañé hasta cumplir 15 años: “tocame, a mi hermano no lo dejo. A vos sí.”
Agarró mis pulgares y los colocó sobre sus tiernos pezones. Me chupo la boca y me exigió que no le contara nada a nadie, mientras rasguñaba mi slip bordó.
Mi cuerpo en desarrollo brotó de placer, de preguntas y sensaciones extrañas. Esa noche fue un blues de Pappo versionado por Xuxa. Cada instante, cada planto y figura guardarían en el hipocampo de mi cabeza huellas imborrables.
En la mañana siguiente desperté, con cara de susto y hambre. Volví a casa con mi viejo en un silencioso viaje de 14 minutos. Sentía que había torturado niños, robado bancos o jugado a la copa. ¡Fueron los 6 kilómetros más largos de mi vida!
Por alguna razón que no recuerdo, no volví a verla hasta el paso de dos años, en su cumpleaños de 15. Como mujer argentina nacida en el año 1986, padeció de tener su fiesta en el 2001. Por lo que la ceremonia, fue una modesta cena a base de salchichas con salsa en su casa. No obstante, eso jugaba a mi favor. Sabía dónde quedaba su habitación y tenía especulado algún plan. No sé cuál, pero alguno.
El mismo no tardó en fracasar… Fuera cual fuera la estrategia no tendría sentido ya que a los pocos minutos llegó su novio en moto. Desde entonces desconfío de la gente en moto.
Lamentablemente, la novela de The Film Zone de trasnoche se convirtió inmediatamente en un episodio de Padre de Familia, cuando la semilla infectada de lo que años más tarde se denominaría “turro”, me miro y me dijo: “Yo sé quién sos vos. Sos el violado”.
Fue directamente proporcional el volumen de su risa con mi vergüenza existencial. Me di cuenta entonces que una de las mentiras más absurdas que existen en nuestro diccionario popular es el refrán “Una imagen vale más que mil palabras”. La traducción gráfica de ese recuerdo, habría sido hacer el amor con ropa y esa puta frase lo agravó como abuso sexual infantil.
Desde entonces deseo que aquel chico en moto hoy no tenga ningún plan social que lo contenga y que el tolueno haya deteriorado por completo sus paredes neuronales.