/La sangre y la piedra

La sangre y la piedra

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Las mejores cosas las hacemos solos, pero no podría afirmarlo a la luz de la historia, siquiera de esa faz refractaria que es la historia personal. Alta Gracia: mil años atrás (o solo poco menos que cincuenta), nosotros, un grupo de scouts apenas salidos de la falda materna, fuimos de campamento allí. En los años sesenta, cuando en América nacía un nuevo mundo, un laboratorio de nuevas artes, un futuro de nuevas senectudes. Aldous Huxley relató de esta manera el porqué se instaló en California y no en la India dado que tanto interés tenía en las filosofías orientales: «Porque hacia el fin de siglo en la India estarán fabricando automóviles, mientras que en América habrá un florecimiento espiritual.»

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El florecimiento, el bullir espiritual: los yippies (de yip, siglas de Youth International Party), entre marihuana y alcohol, organizan el Festival de la Vida, forman un cordón humano alrededor del Pentágono para «hacerlo levitar y purificar de los malos designios». Jerry Rubin, un referente de la contracultura de esos años sesenta, viaja a Cuba a encontrarse con el Che (entre otras aventuras que luego plasmaría en el libro «Do it!» (1970), publicado por la editorial Simon & Shuster: mensajes revolucionarios a través de una editorial del sistema. Más tarde, en los ochenta, se volvería yuppie (young urban professional) y en 1994 moriría atropellado por un auto).

Los yippies se definían así: «Nunca se ha visto gente más trabajadora y disciplinada, y mirá que defendemos la vagancia y la ausencia de disciplina. Somos una contradicción viviente porque somos yippies (…) Los yippies somos ratas de ciudad. En un atasco nos sentimos como pez en el agua. La izquierda reclama el pleno empleo, nosotros exigimos el pleno desempleo. Cuando lloramos reímos y reímos cuando lloramos. Para ser yippie tenés que ver la televisión en color al menos dos horas al día, en especial las noticias. Lo que los yippies entendemos por diversión es derrocar al gobierno. Los yippies somos unos farsantes, porque hacemos públicos nuestros sueños. Vengaremos la muerte del Che.» Hay una inscripción que dice, por supuesto: «¡Elvis era yippie!/ ¡Fidel era yippie!/ ¡Che Guevara era yippie! (…)» En su encuentro con Rubin, el Che le dijo estas palabras: «Vosotros, los norteamericanos, tenéis mucha suerte. Vivís en el vientre de la bestia. Estáis librando la pelea más importante de todas en el corazón mismo de la batalla.»

Una muestra de aquel desparpajo en este cruce entre un periodista y un yippie:

Periodista: ¿De dónde sacan los yippies el dinero?

Yippie: ¿Le ha preguntado al Papa de dónde sacó su anillo?

Pero todo esto es historia. Casi cincuenta años después vuelvo a Alta Gracia, esperando encontrar el lugar donde acampábamos los scouts. Me imagino una ciudad pequeña, pero ya no lo es. Cuando el ómnibus entra en la Terminal de Transportes de Alta Gracia, no sé hacia dónde ir. Abajo hay un arroyo, y cruzando el puente me encamino hacia el centro. En el camino, el cartel verde municipal: Hacia allí, visite las ruinas jesuíticas. Hacia allá (en la dirección casi opuesta), la casa-museo del Che. Me disponía a seguir rumbo a las ruinas jesuíticas, el dictado del corazón supongo, pero el corazón y los pies siguen distintos caminos y me encaminé hacia la casa-museo mientras el sol ya era una vela sobre los cerros. Los pies, la curiosidad. La curiosidad mató al gato, pero habría que ver si lo que descubrió valió la pena; en palabras de Saramago.

La casa-museo ya estaba cerrada, de modo que lo veo desde la vereda: la escultura de un niño que mira desde la baranda del porche como si estuviera pescando el río del mundo. Al costado, una llama prendida todo el tiempo. Valor de la entrada: 85 pesos. La llama de la contracultura de aquellos años todavía permanece encendida, sin embargo la Historia tiene su tiempo y después es forzada al silencio. Recordé que estaba allí buscando ese recodo de un río donde acampamos hace tiempo, pero me olvidé de ello por un momento, tratando de otear fuera de la historia personal. Después de todo, la historia personal puede traernos, con suerte, un poco de nostalgia, nada más. El pasado tiene sus dioses, sus inmortales, que han hecho algo más que vivir. Pensé que el pasado se olvida a la larga y uno deja de culparse o de alegrarse por esto o lo otro, pensé  que el pasado no te colma nunca aunque no permanezca quieto. Estar lleno de pecados y vacío de ideales, ver que la Historia ya está cerrada y vos aún abierto, hasta el último aliento, como caminando sobre la cabeza de un dragón que ha exhalado la última bocanada de fuego, porque la Historia no tiene otras intenciones que engañarte.

De a poco entorné los pasos, tal vez tuviera tiempo todavía de ver las ruinas jesuíticas, pero la noche cayó. En el camino de vuelta, la reflexión en torno a aquello que me trajo hasta aquí: ¿cómo tener ideales entonces, cuando te trazaban el camino como a cualquiera? Los ideales eran estudiar, trabajar, casarse y conocer el infierno. Punto. Y el ideal más concreto en aquellos días era que el campamento terminara pronto, volviéramos a nuestras casas y olvidáramos ya esas incómodas carpas y las fogatas nocturnas para las que estábamos horas juntando leña. U olvidar las locuras que nos encomendaba el cocinero, uno de los jefes de la agrupación, que nos mandaba a cazar mariposas y que se las trajéramos vivas, que después las echaría en la sopa para darle un sabor particular. Siquiera éramos capaces, con nuestros nueve o diez años, de preguntarnos cómo concuerda eso con una de las reglas del scoutismo: obrar bien con los animales. ¿Cómo entonces sacrificar a las pobres mariposas en la sopa (¡y encima meterlas vivas en la olla!)? No nos preguntábamos ni cuestionábamos nada, solo obedecíamos, y ahí íbamos corriendo tras las mariposas (había un hervidero de ellas en los matorrales junto al río), las poníamos en una bolsita y se las llevábamos al cocinero, que luego las soltaba, discretamente, cuando nos íbamos a perseguir más mariposas. Jamás vimos una en la sopa. Si entonces el Che Guevara hubiera estado allí, digamos pescando en ese río de Alta Gracia, seguramente lo hubiera notado y nos hubiera alertado que había algo injusto en este mundo: o el cocinero era un perverso (digamos un típico yanqui de un sistema perverso), o nos estaba tomando lisa y llanamente el pelo.

Pero en aquel momento el Che, no lejos de ese río, pensaba en cosas más importantes, en el capitalismo y las tiranías, no en las mariposas y la sopa. La cuestión es que el capitalismo y las tiranías aún existen y poco ha cambiado y poco cambiará, aunque nada ha sido en vano puesto que todo tiene su tiempo. Las mariposas, en cambio, ya no estarán y además habrán olvidado que alguna vez corrimos tras ellas, jugamos con ellas. No estarán en las páginas de ninguna historia porque la historia no les interesaba, solo les interesaba el viento de ese instante en que se escapaban de nuestras manos. Y como si encontrara un contraste para esas alas, leo por ahí que el mito del Che es más poderoso que el Che. Y lo creo.

En 2005 Fidel Castro estuvo en Alta Gracia, en la casa-museo del Che, luego una gala en el Palacio Ferreyra y finalmente despegó desde el aeropuerto de Córdoba hacia Cuba, donde entregaría el poder finalmente. Muere en noviembre de este año, como cerrando definitivamente las puertas del siglo pasado, esas pesadas puertas cubanas de vaya uno a saber qué siglo y qué madera. Caminando de vuelta a la terminal, la cuestión de los ideales sigue resonando en mi mente. Tuvimos algunos, perdimos la mayoría… Los ideales poco importan a los fines de la historia: no somos lo que quisimos ser, a duras penas lo que debimos ser – y más frecuentemente, lo que no debimos ser.

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papez

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