En los últimos años, ha tomado fuerza el debate sobre el sentido de elegir a la Reina de la Vendimia. En verdad nunca estuvo del todo claro cuáles son los criterios para elegirla. Siempre estuvo el discurso oficial de que era “mucho más que un concurso de belleza”. Pero las candidatas tenían una edad máxima, no podían tener hijos ni casarse, y en general todas pertenecían a los estándares hegemónicos.
Ahora, con la revisión que nos solicitan los lentes violetas, varios de esos requisitos quedaron en el olvido. La sociedad se está preguntando si seguir pidiéndole a las chicas que se saquen fotos en bikini (creo que todavía algunos Departamentos lo hacen), o que pisen la uva en altura con faldas cortas, donde gana la que muestra más la bombacha (ehm… no, es la que le pone más onda a bailar, obvio) no serán conductas propias del patriarcado opresor.
Como si fuera poco, las candidatas actuales tienen que responder preguntas imposibles en las entrevistas de todos los diarios, sobre si debe mantenerse la tradición (osea, si son candidatas y se prestan a las fotos con coronas y cetros alambicados, podemos suponer la respuesta) o si sería mejor que fueran representantes. Y eso nos lleva a la pregunta: ¿representantes de qué? Nunca supe de ninguna reina que fuera cosechadora de profesión. Y créanme, las he seguido por años. En detalle. Por que yo… yo quería ser Reina de la Vendimia.
Es más, era mi objetivo personal declarado. De chica leía siempre las entrevistas en la Revista Primera Fila que le hacían a la flamante soberana electa. Además, mucho antes de que la prensa fuera digital, coleccionaba los posters de todas las candidatas departamentales, escuchaba las cápsulas que salían en los cortes publicitarios en el 7 y en el 9, y luego me mantenía atenta a las actividades como “Reinas de Todo Corazón”. Obvio que iba al Carrusel y a la Vía Blanca, y un par de veces fui a la Fiesta Nacional en los cerros, y también en el anfiteatro. En todo caso, seguir la elección en la tele con el fixture en la mano, era la cita obligada de cada primer sábado de marzo. Hasta ahí, creo que era una mendocina promedio.
Pero también practicaba entrevistas en radios imaginarias, donde hablaba de la sociedad y la economía de cada departamento de la Provincia (y estudiaba para tener qué decir). Incluso cometí un delito: poco antes de cumplir 18 años nos mudamos, y abandoné Guaymallén para vivir en Capital. Para ese entonces, la reina de Capital no podía competir por el reinado nacional. Entonces, deliberadamente no cambié mi domicilio legal, para poder presentarme en el Departamento donde había vivido toda mi vida.
En fin, cuando cumplí la edad mínima reglamentaria, decidí presentarme. Según mis cálculos, tenía chances: había sido reina de la primavera de mi curso un par de veces, hablaba inglés de manera bastante decente, y había escrito un trabajo para un congreso sobre la vitivinicultura mendocina. Además, conocía de cerca la elaboración del vino porque había pasado los veranos en la finca de mis abuelos, lo que me había enseñado la angustia que genera ver nubes de granizo, el sentido de las rosas en las hileras, y a diferenciar las ricas uvas moscatel de los parrones de las insípidas y pequeñas uvas del Malbec.
La verdad es que estaba nerviosa el día en que todas las candidatas teníamos que ir a la delegación para conocernos y que nos dieran las primeras indicaciones del proceso. En parte porque temía que descubrieran el engaño de mi DNI, y en parte porque vi a las otras candidatas. Particularmente me asustaban dos: Paula, una morocha preciosa que en sus tiempos libres trabajaba de modelo, y Verónica una de las chicas más lindas que he visto. Era rubia, y medía unos 5 centímetros más que yo y pesaba unos 10 kilos menos. Además, hablaba 3 idiomas, y era amiga de la gente de una radio local que le hacía publicidad (estamos hablando de la elección de la Reina del Distrito!!! Publicidad!!). Pero bueno, ahí las cosas se hacían a lo grande.
La verdad es que no pensé que las demás candidatas tuvieran chance de ganar (porque claro, Vendimia NO es un concurso de belleza). Me cayó particularmente bien Marisol, que llegó con una amiga porque le daba vergüenza presentarse. Era la más simpática de todas, y representaba a un Barrio grande del distrito. Yo no representaba a ninguno, pero me dieron la banda de una Biblioteca Popular, y lo interpreté como un buen augurio. Aunque la verdad es que me sentía cada vez más una impostora.
En la segunda reunión, a la que llegué después de una hora en el 54, nos dijeron que Marisol había quedado descalificada porque era virreina de otro distrito (sí, una puede presentarse por más de uno, siempre que no quede primera ni segunda) por lo que la amiga representaría al Barrio. Me dio pena porque la candidata trucha me había caído bien (tal vez también por que sentí empatía por las ganas de ser reina casi a cualquier costo), pero seguí concentrada en que todos se enteraran de que yo sabía mucho de vinos, y mirando de reojo a la verdadera competencia.
En las actividades de preparación nos contaron los premios que había para la que resultara reina, nos sacaron fotos con la banda del distrito, y nos llevaron a una fábrica de sidra (¿?). Hubiera preferido una bodega, pero supongo que es bueno conocer la matriz productiva del lugar que representaría la ganadora.
Y llegó el gran día: ese para el que me había preparado tantos años. Si una sale reina de su distrito ya tiene garantizado al menos estar en el carro departamental y en el Anfiteatro. Pero además, es el primer paso para llegar a ser Reina Nacional. Como corresponde, le pedí a mi tía más fashion que me prestara uno de sus vestidos de fiesta: la genia me pasó un Dalila Tahan maravilloso. Era lo más cerca que iba a estar de sentirme la Reina Nacional de la Vendimia, pero todavía no lo sabía.
El día de la fiesta, nos citaron a todas 4 horas antes. Tuvimos peluqueras, maquilladoras y hasta nos hicieron las manos. Nos sacamos las fotos de rigor, con todas las reinas de la zona: La Reina Distrital saliente, la Reina del Centro de Jubilados y la Reina de la Mermelada.
Cuando llegamos a la plaza con el escenario, vi encantada que tenía barra. Varias amigas y familiares fueron con carteles que decían “Biblioteca” (creo que es lo más orgullosa que estuve nunca de ser tan ñoña). Me había pasado el día practicando caminar con tacos, pero aún así agradecí con todo mi corazón cuando el gaucho vino a darme la mano para subir al escenario, una vez terminado el número artístico. Aún se sentía el humo de los fuegos artificiales (¡¡fiesta de distrito!!). Mientras subíamos y dábamos la vuelta saludando a las gradas las 9 candidatas, empezó a chispear. Una vez que repartieron los votos entre los familiares de las candidatas y las autoridades presentes se largó con todo. Como sólo saben hacerlo las lluvias de verano en Mendoza. Era imposible seguir entre los árboles.
Entonces nos fuimos a la Sede de la Delegación Distrital para terminar con la elección. Yo trataba de copiarle la sonrisa a Verónica y la forma de saludar a Paula, pero ahora que lo pienso en retrospectiva, debo haberme parecido más a la Little Miss Sunshine en su acto de talento. La cuestión es que cuando empezó el conteo de votos en voz alta, algo empezó a fallar en mi plan. No solo me tocaba dar un paso adelante y saludar muy de vez en cuando, sino que las divinas tampoco se adelantaban tan seguido como todos esperábamos. De hecho, la que más sonreía (sin copiarle la mueca a nadie) era Carolina, la amiga de Marisol que llegó de casualidad a la competencia. Y ganó la corona.
En honor a la verdad, mucha gente quedó descontenta con la elección. Mi tío exigía que se recontaran los votos. Las divinas me invitaron a una foto con el título honorífico y resentido de “las verdaderas reinas”. Carolina recibía la corona y los abrazos de la reina saliente y de varias autoridades locales ignorando olímpicamente el caos. Yo pensaba que no alcanza con realmente querer algo para que efectivamente suceda, y en que la vida es curiosa a veces.
Pero el distrito habló, y eligió a su Reina para que estuviera en la Fiesta Grande de todos los mendocinos. Al final tal vez no importa tanto si se trata de un concurso de belleza o de talentos. Definitivamente hay que modificar varias de las prácticas que son claramente denigrantes para las jovencitas ilusionadas que sueñan con representar a la Provincia y su gente en el país y en el mundo. Hay que redefinir entre todos los criterios de elección. Pero mientras la elección de la reina sea el articulador de esas fiestas en todos los barrios, distritos y departamentos de la Provincia, que tanto nos llenan de orgullo, el hecho de que haya que modificarlos no significa que ya no tengan valor. Créanme… lo digo a pesar de mi más estrepitosa derrota.