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Mi odio al rugby

Yo odiaba tanto a ése deporte que me propuse hundirlo más todavía. Invertí mucho dinero para transformarme en casi casi un agente secreto encubierto, en un cheto de papis ricos, pretendiendo vivir en casa bonita y ser violento cuando ando en grupo.

Comencé comprando ropa, la más careta, ropa deportiva del club, botines de tapones profesionales de aluminio, vendas, cremas, rodilleras, muñequeras, bolso y hasta un frasco con vitaminas.

Yo tenía un amigo que ya jugaba hace años en un club y le pregunté cómo tenía que hacer para empezar a jugar allí. Sería el primer paso para infiltrarme. Gasté mucho dinero en la misión pero valía la pena el resultado, quería desenmascarar desde el mismo corazón, esa farsa que ellos pregonan, que el rugby es de caballeros.

Hablando con mi amigo, le pregunté cuales eran las condiciones para entrar, pensé que me iban a interrogar de arriba a abajo pero no, sólo me preguntó en qué año nací, me dijo — Sos clase tal, te corresponde de entrenador el Chorongo, hablá con él en el club el martes, los entrenamientos empiezan a las 19 horas.

— ¿Chorongo? ¿Pero cuál es el nombre?— Pregunté a mi amigo.

— No sé, todo el mundo le dice así, vos haceme caso— contestó.

No parecía real, no era normal un apodo así para alguien del ambiente del rugby, parecía muy grasa ése apodo, pero el martes fui y me presenté. Había como 30 jugadores, supuestamente mis futuros compañeros.

Pedí hablar con el tal «Chorongo» y uno de los muchachos me señaló a un tipo con barbita candado y cara de bonachón — Ahí está, el que está en cueros, decile Choro nomás.

Me presenté y le dije que quería integrarme al grupo. El Choro se puso contento y me dio un abrazo, él estaba sudado y me pegó todo el chivo en mi ropita nueva, me preguntó sólo mi nombre y me presentó al grupo, uno a uno pasaron frente a mí, me dieron la mano, la bienvenida y algunos hasta un abrazo.

Empezamos a trotar, poco a poco empecé a sentir el riguroso entrenamiento, ése bestial entrenamiento que hace a un rugbier tan potente y tan bravucón. Yo me tuve que salir de la práctica, estaba reventado, «ni los marines de Estados Unidos pasan por esto» me dije por dentro. Me quedé sentado y se me acercó un rubio de ojos azules de aspecto alemán, de mayor edad que la mía y me preguntó — ¿Estás bien?— Y agregó— soy Marcelo, tu otro entrenador, el entrenador de forwards.

Me dio agua y me animo a seguir, me habló del sacrificio, de la mentalidad ganadora, del trabajo grupal, del compañerismo y por sobre todo de tener confianza en mí mismo. Así pasaron dos semanas,  todavía no podía encontrar a ningún hijo de puta que anduviera de bravucón por ahí, es más, la mayoría eran nerds del Universitario Central.

Llegó mi primer partido,  el rubio alemán, el entrenador de forwards me puso en el segundo tiempo, le dije que no estaba preparado aún y con la calma más profunda me dijo— Sólo hacé lo mejor que puedas, tus compañeros te van a ayudar.

Me sentí importante y entré con más ganas, hasta clavé un try casi terminando el partido. Después del silbato final, nos juntamos en el centro de la cancha a festejar. Todos vinieron a felicitarme, me tiraron al piso entre varios y me llenaron de pasto,  yo estaba boca arriba cuando Marcelo, el rubio alemán, se me sentó en mi pecho y me dijo— Sos mi héroe.

Hicimos el tercer tiempo y antes de irnos cada uno a nuestra casa, el Choro nos recordó— El que tenga problemas con matemática en la escuela me avisa, yo los puedo ayudar.

Pasaron varias semanas y me junté muchas veces con el grupo en el centro y, para mi asombro y alegría (porque yo andaba siempre corto de guita) nunca fuimos a un restorán caro, nos juntábamos a comer lomos en la Vicente Zapata, hasta compartíamos sanguche porque no todos tenían dinero. Eran raros esos tipos, no buscaban pelearse con nadie, yo quería iniciar alguna gresca de vez en cuando pero veía que no iba a tener apoyo para eso.

Les empecé a tener cariño. Al capitán, el fachero de grupo, al que tenía todas las minas del CUC bajo su encanto, a algunos que vivían en Luján que se desviaban de la ruta para recogerme e ir a los entrenamientos y partidos, a los que luego empezaron medicina y te aconsejaban cuando uno estaba jodido.

Pasaron años y nunca encontré a ningún cabrón de esos que le hacen mal al rugby. De qué los hay los hay, pero el rugby no tiene la culpa. Los asesinos de Gesell que mataron a Fernando Báez son inadaptados que merecen pagar por cada cosa mala que hagan.

En mi misión encubierta el saldo fue negativo, no encontré lo que buscaba, pero encontré algo más valioso, la amistad y el cariño de cada uno de ellos. Dos de esos compañeros se fueron temprano, desde el cielo deben estar orgullosos de ése grupo, un grupo comandado por el de apodo grasa y el alemán. Un lujo.

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