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Micropérdidas cotidianas de la dignidad

Hay situaciones en la vida cotidiana, que no importa cuántas veces nos hayan pasado, nada nos exime de que nos vuelvan a pasar. Son micro-momentos en que nuestro cerebro entra en cortocircuito y se apaga, o que nuestro instinto de supervivencia se toma un recreo y nos manda directo al muere en confesiones innecesarias. No importa el motivo, pero nadie queda exento de vivir alguna de las siguientes micropérdidas de la dignidad:

El cartel Tire/Empuje: tengo que empezar con esta porque debo confesar que es la que me ocurre más a menudo. Tire: agarre la manija de la puerta que tiene enfrente, y haga fuerza hacia afuera, hacia su cuerpo, hacia usted. Empuje: apoye su mano en la manija en cuestión y haga fuerza hacia adentro, vuelque su cuerpo hacia la puerta, peche esa hoja de vidrio que tiene ante usted. Parece fácil, suena fácil, pero a la hora de hacerlo, indefectiblemente lo hago al revés. ¿cómo puede ser que algo tan simple me complique tanto la vida? Creo que el simple hecho de que esté ese cartelito pegado en la puerta es lo que hace que mi cerebro se confunda. Sería más fácil que no dijera nada, y al menos tendría 50% de posibilidades de hacer el movimiento correcto. Pero no, me ponen el desgraciado cartelito que me provoca una ansiedad tremenda y me tiene 5 segundos pechando una puerta que se abre hacia afuera o viceversa. Peor si viene alguien atrás y con risa burlona me abre la puerta para que pase. Chau dignidad, preferible declararme analfabeta. Bonus: me pasa lo mismo con “derecha e izquierda”. Ya lo se, tengo un problemita.

El sandwichito de jamón crudo: si algo me gusta de ir para el sur de la provincia es la posibilidad de pasar por el Salto de las Rosas y parar a almorzar alto jamón crudo, o quién no también en Tunuyán, en el famoso Gallego. No hay fiambre más rico para mí que un buen y saladito jamón crudo, pero siempre, sin excepciones, al darle la mordida al pan casero que envuelve a la feta de jamón, sucede lo mismo: te queda el hilo de grasa que no quiere cortarse entre los dientes, y vos tirás y tirás, tratás de disimular la fuerza que estás haciendo para lograr que se corte, se te empieza a desarmar el resto del sandwichito, terminás tironeando para ambos lados, hasta que se corta, y te queda colgando por fuera de la boca, y empezás con los dedos a enroscar la tirita de grasa para llevarla a tu boca. Y ahí te preguntás si vale la pena esa micropérdida de dignidad por un bocado de embutido de cerdo. Y la verdad, que sí, la vale. Por eso seguimos sometiéndonos a ella cada vez que podemos.

El visto automático: a quién no le ha pasado estar tranquilamente en proceso de, no digamos espiar, digamos contemplar la foto de perfil de whatsapp de la persona de nuestro interés de ese momento, por mera curiosidad y de forma excepcional, sin que esto sea realizado varias veces al día (ponele), y de repente aparece la palabrita “escribiendo” y a uno no le alcanzan los dedos para salirse de la foto de perfil, de la conversación y del whatsapp en general, pero como ese “escribiendo” era nada más que un “hola” no alcanzás a salirte, y se marca el tilde azul automáticamente antes de que vos puedas siquiera intentar disimular que estabas ocupada hablando con alguien más, de manera tal que el maldito visto te delata sin piedad ante el objeto de tu interés, a quien ya no le queda la mínima duda de que estás hasta las manos.

La farmacia y el discreto farmacéutico: hay cosas muy delicadas para ir a comprar a la farmacia, desde productos de venta libre llámense forros, toallas femeninas/tampones, test de embarazo, pastillas del día después, y demás, a medicamentos recetados para afecciones varias tales como hongos vaginales, diarrea, disfunción eréctil, alopecia y demás. La cuestión es que cuando uno va por alguno de todos estos productos, espera que la farmacia esté lo más vacía posible, o al menos que le toque un farmacéutico discreto, pero no, como todo en la vida, mientras mayor es la expectativa de uno, más contraria es la realidad. Y ya ni siquiera dependemos del farmacéutico, resulta que ahora conocidas cadenas de farmacias tienen en la línea de caja la pantallita de productos que llevás mirando hacia el público, con lo cual toda la fila que te acompaña, si no alcanza a escuchar al farmecéutico preguntar a viva voz ¿cuánto sale esta crema antihongos? Puede leelo con total tranquilidad en la pantallita… tierra tragame, pedacito de dignidad, te voy a extrañar. Sí señora, estoy comprando un test de embarazo, y mi cara de pánico es porque técnicamente hace 4 semanas vine a esta misma farmacia a comprar las pastillitas anticonceptivas, por lo cual, ¡¡¡no entiendo por qué no me vieneeee!!! (Micropérdida de dignidad, y macrocrisis de nervios).

El pedito inoportuno: no hay forma fina de desarrollar este apartado, resulta que a veces uno se encuentra en un espacio público, ya sea en el micro, en una reunión de trabajo, o sencillamente en el baño del trabajo, que tiene 3 bañitos en uno, y en el que se escucha todo lo que acontence en los baños aledaños, y el cuerpo quiere expulsar algo de gas metano y no está dispuesto a esperar a que estés solo. Y ahí tu mente empieza a barajar las opciones que tenés, que básicamente son escasas, o te parás raudamente esgrimiendo cualquier excusa poco creible, o te arriesgas y dejás que salga lo que tu cuerpo pide a gritos, suplicando que sea uno silencioso y no alguno de esos estridentes que heredaste de tu padre. Y decís, bueno, más siiiiii… nadie lo va a notar. Pero no, la pifiaste, no sólo fue uno estridente sino que fue tipo Chavo del Ocho, cuando todo el mundo hizo silencio, y si lo notaron. Tierra tragame, olor vete de este cuerpo, jefe, no me despida! De lo que te tenés que despedir es de otro gramito de dignidad. No te hagas problema, a tu jefe también le ha pasado.

La caída pública: como última situación, aunque no menos importante ni reiterada, dejamos la caída pública. Vas caminando, pleno centro, apurado y pensando en otra cosa, y de repente te sentís en el aire, literalmente. Una baldoza suelta, un escalón que no viste o la suela de tus zapatos nuevos en el piso mojado fueron los causantes de que ahora, en esa milésima de segundo, estés revoleando tu dignidad junto con el resto de tu cuerpo por el aire. Y no importa cuán rápido te levantes, el daño ya está hecho, tus rodillas tocaron el piso, tus manos se desparramaron por el suelo, y tus colores migraron de rosa a rojo fuego en escasos segundos. La gente paró su desfile rutinario para verte, para observar con una mezcla de preocupación y sorna al desafortunado de turno que le tocó caerse hoy. Y te parás, te sacudís, y seguís tu camino. Sabiendo que dejaste otra vez, y sin poder evitarlo, un pedacito de dignidad en la última baldoza.

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