-Tengo el corazón destrozado. ¡No puedo más!
-¿Qué pasó?
-Tengo la sospecha de que mi novia me engaña…
-Pero si vos no tenés novia…
-Es un tecnicismo. Salimos, la pasamos bien, nos reímos…
-Nosotros dos también, y eso no nos hace novios.
-Sabes a lo que me refiero. Hasta conozco a su familia, y ella a la mía…
-Igual que nosotros…
-Lo que más me duele es que no me lo dice. ¡Simplemente se cortó! Está distinta, fría, distante…
-¿Preferís que te confirme lo que vos sospechas, así tendrías la certeza de que estas en lo correcto? ¿Eso te haría sentir mejor? ¿O preferís que te diga que no ve a nadie más, aunque seguro no le creerías…?
-Solo quiero que vuelva a ser la dulce chica que estaba conmigo y que me ayudaba a salir adelante cuando el mundo se me venía abajo…
-La necesitas. Todos necesitamos a alguien. La pregunta es: ¿Le das razones para que ella se quede a tu lado?
-¿Qué querés decir?
-Vos me entendés. No podés obligar a que alguien se quede con vos. Que dependas de ella no es un argumento válido. La decisión siempre será de ella. Lo que vos tenés que hacer es poner las cartas sobre la mesa, ofrecerle razones para que ella te elija…
-¿Y si aún así no me eligiera?
-Perdés en un plan honesto, habiendo dado tu mejor batalla. Quedás con la conciencia tranquila sabiendo que hiciste lo que pudiste y ella no lo valoró, o necesitaba otra cosa. La vida siempre da revanchas y quizás te recompense de alguna manera, en el momento en que menos lo esperes…
-¿Por qué mierda siempre tenés razón?
-¿Quién dice que tengo la razón? Vos me preguntas lo que pienso y yo solo te doy mi opinión. ¿Te sentís mejor?
-No, no mucho… Pero gracias por intentarlo.
-¿Qué me vas a pedir ahora?
-¡Un cuento!
-No sé contar cuentos…
-¡Dale! Sos el mejor escritor que conozco… debes tener mil historias en la cabeza…
-Gracias por el piropo, pero escribir no es lo mismo que hablar… Aunque ahora que lo mencionas, quizás tengo una historia que podría arrancarte una sonrisa… Le pasó a un amigo…
– A ver…
Era una calurosa noche de Noviembre. Le pedí permiso a mi viejo y me llevé el móvil. Pasé a buscar a unos amigos…
-¿Tu viejo te prestaba el móvil?
-No, pero no voy a empezar la historia diciendo que secuestré una patrulla de la policía. Vos hacé de cuenta que me crees y dejame seguir…
-Ok…
Fui a buscar a unos amigos para dar una vuelta por la ciudad. Tenía solo dos uniformes, así que uno de nosotros se quedaría en el asiento de atrás pero, para que no se perdiera la acción, lo hicimos vestirse de traje, entonces seriamos dos policías y el oficial superior que nos guiaba en nuestro primer patrullaje. Encendíamos la sirena por cualquier motivo, le decíamos a los autos que se pararan y después acelerábamos. Lo sé, suena infantil pero al menos la pasábamos bien sin depender del alcohol. Uno de mis amigos, el que estaba uniformado junto conmigo, era el más caradura de los tres. Él se bajaba en cada restaurante a corroborar que estuviera todo en orden (no es difícil aprender el vocabulario técnico policial, solo hay que adornar las frases más comunes con palabras elegantes para hacer que la gente nos vea como superiores). Recolectamos pizzas, hamburguesas, un lomo que estaba bastante crudo y parecía hecho de mala gana (volveremos porque según nuestro paladar, allí se infringían numerosas leyes contra los ciudadanos civiles), helados y hasta algunos libros y revistas que nos dieron unos buenos extranjeros, todo con tal de colaborar con la nueva biblioteca policial. También conseguimos algunas drogas en el hospital. Yo me puse algo nervioso porque no sabría explicar para qué querríamos morfina en la comisaria, pero ahí se encuentra el valor de no tener vergüenza, mejor dicho, de tener un amigo que no la tenga. Mi otro amigo, pese a haber solucionado el tema del disfraz y la caracterización, era bastante tímido y, aunque siempre tuvo como sueño viajar en un móvil de la policía, no quiso bajarse del asiento trasero, quizás por vergüenza, quizás porque le carcomía la conciencia el hecho de saber que estaba haciendo algo ilegal o tal vez era solo que se delataría ante el primer tropiezo. Nos divertíamos, rompiendo la menor cantidad de leyes posible. Entrando al parque vimos una camioneta que se movía bruscamente. Las opciones eran o que había una pareja teniendo sexo, lo cual era molesto porque seguramente el tipo, perdón, el sujeto no quería pagar un telo, mejor dicho, un hotel alojamiento para su mujer, y así no se la trata a una dama… La otra opción, no la recuerdo, porque me quedé pensando en que podría haber sido perfectamente una fantasía de ella el querer hacerlo en una camioneta, en el medio del parque, a la luz de la luna (la cual no había en esa noche, pero sí muchos mosquitos) y con el riesgo excitante de que llegue la policía y los atrapara, lo cual no era para nada excitante, y fue justamente lo que quería enseñarles. Mi tímido amigo no quiso bajar, como de costumbre, así que yo asumí el papel de policía malo y mi desvergonzado, pero útil amigo, el del bueno. Antes de golpear la puerta y ordenarles que parasen, nos asomamos a ver por la ventanilla. La mujer estaba arriba del hombre, él sin camisa, intentando desprenderle el corpiño a ella. Desde la ventanilla del conductor, mi compañero me hacía una seña de que esperáramos a ver qué atributos portaba la chica. Los segundos pasaban y la torpeza del hombre ante el corpiño, que ya debería haber sido eliminado de la escena hacía rato, me empezaba a alterar… En el móvil había quedado mi temeroso amigo, ese que siempre disfrutó de los pequeños placeres de la vida, aunque solo de los que eran legales. Le preocupaba hacer algo mal y que el mundo se enojara con él. Trataba de hacer las cosas correctamente, tanto en el trabajo como en su vida personal y amorosa. Quizás, sentía que cualquier tropiezo lo haría caer y no sería capaz de levantarse por sí solo, por eso siempre me mantuve cerca de él. Tenía miedo de quedarse solo, por eso su novia lo hacía sentir querido. Era una buena chica, aunque tenía algunos pensamientos retorcidos, en cuanto a lo sexual, y eso a él lo intranquilizaba. Cualquier pequeño cambio sacudía su vida y lo hacía perder estabilidad. Ella lo engañó un par de veces, pero nunca de forma sentimental, y fue por eso que él la perdonaba. A veces, cuando me lo contaba, notaba que él sentía en su poder una carta para salir gratis de la cárcel, un crédito para poner un pie fuera de los límites morales que establecen una relación, y a su vez, le daba miedo usarla, mejor dicho, las consecuencias que traería dar ese paso. Quizás esa noche tendría su recompensa… Mientras nosotros perdíamos de a poco la paciencia por la inhabilidad de un hombre ante un inocente corpiño, una dama de la noche se acercó al móvil. Ambos la vimos y preferimos no intervenir, le soltamos la mano a nuestro amigo, solo para dejar que se defienda solo, tome riesgos y sea parte de la diversión. Esta señorita, dueña de una silueta formidable y una voz profunda, pidió ayuda porque, al parecer, unos sujetos la perseguían, y no con intenciones de hacer uso de sus servicios, o mejor dicho sí, pero no de pagarlos. Mi amigo la dejó subir al móvil, argumentando que allí estaría más cómoda y segura. Se presentó como el Comisario a cargo de nuestras prácticas profesionales. Ella, quizás sabiendo de sus mentiras, lo dejó continuar. Él fue inflando el pecho y haciendo más impresionante su historia. Tanto fue así que se ganó a modo de gratificación por ayudar a una dama en peligro, un poco de sexo oral. Él titubeó, y hasta se le quebró la voz al decir que no era necesario, pero ella no se detendría y, antes de darse cuenta, ya se encontraba en posición. Era buena, tanto que en un par de segundos, él perdió por completo la vergüenza y la noción de lo que estaba ocurriendo. Ese era el momento que estaba esperando, el que merecía y el que era justo disfrutar porque se lo había ganado en buena ley… Sus pechos eran hermosos, (¡valió la pena la espera!) Él los acariciaba y luego empezó a amasarlos. Los apretaba con desesperación y brutal torpeza. Algo hacía claramente mal porque ella parecía incomoda, un poco molesta. Esa fue mi señal. Golpeé el vidrio y ambos se sobresaltaron. Ella se cubrió, él abrió la puerta y sin vestirse, tartamudeó una disculpa que no nos convenció en lo absoluto. Yo abrí la puerta y ayudé a esa bella señorita a vestirse. Inconscientemente, invertí los roles y mi compañero parecía feliz con eso. Le dije que todo estaba bien, que no habría de qué preocuparse y que lo denunciaríamos por violación (¡las cosas que uno hace por robarle un abrazo a una hermosa mujer!). El hombre no parecía entender la situación, pero tampoco mi amigo le daba tiempo para pensar. Le torció el brazo y le pellizcaba las costillas repitiéndole absurdamente que usaríamos todo en su contra y que de nada servían sus contactos en el poder judicial. Mi mala vista a veces me traiciona pero creo haber reconocido una lágrima caer por su mejilla. Eran dos manzanitas que merecían caricias y besos, y más aún cuando tomaban ese color rojo vergüenza… En el medio de la excitación, mi amigo metió la mano por debajo de su falda. Era lógico, debía recompensarle su buen trabajo con algo de placer a ella también. La sorpresa la marcó el hecho de que encontró genitales masculinos en aquella zona, o pudo haber sido que la señorita (debería empezar a usar comillas a partir de ahora) levantó su cabeza, su voz se naturalizó más gruesa y preguntó si quería un cambio de roles ahora. La cara de mi amigo se desfiguró y pegó un alarido casi novelesco. Es trágico, pero no puedo contener la risa en esta parte de la historia…
-¡Infeliz!
-Regresamos al móvil tan pronto como pudimos, dejando nuestra propia actuación a la mitad, justamente porque un deber real nos llamaba. Yo mismo saqué del auto, con toda gentileza, a la “dama”, le agradecí el rato que le había hecho pasar a mi amigo, pero no pude evitar que le gritara que era un homosexual reprimido, y que nunca más volviera a su territorio. Intentando mostrarnos preocupados, y tratando de contener nuestras risas al mismo tiempo, subimos al auto y aceleré para salir de allí. Mientras uno se reía a más no poder, el otro estaba entrando en un shock. Yo traté de calmarlo aunque parecía no escucharme. Solo atinó a contarnos la historia como para excusarse, y mi amigo, calmando un poco sus risas, le aclaró que no había nada de malo en que un travesti le diera un poco de sexo oral. Al menos había sido gratis… Rompió en llanto de nuevo y nosotros nos reíamos por lo bajo, quizás imaginando la cantidad de veces y en las situaciones en que contaríamos esa historia… ¿Ves? ¿Y vos pensás que un simple ataque de celos infundados es la muerte? Hay gente con peor suerte…
-No podés ser tan cabrón, ¿siempre me vas a echar en cara lo que pasó esa noche?
-¿No te sentís un poquitito mejor?
-¡Sabes que no me gusta recordarlo!
-Tenés razón, no funciona… Vamos a comer un pancho, yo invito.
-¡Infeliz!
Escrito por Damian Vecino para la sección: