Hacía tiempo que venía de cuarentena, casi sin darme cuenta de ello. Puede que se haya tratado de una cuestión cósmica (los que vemos el cielo, buscando respuestas a las preguntas más recónditas, a veces entendemos el silencio y la soledad como momentos necesarios del devenir de los tiempos). También puede que se haya tratado de una casualidad, porque no todas las soledades tienen que ver con necesidades concretas ni todos los silencios son la respuesta a algo. A veces el autoaislamiento es casi una herramienta a la que inconscientemente recurrimos para encontrarnos con el espacio interior desde donde nace algo que no se puede describir con las palabras.
Lo cierto es que venía de un tiempo de cansancio, de aturdimiento, de confusión, turbulencia y también, por qué no, de abulia. No me presioné ni me exigí porque en química (o física, no recuerdo) aprendí que los elementos tienen su estado de reposo. «Después de la tormenta siempre llega la calma…» dice una canción de Alejandro Sanz que, supongo, responde a algún proberbio anónimo o ancestral. Eso me recuerda a mi bisabuela Catalina con quien solía mantener algunas charlas reveladoras. Ella tenía casi noventa años cuando yo tenía unos veinte, estaba medio ciega y medio sorda, parecía perenne en un mundo paralelo la mayor parte del tiempo. Yo creo que eso era una cuestión de conveniencia porque solía despacharse con frases en alguna reunión familiar en la que todos hablábamos al mismo tiempo mientras el olor a tuco inundaba la cocina de mi nonna Felisa y los tallarines caseros sobre la mesa se aireaban para ir a la olla con agua hirviendo. En esas frases que dejaban en silencio el gentío de nietos y bisnietos nos quedaba claro que la nonna Catalina escuchaba más de lo que parecía. Por eso yo solía tener algunas charlas a solas con ella. No sé si me veía claramente a través de sus gafas con un aumento que hacía enormes los ojos celestes de la gringa que le había robado el corazón al nonno Antonio y le había hecho engendrar diez hijos. Algo debía saber de la vida, la nonna. Así que yo me iba a pasar unos días a Luján cuando ella estaba en la casa de mi nonno Victorio. Me ponía a conversar como si se tratara de una charla conmigo misma porque ella rara vez decía algo aunque no tengo dudas de que me escuchaba perfecto. Sin embargo, una vez habló y, con los años, entendí que era su legado especialmente para mí: «Todo llega a su tiempo, hay que saber esperar». Yo le hablaba de novios y casamientos. Supongo que ella hablaba de la muerte.
La muerte le había llevado a una hija embarazada (la más bella de los diez, contaban los hermanos); también le había llevado al marido siendo ella muy joven; le había llevado a otra hija por el camino que sólo conoce el Alzheimer, le había llevado una parte de su vista y su oído y, aunque se valía por sus propios medios, un día también decidió darle a la muerte su casa y su espacio porque los hijos consideraban que ya no estaba bueno que viviera sola.
Ella vivía un poco en ese aislamiento rodeada de gente; en ese intermedio, antesala, preludio de lo ineludible que esperaba como habría que esperar a cualquier novio que prometiera estar siempre a nuestro lado.
Todos mis abuelos me enseñaron sobre la vida, el tiempo y la muerte. Ellos, los abuelos, tienen ese no sé qué, esas cabezas blancas que animan respeto, escucha, claridad de pensamiento; esa voz pausada; ese decir concreto; esa mirada lenta y luminosa.
Vivieron gran parte de la vida entre guerras, sin medios de comunicación, sin trabajo regulado, sin hipermercados, sin shoppings, sin cines, sin bancos. La vida era un transcurrir de días y noches que a veces acompañaba la radio o un vinilo en el tocadiscos. Desearía escucharlos porque seguro estarían muertos de risa viéndonos vivir la vida cómo es: en casa, con lo necesario, sin apuros, sin odiseas salvajes de competencia estresante, sin más psicofármaco que un té de tilo y manzanilla con un chorrito de leche tibia y miel cuando llega el insomnio.
¿El mañana? Llega cuando canta el gallo al alba y se dispone con mate cocido y tostadas recién hechas, untadas con alguito de manteca (si había) pero seguro con la mermelada hecha con los damascos del árbol al lado de la acequia. Y el día seguía entre los malvones y los aloe vera, entre el parral y la piecita de las herramientas, entre el cortar leña para el calefón y la cocina, entre lavar ropa a mano y tender a la buena voluntad del viento y el sol.
«¿Qué cuarentena?» diría mi nonno Luis, que se comió más de cuarenta días en un barco que lo trajo a estas latitudes con sus hermanos, a buscar tierra fértil y cielo sin aviones bombarderos. Lo mismo preguntaría su madre, la nonna Luisa, que no pudo desembarcar en Buenos Aires porque tenía conjuntivitis y tuvo que esperar en Brasil que la pudieran buscar a cambio de una cantidad de dinero, porque la corrupción y el colador en las fronteras son más viejos que el Martín Fierro. «¿Qué cuarentena?» diría mi nonno Victorio que vivía contando los días entre la poda y el germinar de los sarmientos. Y ni hablar de mi nonna María, que cruzó el Atlántico y no volvió a escuchar la voz de sus padres y la comunicación con sus hermanos era por cartas remotas que demoraban más de un año en ir y volver. Mi nonno Luis era anarquista y terminaba las discusiones políticas rascándose la pelada primero a medias y luego completa por la quimioterapia, maldiciendo a Perón y Evita y murmurando: «no entienden nada». Y no, no entendemos nada.
Por eso, cada tanto, me doy el tiempo de volver a escucharlos, a mirarlos, a vivirlos en mi memoria como si volvieran a repetir esas frases como mantras que me guían, me consuelan, me calman.
Quizás estoy más cerca de ellos que de mis vecinos, y bueh… Quizás mis vecinos tienen también a sus propios recuerdos dando vueltas por la casa a la que nadie entra. Los abuelos no deberían ser eternos, lo son. Cada uno con sus frases, cada uno con sus formas, con su ideología, con su historia. En honor a ellos es que vivo de tal manera que cuando me lleguen los nietos, pueda contarles más sobre la vida, el tiempo y la muerte de lo que soy capaz de contar ahora sin citar a mis ancestros.
¿Qué cuarentena? «La del alma, m´ija. Cálmese un poco, tome un té, mire el cielo, escuche los pájaros y sienta el viento. Ahí en el patio están todas las verdades que no va a encontrar nunca más allá de la vereda y en la almohada hay un amigo que la escucha más que los otros que también tienen su almohada. No sea boba, apague la televisión y viva en serio, deje que su cabeza descanse y el corazón se le hinche. Haga un pacto con uste´ misma y capitule en la frontera de hostilidades impuestas por los demás. Hay guerras que no vale la pena pelear y hay soldados que pelean desde la resistencia pacífica porque lo único que tiene de verda´, es la fuerza de voluntad y lo único que le pertenece son sus pensamientos. Uste´es libre, soberana y dueña aunque le digan lo contrario, aunque le hagan creer que está muerta, que es un número y que no cuenta. No siga las noticias, siga la poesía y los poetas, esos que dicen `se hace camino al andar´ y `vuele bajo porque abajo está la verdad´».