/Renato Flores, el Jilguero de Pompeya

Renato Flores, el Jilguero de Pompeya

Episodios del pasado, pequeños segmentos
del tiempo transcurrido, algunos, al recordarlos,
ayudan a seguir y reír…

Un domingo de octubre, allá por el año 1983, Camilo, mi hermano menor, nos invito a almorzar a mi señora y a mí, me pidió que llevara la guitarra ya que el padre de Benito Flores, quien se hacía llamar Renato Flores, el Jilguero de Pompeya, ostentaba ser un gran silbador e iba a asistir al asado dominguero.

—Posiblemente necesite un instrumento de acompañamiento— me dijo.

La casa de Camilo, situada en el barrio porteño de Palermo Viejo, era un caserón antiguo, de paredes altísimas, con un patio lleno de malvones en latas y algunos rosales plantados en inmensos macetones.

En este lugar se armaban las mesas con caballetes y se realizaban casi todos los domingos grandes comilonas, por lo general asado, ya que mi hermano era un eximio asador y disponía de una gran parrilla. Más de 20 personas asistían a estos almuerzos. Camilo hacía las compras y después se dividían los gastos entre todos. Luego del postre guitarreábamos y se jugaba al truco con los invitados, y también con vecinos que se agregaban después de comer, convirtiéndose este hogar familiar en un verdadero club social.

Llegamos al mediodía, cerca de la una, y en el momento de los múltiples abrazos y besos, se escuchó ladrar al Guay en el zaguán advirtiendo la llegada del susodicho silbador y su hijo.

Entró a paso firme y con autoridad, cual Napoleón triunfante, se detuvo frente al anfitrión y a viva voz se presento:

—¡Soy Renato Flores, también conocido como: el Jilguero de Pompeya!

—¡Su humilde servidor! — Luego lo abrazó.

Zapatos marrones prolijamente lustrados, pantalón azul obsesivamente planchado, camisa blanca almidonada con los botones desprendidos hasta la mitad del torso, para que luciera un inmenso crucifijo propio de un Papa y no de un simple creyente. De piel blanca lechosa y manos como de porcelana por tanto cuidado, lucía un grotesco anillo de plástico colorado que simulaba ser un rubí. Ojos claros, baja estatura, panza exagerada, bigotes bien finitos al estilo futbolista de los años 50 y un peluquín desteñido por los años, de color rojizo arratonado que contrastaba con los pelos reales de los costados y volvía al conjunto un verdadero quincho psicodélico.

Este dandi de cuarta categoría, de unos 70 años y viudo, era según su hijo un mujeriego empedernido y ávido lector de temas esotéricos. Sin que nadie se lo indicara, tomó asiento en la cabecera de la mesa y se puso a fumar usando una boquilla negra que mordía constantemente acumulando saliva visible entre sus labios.

Era sorprendente verlo tomar; en la picada ya se había bajado un pingüino de vino tinto él solo.

Concluido el almuerzo y con un pedo avanzado muy visible en su rostro, el Jilguero de Pompeya empezó a mostrar la hilacha. Se levantó del banquito y a modo de líder popular, entre otras barbaridades expreso:

—La mujer fue hecha por Dios para que sirva al hombre. ¡Y ahora se hacen las loquitas!

—¡Yo, Católico Apostólico Romano, reimplantaría la inquisición para quemar a todos los zurditos ateos! —y como si esto fuera poco se le dio por el humor, sin importarle la presencia de jóvenes y niños, deslizó un grotesco repertorio de rimas tales como:

—Moraleja moraleja ¡me vine abajo como pinchila vieja!

—Mondongo mondongo ¡agachate que te la pongo!

Y un aro aro que decía:

—¡Una gorda se sentó arriba de una maceta, y con la raya del culo, leía una receta!

Y para concluir:

—Mandarina mandarina ¡qué lindo culo el de la madrina!

Mi hermano, viendo que los invitados estaban próximos a realizar un linchamiento, en voz alta me dijo:

—¡Valentín, traete la viola! Hacete con Belén algunos temas.

¡Así cantamos todos!

Con mi señora hicimos canciones de rock nacional y otras de folclore que todos entonaron, todos menos uno, Renato Flores, que miraba el piso y sonreía como diciendo….

—¡Qué hago yo aquí! Esto no es de mi nivel.

Harto de perder protagonismo me pidió la guitarra. A modo de bombo se la puso con la tapa trasera para arriba sobre sus piernas y dijo:

—¡Querido público presente, voy a ejecutar, usando la guitarra como percusión, una zamba de mi autoría titulada «Zamba de mi esperanza»!

Ante tamaña mentira, el mal humor reinante entre los presentes, que ya eran más de 40 con los vecinos, empezó a formar una nube de vapor que anunciaba una terrible tormenta…

El Jilguero comenzó «su zamba» golpeando con entusiasmo a la pobre guitarra. Producía un ritmo que nadie entendía. No se sabía si era un foxtrot o una rumba flamenca. La falta de sincronización era total y de pronto comenzó el silbido… ¡Ay ayayyy! ¡Qué hijo de puta!

Más que un jilguero era una gata en celo que se la estaban poniendo, un verdadero horror, un niño que recién aprendiera a silbar lo hubiera hecho mejor. Se necesitaba una imaginación sublime para saber que eso era una zamba.

Terminada la «obra», el silencio era propio de un cementerio cerrado, y este nefasto ser creyó que se debía a la educación y admiración de los concurrentes. Me acerqué a mi hermano y le pregunté al oído:

—¿Nos está tomando para la joda? —y a modo de respuesta se encogió de hombros.

Para continuar con el martirio a los oyentes, el Jilguero expresó:

—Voy a interpretar un chamamé histórico perteneciente al padre del folclore argentino… ¡Don Atahualpa Yupanqui! Para ustedes: ¡Km 11!

—¿Atahualpa Yupanqui compuso Km 11?

Nuevamente empezó con un golpeteo irregular pero más rápido.

Mientras lo hacía miraba al público como diciendo: ¡Escuchen al capo!

A todo esto, su hijo Benito, presenciando semejante quemazo histórico, fingió estar descompuesto y se encerró en el baño. Cuando terminó el «chamamé de Atahualpa» enganchó con la tan conocida melodía de La cucaracha. De a ratos silbaba y de a ratos cantaba con una voz agudísima y horriblemente desafinada… La cucaracha, la cucaracha… Hacía una larga pausa y la continuaba silbando para sorprender al auditorio, pero la imagen era aún más lamentable y denigrante.

Terminada esta grotesca interpretación, entró mi vieja y su amiga Camelia Szalai, húngara de nacimiento y argentina desde los 8 años. Venían a la tertulia dominguera con sus correspondientes paquetes de masitas para la tarde de mates, truco y Fernet. Al ver a la europea, el Jilguero de Pompeya quedó con la boca abierta. Extasiado por tan abrumadora belleza, la invitó a que se sentara a su lado, Cupido no le tiró una flecha… le tiró una bomba molotov al viejo baboso.

Una vez sentada, el silbador la miró fijamente y le recitó:

—¡Tus ojos son dos faroles que iluminan el camino… el camino del amor!

La húngara lo observó con una sonrisita como diciendo: —¿Qué te pasa, boludo?

Camelia era una mujer extraordinaria, súper solidaria y contestataria con la gente humilde del barrio, mantenía muchos perros callejeros y si a alguien había que recurrir para solucionar un problema, era a ella. Reservada, de poco hablar, con dos hijos ya grandes de padres desconocidos, casi toda su vida se ganó el pan trabajando de trapecista y equilibrista en un circo argentino que deambulaba por todo el país.

Rubia, de baja estatura, tetas inmensas, culo enorme, pero bien firme, ojos azules, cara redonda y con unas piernas y brazos que el mismísimo Sansón envidiaría; una verdadera vitrina muscular. Según mi primo Vicente: —La típica vieja Pecheche—, eso sí, no la hagás enojar, un maremoto era agua de pozo al lado de su furia. En esta oportunidad había asistido con un vestido bien ajustado al cuerpo y súper corto, haciendo resaltar su particular anatomía. Tengo que mencionar también su varonil forma de expresarse tanto física como verbalmente.

Volviendo al silbador, locamente excitado con la rubia, éste le dedicó su última ejecución artística que consistía en imitar pájaros.

—¡Primero voy a reproducir el canto de un jilguero, a quien debo mi nombre artístico, luego seguiré con nuestra querida torcaza y para terminar…¡con el maravilloso benteveo!

Y comenzó la tortura auditiva, esta abominación de lo putrefacto empezó a emitir sonidos propios de una hiena y no los de un noble pájaro como el jilguero. Hizo una pausa y siguió con la torcaza, haciendo exactamente lo mismo, y para rematarla concluyo con el benteveo emitiendo sonidos semejantes a eructos y agregando un movimiento de brazos hacia los costados simulando el volar de dicho animal. A modo de epílogo se puso a gritar:

—¡Bicho feo….Bicho feo!

Y terminando este papelón, expresó con voz dramática y de pie:

—No todos tienen la dicha de la belleza. Somos pocos los afortunados…

Este reptil libidinoso después del aleteo y su filosofía egoísta, se sentó en el banquito de plástico blanco y mirando a la húngara le pregunto:

—¿Te gusto rubia?

Y sin medir consecuencias introdujo su mano peida entre las piernas de la ex trapecista…

No me gusta jurar, pero doy mi palabra de honor que lo sucedido fue cierto, en menos de un segundo la rubia se paró disparando un derechazo al ojo izquierdo del silbador de Pompeya que al hacer impacto se escuchó un crujir de huesos y líquidos. Acto seguido sacó un gancho de zurda que dio en la mandíbula con la fuerza destructiva de un misil nuclear levantando al jilguero enamorado medio metro del banquito, haciéndolo caer como bolsa de papas entre los malvones.

Tras el vuelo, el peluquín quedo enganchado en uno de ellos, dejando al descubierto una pelada asquerosa llena de escamas, cuyo recuerdo me da asco.

No hizo falta contener a la rubia, ya que se retiró retrocediendo cual boxeador victorioso. Y gritándole dijo:

—¡Andá a tocar a tu hermana, viejo del orto!

Y agarrándose la vagina con las dos manos, al mejor estilo barra brava de Boca, exclamó:

—¿Porqué no me tocás ésta a ver si silba…?

Inmediatamente se produjo una explosión de júbilo entre los presentes, incluso la quisieron izar en hombros, pero Camelia no lo permitió.

Al escuchar semejante griterío, Benito salió del baño y viendo a su padre en el suelo sin rastros de vida, gritó:

—¡Qué te hicieron!

Se puso en cuatro patas al lado del jilguero silbador y apoyó su oreja en el pecho. Después de unos segundos alzó la cabeza y gritó:

—¡Está vivo!

Al escucharse esto, la desilusión que expresaban las caras de los presentes era imposible de disimular. Entre varios trasladaron al jilguero a una habitación, lo acostaron y le pusieron una bolsa con hielo en el ojo izquierdo que ya empezaba a taparse con el hematoma violeta producido por el sopapo ejemplar que recibió. Mi hermano llamó al compositor de huesos del barrio, quien le acomodó la mandíbula. Pasadas dos horas del suceso, el Jilguero de Pompeya empezó a recobrar el conocimiento, hablaba en forma muy extraña, totalmente incomprensible, y aquí está lo más raro de esta violenta anécdota. Intrigados por las enigmáticas palabras que balbuceaba llamamos a Rosendo Elpidio Paredes, dueño del conventillo de la calle Gorriti y, según sus amigos e inquilinos un verdadero erudito en lenguas perdidas. Cuando escuchó delirar al silbador afirmó:

—He aquí un caso extraordinario, sin precedentes. Este sujeto está hablando en un dialecto alemán del siglo XII.

Al rato llegó el taxi que habían llamado, y a duras penas pudieron sentar al receptor de los dos bombazos en el asiento trasero.

No tuvimos más noticias de él ni de su hijo Benito, hasta que nos enteramos que éste se había ido del barrio.

Pasaron treinta y seis años… Todavía se recuerda el épico acontecimiento. El tiempo le fue agregando condimentos y otras yerbas.

Por ejemplo se decía que la rubia húngara había sido un exitoso púgil de lucha libre convertido luego en travesti. Algo totalmente falso, pero que le agregó más pimienta al místico episodio.

Y aquí termina mi relato, que es un simple homenaje a nuestros bellísimos personajes barriales, simples y divinos como malvones en latas.

FIN

Dedicado a: Chuny Pizarro, Juan Filas, Martín Filas y Manuel López de Tejada.

Escrito por Daniel Chajá Filas en junio y julio de 2019 | Mendoza – Argentina

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