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Semana Santa: La Inocencia

 

Tenía 17 años, cursaba mi último año de secundaria. Una adolescente, más ganas de experimentar que estudiar. Quinto año, el viaje de egresados, la fiesta, el vestido, el after, la previa, etc. Y sobre todo, las hormonas. Empezás a mirar con otros ojos a tus amigos y decís: ¿ A quién me voy a curtir en Bariloche? Pero como de costumbre, yo buscaba algo más. Ese algo más eran más años. Veía a mis amigos como lo que eran, inmaduros pubertos. Yo quería más carne, más pelo, más vida.

Él tenía 22, me sacaba años y ventaja. Era el hermano de un amigo, casualmente mi compañero de banco. Era habitual distribuirnos entre mi casa y la suya para hacer los trabajos prácticos. Su hermano, Franco, me tenía locamente enamorada. Era “mi amor platónico”. Revolucionaba mis pensamientos. Si de por sí los 17 años es considerada la “edad del pavo”,  imagínense como me ponía el.

El cuerpo está en su máximo crecimiento, nos desarrollamos dejando ver cada vez más las curvas. Vas moldeando tu cuerpo entre el gimnasio y el maquillaje. Remeras más apretadas, pantalones más cortos, corpiños armados y… tangas. Es la etapa de transición, o por lo menos para mí lo era. La etapa de la rebeldía, le empezás a mentir a tus papás sobre quienes van a las juntadas, le pedís más plata para comprar en secreto alcohol, buscás hasta en el rincón más lejos de Mendoza a alguien que te preste un documento para colarte a Iskra o Alquimia. Empezás a vivir. Y sobre todo, está la curiosidad. Dicho refrán “la curiosidad mató al gato, pero murió sabiendo”. Yo morí, yo descubrí.

Una conocida del primo de la vecina de mi amiga me había conseguido una cédula, obvio ya vencida, de una flaca que obviamente no era ni parecida a mí. Fuimos al boliche y como era lógico me rebotaron pero mis amigas habían pasado. No quería arruinarles la noche por lo que opté volverme a mi casa. Estaba yendo a buscar un taxi cuando lo veo a él.

-¡Che! (me grita desde la vereda acercándose) ¿vos no sos muy chiquita para andar por acá?

– Hey, hola Fran, nunca se es demasiado chico. Igual un bajón, no entré asi que me vuelvo a mi casa.

– ¿En qué te vas?

-Taxi

-Dejá, yo te llevo.

La modestia no me acompañó esa noche. Me subí a su auto. Recuerdo que íbamos escuchando “Danza Kuduro” hitazo. Entre risas le dije que era un bajón que la noche haya terminado tan temprano y que aún me quedaba mucha energía por gastar. Lo estaba provocando, había puesto todas mis cartas en la mesa. Necesitaba que el barajara el mazo. Deseaba eso.

Dió un par de vueltas y terminamos en su casa, me dijo que mi amigo y sus papás estaban en un cumpleaños y que, si quería, tomábamos algo. Esbocé una sonrisa y nos bajamos. Tenía 17 años, el 22. Si yo bien quería agrandarme , era una niña, inexperta, inocente. Él lo sabía, sabía que tenía un libro en blanco para adornar y tatuar los más morbosos recuerdos. Me besó. Intensamente, como nadie jamás lo había hecho. Sus manos agarraron mi boca y su lengua se hundió hasta el fondo. Eran besos que endurecían mis pezones como almendras. Mis primeras sensaciones, mi puerta a la perdición.

“Una pasión ardiente quema como el fuego, no se apagará hasta consumirse. Al lujurioso todo pan le sabe dulce, no se cansará hasta su muerte. El hombre sensual con su propio cuerpo no cesará hasta que su fuego lo devore” – Eclesiástico 23.17

Yo todavía era virgen, y él estaba al tanto de eso. No quería ser mi primero, pero si mi maestro. Me llevó hasta el living y continuó besándome. Me poseyó. El diablo mismo en mí, un ángel perdido. Sus manos, es decir sus garras, tomaron mis suaves rulos y me tiraron al infierno. Me arrodilló. Abrió su pantalón, abrió su entrada al inframundo. Sumergió su pecado en mi boca. Yo pequé.

Él me guiaba y a la vez disfrutaba tener aquel control. Ser él, el dominante. Con una mano manejaba mi cabeza y con la otra tomaba mi boca. Yo no sabía qué hacer, era una amateur en el tema. Sin embargo él con su rasposa y a la vez delicada vos me guiaba.

– Abrí la boca. Babéame. Pasame la lengua acá abajo. Sí, eso… así. ¡Abrí mas la boca te dije! Mmm si… adentro, bien adentro – esas palabras me hacían manchar mi más puro legado, estaba humedeciendo el cielo entre mis piernas. Estaba cruzándome a su mundo.

Bajó la intensidad con la que penetraba mi boca y se dedicó a mirarme. Sus yemas tocaban mi cara, deslizaba sus manos por mi boca. Eran suaves como las nubes a las que miramos para rezar. Aquellas nubes blancas, puras. Sin embargo, él era tormenta, era picardía. Ultrajaba mi virgen paraíso. Yo lo seguía mirando expectante a su milagro, mi orgasmo, su excitación.

Volvió a ingresar su miembro erecto a mi inocente boca. No despegaba su mirada de la mía, mis ojos. Mis pupilas ingenuas y delicadas como un niño bautizado. Pero mi cuerpo quemaba como el infierno de Satanás. Adoraba aquel diablo.

Susurraba el número 666. Franco respiró y sus ojos se tornaron en blanco, estaba poseído. Yo, sodomizada por su pecado. Y cuando menos lo pensé fluyó… fluyó el más puro néctar en mi rostro angelical. Marcado de por vida con nuestro orgasmo, nuestro milagro.

Lo peor de todo fue haberme encariñado con aquel mundo subterráneo de fuego y maldad, olvidé mi cielo. De ahora en más la lujuria era mi mejor amiga. El diablo mi maestro. Yo, su ángel, su aprendiz. Un ángel que dejó de creer las mentiras que Dios le enseñaba y se endulzó el oído por Lucifer. No había retorno. Sabía que pecando se disfrutaba más. Se volvió carnívora. Se volvió salvaje, se volvió curiosa.

“Como cinta de escarlata tus labios, dulce tu hablar y tu sonoro como cacho o roja certeza de granada, tales son tus mejillas, además de lo que adentro se oculta” – Cantar de los cantares IV 1-11