/Solo quería coger (Primera y última vez)

Solo quería coger (Primera y última vez)

De haber ocurrido, sucedería en cualquier ciudad de Latinoamérica. Una de tantas del interior, silenciosas o tímidas, demasiado grande para este tipo de historias pero sin llegar a volverse una capital o un puerto. Mantendré la historia sencilla: chico conoce chica, y como sucede tarde o temprano, él termina por convencerse de que está enamorado.

Ella, por supuesto, no lo nota.

Su nombre es Victoria, y logra enloquecer a nuestro chico por cosas como su figura o su cabello. Ambos trabajan en una editorial de cierto prestigio ubicada en el cuarto piso de un edificio que, para los estándares de su ciudad, es casi un rascacielos.Trabajan desde hace cinco o seis años, y se conocen lo suficiente como para que ella lo invite a su departamento a tomar un café o terminar un trabajo. Y no, ninguno de ellos se encarga de las novelas románticas.

Su relación no tiene futuro, pero si un pasado considerable para que Él, al que llamaremos en adelante D, mantenga una prospera esperanza sin por eso intentar un solo avance. Victoria es una mujer moderna, y duerme con dos hombres, a veces con tres (no todos a la vez); lo importante es que ningún de ellos es D, que a veces deja convencerse por su enojo y fantasear con alguna confrontación heroica. Sin embargo, y como la mayoría de los pretendientes, D sabe cuál es su lugar.

Un jueves Victoria llega al trabajo más nerviosa de lo usual. Rasca sus uñas, raspando la pintura o levantando pequeños padrastros. D no pierde la oportunidad, y durante el break del almuerzo logra sacarle que su familia le pidió que cuidara de su padre el fin de semana largo, puesto que los encargados de tal tarea, alguna hermana o hermano, debían afrontar un compromiso “improrrogable”. Ella continua confesándole que no tolera estar mucho tiempo a solas con su Padre; que lo amo, repite mientras revuelve su yogurt, pero eso no lo hace más fácil, ¿vos me entendés, no?

Por supuesto, D la entiende, o al menos lo suficiente para que unas horas más tarde, mientras imprime unos resúmenes, Victoria se acerque hasta él para consultar si no le molestaría acompañarla a cuidar a su padre.

Al otro día ambos concurren al trabajo con sus maletas ya listas. Su jefe los autoriza a salir temprano, para así llegar antes del anochecer. Antes de arrancar, Victoria deja sobre la consola una flor de Jazmín con los pétalos tan gordos y blancos que parece sacada de una publicidad o una película. Traen suerte, y amo su fragancia, dice ella. D sonríe, y no deja de hacerlo durante todo el viaje.

Llegan cuando todavía hay luz. Victoria posee uno de esos apellidos importantes, patricios, por lo que su hacienda es una de esas casonas coloniales, alta y espaciosa, con aljibe, enredaderas,  rejas reumáticas  y pintura despellejada. Perfectamente podría tratarse de la casa de los Vidal Olmos en Sobre Héroes y Tumbas, pero D nunca leyó ese libro.

D se encarga de llevar el equipaje hasta las habitaciones. Mientras camina piensa que hay un exceso de pasillos y habitaciones, y cae en la cuenta que dormirán en habitaciones separadas. Luego ella lo lleva a conocer a su Padre, Don Arturo, un hombre postrado por el cigarrillo, el alcohol o el trabajo. Ciertos caprichos de la enfermedad de su padre ponen incómoda a Victoria, quien hace todo su esfuerzo por mirar al suelo o al techo.Lo ama, o hace el esfuerzo suficiente por hacerlo.

D no termina por entender cuál es su dolencia, pero al parecer los médicos amenazan todos los meses con amputarle una extremidad; lo cierto es Don Arturo se ve fatal, desinflado sobre su silla de ruedas y amarillo por la bilirrubina o la luz de la televisión, de la que no se despegue ni cuando habla con su hija.

Ella pide a D que lo cuide un rato mientras busca unos remedios. Intercambia algunas palabras con Don Arturo, pero se trata de una de esas personas que habla más con el silencio y los ruidos de su cuerpo que con las palabras.

A la mañana siguiente se despiertan temprano siguiendo el cronograma médico. Los doctores aconsejan que Don Arturo reciba cinco inyecciones diarias, tres dosis de crema y varias pastillas de varios colores a lo largo del día. D se encarga de todas ellas, salvo por los pañales, lo que no pone muy contento a Victoria. Para cuando D termina con la primera inyección encuentra Victoria desayunando en el jardín, en medio de una sombra veraniega y bebiendo jugo exprimido. Lleva puestas sus gafas de sol, y cuando hablan D cree que ella no lo mira.

Para el mediodía todo parece mejorar, y comparten ciertas charlas que ilusionan a D. Desgraciadamente, cuando cree estar haciendo un poco de progreso suena la alarma del reloj o del celular de Victoria, y es momento de atender a Don Arturo. Cada vez que regresa encuentra a Victoria en otro lugar de la casa y  haciendo alguna tarea del hogar. Luego, como si lo hiciera a propósito, retoma una charla inacabada, una donde ella ama a un hombre, uno que no es D, y es que lo amo, amo a un hombre que vive en Madrid, repite ella. No era la primera vez que hablaban de ese español, lo que hacía bostezar a D. Pero en algún momento de la noche se convence que ahora es diferente, porque muy en su interior, mientras sujetaba la jeringuilla sobre Don Arturo, intentando que no le temblara el pulso,  su miedo lo convence de que ese lamento o confesión se tornarían por fin en una excusa.

El domingo Victoria mantiene su rutina de cambios, y solo la interrumpe para cambiarle los pañales a su padre o darle su ducha de jabón hipo-alergénicos.   D continúa buscándola, casi como si ella olvidara que allí también se encuentra D. Agujas, apósitos y guantes, termómetro,  gotero y hasta lociones para la piel, y Don  Arturo no pronuncia una sola palabra. Más de una vez ni siquiera abre los ojos, como enojado por la interrupción.  Su hija por el contrario, piensa D, divaga entre el parlante y el disco rayado, casi como si el español en Madrid los hubiera acompañado a la hacienda. D siente su suerte agotándose, o que como mínimo está por caer enfermo.

Como si se tratara de magia, Victoria olvida al español en su península, y disfrutan de una ventana entre medicamentos que los deja compartir una cena tranquila. Será por la música o por el vino, pero tienen la necesidad de hablarse cerca, demasiado, tanto que D siente como a ella le tiemblan los labios gruesos y oler ese perfume dulce que ella solo usa cuando…

…Suena la alarma, y D casi golpea con el puño la mesa. Corre por el pasillo y al entrar a la habitación toma las piernas de Don Arturo y las unta con la pomada verde de las once; no pide permiso para tocarle, tampoco lo saluda o pregunta cómo se siente. Teme volver a perder a Victoria. Antes de salir nota que Don Arturo lo mira fijo, sin pestañar y con las iris oscurecidas. D pega un salgo y casi tira el televisor al suelo, que continuaba encendido y a todo volumen. Se arroja sobre el pecho de Don Arturo, una circunferencia perfecta que hace resbalar las manos de D, el cual interrumpe su pánico al pensar que trata de sujetar un globo sin reventarlo.

Intenta alguna que otra maniobra, hasta convencerse que no había lugar para el error. Don Arturo está muerto, envuelto en las sabanas que D enredó mientras trataba de resucitarlo. Regresa caminando lentamente, pero aún no se quita de encima toda la agitación. Trata de encontrar las palabras exactas con las que abordar a Victoria. No la encuentra ni en la cocina ni en el comedor, y al golpear la puerta de su habitación duda una última vez de su intuición.

Tengo que decirte algo, dice ella al verlo entrar. Lo sienta junto a ella en la cama. D mantiene su silencio, primero por cobardía, y luego por pura sorpresa. Victoria no se detiene un segundo, lo marea, y D solo capta que en el amor siempre hay más mérito en el accidente que en los propios aciertos.Está cansada del español, de Madrid y de esa finca y está algo borracha o eso cree D cuando ella lo toma de las sienes. Su primer beso es como el de dos sopapas frotándose, pero terminan por acostumbrarse. Hacen el amor bajo las sabanas, sudando.

Cuando terminan ella enciende dos cigarrillos con su boca y le alcanza uno a D. Fuman, y luego se quedan dormidos. A la mañana siguiente D se levanta y sin decir una palabra camina hasta al baño. Se da una ducha fría, y hasta siente ganas de cantar. No lo hace, pero tararea.

Desayunan juntos, ambos con lentes y con un vaso de jugo. A la siguiente alarma D se levanta y va a ver cómo está Don Arturo, que sigue en el mismo lugar donde lo dejo anoche, tal vez con la piel menos amarilla. Ese era el momento para que D acomodara al difunto, y simulara un ligero trote hasta Victoria.Se limitaría a lo importante, que su padre estaba muerto, y ningún detalle más. Pero mientras volvía a poner las sabanas en su lugar, comenzó a divagar: D recuerda una película con Willem Dafoe, donde una pareja coge y coge en su habitación,desprevenida de que su hijo acaba de arrojarse por la ventana. Obviamente, la mujer asume toda la culpa, destrozada por una asociación tanto caprichosa como necesaria de la muerte y su orgasmo. D no es psicólogo, pero piensa que algo similar podría suceder con Victoria; o aún peor, que la distancia propia de todo duelo los aleje o hasta sea provechoso para algún español (hijo de puta, repite en su mente).

Toma una decisión y al volver hacen el amor bajo la sombra, y con cierto esfuerzo, lo repiten en la habitación.Mientras fuma, D observa que el cenicero es similar al que ponen en los hoteles. Vidrio barato, con el borde gastado y el centro ennegrecido por la ceniza. Ya tendría tiempo de decírselo.

Con cada nueva alarma D se dirige a la habitación, se sienta a los pies de Don Arturo, y espera. Nota que el difunto tiene los dedos rígidos, la piel gris o morada, y que cada vez se hincha más y más.

Pasa un día, y D promete que ese sería el último. Sin embargo, al otro día mantiene su rutina, y hasta gana más tiempo al convencer a Victoria de que él se encargaría de los pañales y cuanto otro problema surja, que no era necesario que entrará la habitación.

D se mantiene ocupado entre  las alarmas. Cogen, copulan, fornican, y en honor al español, follan. Nota que está cada vez más blando y necesita más tiempo. Toma algo de aire, y aprovecha cualquier oportunidad; D sabe que solo tiene hasta el martes a la tarde.Es la primera vez que lo hago a esta hora, le dice Victoria mientras enciende su cigarro.

Pero D es también un hombre con cabeza. Piensa, y piensa mucho cuando va al baño, a la cocina a buscar un vaso de agua, o en algún momento de soledad. Siente que quizá no debería hacerle eso a Victoria, aunque luego se justifica en su amor, y cuando este no basta recuerda que ningún de los dos sabe qué carajo son en realidad. Posiblemente esa era su única oportunidad, y con eso bastaba.

A veces, y a solas con Don Arturo, juega con la idea de que no todo debía acabar allí. Podía acostumbrarse a todo ello, a esos pasillos, a esa niña de lentes, a todas las mentiras que pudiera fabricar. Todo podría ser distinto, e imagina a Verónica y a él, juntos, como una dupla silenciosa y de risa fácil, siempre sonrientes, y cuando se acuerda del muerto encuentra la solución al mezclar su sueño con el argumento de una peli yanqui. No sabe el nombre de la cinta, pero sí que trataba de dos jóvenes que visten a un muerto para aparentar que sigue con vida, excusando su torpeza y malos modales en una borrachera o una siesta. Solo necesitaba un sombrero, unos lentes negros, y llenar los bolsillos de Don Arturo con pastillas aromáticas. Una buena comedia que podría durar lo suficiente: Él y ella, y Don Arturo, disfrutando de unas vacaciones, o en navidad, en uno que otro cumpleaños, y hasta en la sala del hospital esperando al obstetra. Y todo iría bien, hasta que el pecho de Don Arturo se infle como una bolsa de agua y estalle de tanta muerte, viseras y otros líquidos. Con eso ganaría algo de tiempo, y tal vez así mantener a Victoria a su lado como hacen varios matrimonios.

Tiene otras ideas, pero las olvida por aburridas. Se convence que todo tiene su final, y que hay peores finales que ese.

Antes de almorzar, D se excusa que debe que ir hasta el pueblo a comprar unas cosas. Maneja hasta la entrada de la finca y estaciona detrás de unos árboles, con la trompa mirando hacia la casa. Enciende otro cigarro, y otro, mientras espera que sean las doce y media. Sin nadie en casa, Victoria tendría que llevar las pastillas de metronidazole a su padre. Pasan cinco minutos, diez minutos, casi media hora, y D no se decide a entrar. Piensa que tarde o temprano alguna señal indicará que debe entrar: algún portazo, un silbido entre los árboles, o Victoria corriendo hasta la entrada, arrastrándose entre sus lágrimas y el polvo del suelo, exagerando sus gritos de auxilio. Algo dramático que lo obligue a encender el vehículo.

Al entrar a la casa Don Arturo está muerto y Victoria ya llamó a la ambulancia y al resto de su familia. D la abraza tímidamente, pero ella debe hacerse cargo de todo el funeral. Nadie hace preguntas por el estado de Don Arturo, dando por sentado que su enfermedad o condición aceleraría la corrupción del cuerpo. Lo velan a cajón cerrado, y durante el encierro D se mantiene en una esquina junto a algunos compañeros de trabajo. Al subir al auto vuelve a pensar en todo los planes que había soñado ese fin de semana. No quiere dejarlos, y promete esperarla y luchar por ella.

Antes de encender ve que sobre el tablero todavía está el jazmín que trajo Victoria, marchito como una costra.

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