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Tiempos complejos

Desde mi concepción biológica, mi autoestima  ya venía torcida. Me desprendí del cordón umbilical de mi madre  nueve años más tarde que Javier, mi hermano antecesor y  once años después de Juan Manuel, el primogénito. Fui millennials por accidente. En aquellos tiempos, las familias todavía se concebían por iglesia y por esto los preservativos no gozaban de muy buena prensa, a diferencia de los cigarrillos y las camas solares, que estaban más emparentados  a Puerto Madero que al cáncer. Así  los 90 comenzaron con dos errores estructurales: la elección de un presidente riojano y mi nacimiento.

Mientras yo daba los primeros pasos y aprendía palabras de dos sílabas, mi hermano Javier comenzaba su pubertad, perfeccionado las huellas de su cruel infancia.

– Fran, a vos te adoptamos. La mami se ligó  las trompas de falopio después de que yo nací, por eso sos más chiquito, más negrito – Me decía con ingenio mi hermano y yo me asustaba, en principio por creer que era medio huérfano  y luego por pensar  que mi mama se falopeaba.

Los años transcurrían  y yo observaba con mayor nitidez la distancia física con el resto de mis hermanos. Mi torso transparentaba sus costillas y  mi labio superior ya lucía un prematuro bigote. En casa me decían “mexicano desempleado” y en la escuela “desnutrido infantil”. Así viví  hasta cumplir diez años y repetir cuarto grado. Desde ese  momento, tanto mi sistema psíquico como mi abdomen sufrieron una severa  mutación, producto de mi temprana ansiedad y mi nuevo  trastorno alimenticio. De pronto engordé muchísimo, me salió papada y la panza me impedía verme el pito mientras estuviera parado.

En esos años mi papá era político, teníamos guita, por eso  dejaron de comprarme las galletas “Polvoritas” y me dieron la plata para que yo financiara mi propia merienda.  Me daban un billete de dos pesos, el billete celeste, qué equivalía a siete lengüetazos y  cuatro churros con dulce de leche. De lunes a viernes.

Desde lejos parecía un niño que amaba las golosinas, desde cerca, un depresivo que buscaba la sobredosis.  Me enfermaba de gastroenteritis como quien se refría en invierno y escondía  alfajores debajo de mi almohada como si fueran bolsas de merca. Mis hermanos me apodaron  “gordo pancho” (aprovechando  el  irritante seudónimo de Francisco) y “gordo cañón” si me encontraban abriendo la heladeraen medio de la siesta. Así pasé años anticipándome en cada piñata de cumpleaños, atragantándome con todo lo que tuviera manteca en sus ingredientes  y atajando el resto de los partidos de Educación Física.

Para peor, yo no era uno de esos gorditos simpáticos y simplones que no les incomoda el algodón enrollándose sobre su cintura. Yo era romántico, con pretensiones estéticas y angustia oral. Quería verme como Paul Stanley en el  76, pero me parecía más a Gene Simmons en el 2008. Y fue por gordito romántico que  rompieron mi  corazón mil veces  obligándome a cambiar el estilo de vida.

Una mañana, mientras veía en Nickelodeon “El Autobús Mágico”, un dibujito  aburridamente educativo,  me enteré que la sandía era uno de los alimentos  que menos calorías tenía. Salí en ese instante corriendo hacía el negocio de la esquina y le pedí al verdulero  la plata de tres meriendas en sandias. Pero por ser invierno, me contestó  que no era temporada, pero que las manzanas estaban buenas. Compré dos kilos y volví para mi casa. Desde entonces comencé a  ingerir manzanas desaforadamente, como si fuera un sindicalista vegano en una manifestación ecológica.  De repente dejó de existir  el desayuno, el almuerzo y la cena, ahora todo se trataba de manzanas. Rojas, verdes, ácidas, arenosas. Manzanas. A los pocos  días  de haber comenzado  la dieta me enteré que de no complementarse con algún deporte de forma regular, casi  todo sería  en vano. Yo por mi lado solo servía  para atajar  y supuse que no quemaría muchos carbohidratos quedándome inmóvil debajo de tres palos. Fue entonces que decidí practicar un deporte en el que no se necesitara ninguna habilidad. Empecé a correr, a correr todos los días, con la misma disciplina que Tom Hanks en Forrest Gump, con la misma esperanza que Stifler en American Pie.  Por entonces yo tenía  12 años, internet por línea telefónica y un estirón en trámite. De golpe y porrazo ya era grande  y había dejado de tener panza.

Sentí descargar por fin la mochila de  mis prejuicios estéticos, hasta que una mañana en medio de un recreo, un compañero se enteró de que yo era narigón. Peor aún, otro amigo dedujo años más tarde que lo que le pasó a mi nariz, fue que  estaba tapada por mi sobrepeso facial y que al adelgazar la cara la nariz se había salido para afuera, como si fuera el pituto de una cámara de bicicleta. Desde entonces un nuevo apodo ofensivo con carácter discriminatorio me volvió a habitar. Yo continuaba buscando como moldear mi belleza, cada vez más alternativa hasta que  “Rápido y Furioso” se estrenó en el cine  y pude apreciar en primerísimo primer plano  el tríceps lubricado  de Vin Diesel. Al día siguiente comencé el gimnasio y sentí  al poco tiempo como las mangas de mis remeras cortaban mi circulación sanguínea.  Era un dolor dulce que me caía bien, como el de la aguja perforando un tatuaje, o como el de la entrepierna después de coger mucho.   Nuevamente recaí en un círculo vicioso: hipertrofia, fatiga muscular y  suplementos vitamínicos. Una avalancha mononeuronal.

Pero la dictadura posmoderna siempre me llevó dos pasos por adelante. En mi adolescencia  existía el mito de que si hacías pesas antes de los diecisiete años, podías interrumpir tu correcto desarrollo corporal y mi experiencia no lo desmiente en lo absoluto. Soy el único petizo en mi árbol genealógico desde el gobierno de Lanuse hasta la fecha. La altura de mi mentón coincide simétricamente con las axilas del resto de los pasajeros altos del colectivo. Debo escalar las  góndolas del supermercado  cuando queda poco stock.  Y solo puedo  presenciar un recital si encuentro un plano corto entre las nucas del público y me paro en puntas de pié. Mi problema con este complejo, además de  existencial  es incómodamente pragmático.

Ayer por la mañana, mientras me lavaba dormido los dientes frente al espejo, algo me hizo ruido. Sentí dolor de panza, se me tapó la nariz y se me bajó la presión. Presentí una sensación extraña pero conocida, como si fuera un tumor reciente en medio  de un cáncer terminal. De pronto pude sentir como un nuevo complejo atravesaba las entrañas de mi inseguridad hasta penetrar la porción consciente de mi cabeza.  En ese instante, el  espejo  me  habló:

“¿Qué son esas  estrías  que atraviesan tu frente cuando algo te asombra?”

“¿Por qué tu sonrisa perdió su inocencia y se asemeja a  la de un funcionario público?”

“¿Por qué dejaste de consumir drogas duras en tus cumpleaños?”

“Tu flequillo ya no coincide con el de Cumbio y tu frente parece lustrada”

“Tenés una cana la barba Francisco”

“Vas a cumplir 28”

“Estás viejo”

Escupí la gárgara de agua con dentífrico,  sobre el vidrio del espejo y bajé la mirada. Tenía razón,  me estaba enfrentando a un complejo parasitario del cual nunca me despediría. En un futuro no muy lejano dejaría de  ser un joven que no sabe si usa barba por moda, rebeldía o depresión, para mutar en un señor  con rostro en sepia y lenguaje financiero.

Lo más lamentable, es que puedo intuir como la vejez me va a ir deformando progresivamente. Se caerá mi pelo y no me resignaré a cortar la cubata. Engordaré con la paternidad y mis ojeras se volverán permanentes con las resacas. Para peor, voy a ser periodista, posiblemente extrovertido y de baja estatura.  Es muy posible que termine convirtiéndome  en lo que siempre temí desde que entre a  la universidad: Parecerme a Baby Etchecopar.

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