/Un pordiosero

Un pordiosero

Jorge M. apoyó la púa sobre el disco y se recostó sobre los resortes del polvoriento y gastado sofá para disfrutar una vez más de la canción Auld Lang Syne. Era un viejo disco que había comprado en el Mercado de Pulgas de San Telmo. Cada vez que sacaba el disco del sobre interior y lo ponía en el tocadiscos le daban ganas de rascarse. Lo había comprado en el puesto de un viejo turco, un día de sol otoñal allá por los setenta. El vendedor lo convenció diciendo: «Turco bende barata la disco». Le salió más caro que un hijo bobo ese disco, pero era una versión antigua e importada. La música sale de un teléfono ya, pero Jorge seguía con el viejo Wincofon. Teléfono no tenía. Inclusive cuando hizo algunos pesos allá en los noventa gracias a la bicicleta financiera, seguía manejándose sin teléfonos.

Luego cayó en desgracia y ahora era poco menos que un pordiosero (tenía por lo menos un techo propio de chapas agujereadas y no estaba librado a las inclemencias de la calle, además era poseedor de algunos viejos trastos y dos mantas apolilladas para el invierno). Claro que vendría bien un poco de modernización, pues ya no se graba nada en vinilos. Malditos, ¿qué tienen contra el vinilo? Y mientras meditaba en ello, lanzaba al aire un «aah, que vuelvan los viejos tiempos»… en vez de estar en ese momento limosneando para poder sostenerse mejor.

Pero el orgullo nunca cae en indigencia. Aunque la suya no era una indigencia en el último estadio, pero las miserias de la ayuda estatal y la galopante inflación lo habían reducido a un vegetativo estado económico, vestía ropas que siquiera tenía voluntad de remendar, comía día por medio y en general caminaba para ahorrarse el boleto de colectivo. De todas maneras siempre odió los colectivos, añoraba los viejos tranvías, los que conoció su abuelo y que sin duda tenían charme. Es más, añoraba un mundo en que se anduviera solamente a caballo.

El caballo es lo más parecido a la perfección que existe. ¿Por qué entonces se ha creado el automóvil? (preguntas como esta ocupaban su ociosa mente). La respuesta brotaba entre sus asfálticos dientes: no podemos con la perfección, la humanidad siempre termina hundiéndose en el lodo, como si tuviera vocación para eso, siempre vamos hacia algún abismo, como un interminable éxodo en el desierto. Que los tiempos cambien es un aberrante vicio. Hay que saber dónde detenerse, reconocer la cima justo antes. La rueda fue una maldición, ya en tiempos prehistóricos debimos habernos detenido…

Al otro lado de la calle, casi frente a la desvencijada casucha, había una mujer un poco mayor que Jorge, llena de perros y, al parecer, de dinero. Obtenido gracias a la prostitución, seguramente. Jorge tenía los ojos puestos en ella, no en su dinero, por supuesto. Frente a la mansión de la señora se estacionaban automóviles último modelo, casi siempre había movimiento. En cambio a Jorge lo visitaban un par de pulgas al año. Era una mujer bella, con cierto parecido a la actriz Mercedes Morán. Una delicia para el paladar. La señora ignoraba olímpicamente a Jorge, siquiera lo saludaba como a otros vecinos, pero Jorge tenía la intuición de que un día terminaría por clavarse a la vieja soberbia, algo en su interior se lo decía. Y no solo eso, sino que se quedaría también con su casa y sus joyas y dinero. Un día escuchó a la señora hablar con la vecina de al lado. Siguió la conversación atentamente, espiando a través de la ligustrina, y oyó a la señora decir:

-Tuve dos parejas y las dos me cagaron de arriba de un árbol. Las dos me robaron.

Jorge pensó: ¡Es el destino! Todo indicaba que él sería el tercero que la cagaría de arriba de un árbol. Porque no hay dos sin tres. Mientras pensaba en ello su estómago se retorcía en los habituales quejidos, pero intensificados esta vez por la emoción de sus planes. En aquella conversación también se enteró de algunas cuestiones relativas al apellido de la mujer, quien contó a la vecina:

-Mi apellido es Emshítsa, pero es curioso, indagué en mi árbol genealógico y descubrí que antes era Meshítsa; y aún más atrás, Mushítsa. Yo, en realidad, soy Rosa Mushítsa, cordobesa para más datos, pero criada en Buenos Aires.
Tonterías de todo calibre hablaban las dos mujeres, sin embargo allí encontró Jorge la punta del ovillo. Y al día siguiente se presentó en la casa de la señora, que se negó en principio a atenderlo, pero luego de tocar el timbre insistentemente durante media hora, Rosa Mushítsa salió al porche y exclamó:

-¿Qué quiere acá? ¡Váyase, no doy limosna!
Tenía el ceño adusto, pero la imaginó, para sus adentros, hablando sueltamente y en perfecto castellano:
¡Che nero! ¿Me la vai a pone?
¡O vamo a embrolla?
¿¿que vai a hacer nero??
embrollemo entonce…
te vua chupetea todo nero.

Tras el lapsus calami, se concentró en lo suyo:
-Señora, tengo importantes noticias que comunicarle. Resulta que estuve indagando en mi árbol genealógico y tengo de parte de la línea materna alguien con el apellido Mushítsa. Fui al Registro de Inscripción de Personas y me proporcionaron su dirección, pues usted es… mi prima hermana lejana. Mi único familiar en el mundo. Y mi única heredera, por ende.

Rosa escuchó con desconfianza y desagrado todo lo que Jorge le transmitía, mas el último párrafo despertó en ella cierta curiosidad.
-¿Y qué voy a heredar de un pordiosero?
-Querida prima hermana lejana, tengo en Cracovia un castillo que heredaré de mi tatarabuelo cuando este muera, y presumo que será pronto, pues ya pasó los cien años el pobre viejo. A su vez, yo tampoco tardaré mucho en morirme; una enfermedad que los médicos no han sabido catalogar, un extraño mal me corroe las entrañas.
-Pase adentro, hablaremos mejor en el living -dijo Rosa, luego de meditarlo un momento.
Jorge pegó un salto en el aire cuando ella se dio vuelta para entrar. Y la siguió al interior de aquella mansión.

Dos meses después, Rosa cuidaba de su primo hermano lejano en la agonía de sus últimos días. Le había preparado un cuarto de los muchos que había vacíos y lo atendía con cariño y dedicación. En algunas ocasiones Jorge volvía a su vieja casucha, en general lo hacía para escuchar música en el Wincofon. Dentro de la mansión de Rosa había parlantes en las paredes de los pasillos, en las habitaciones, en la cocina, y sonaba una música ambiental que terminaba por crisparlo, tras lo cual salía a veces disparado en busca del arte de la vieja púa y los vinilos. Rosa, que había pasado en poco tiempo a sentir por Jorge un amor fraterno real, que no permitiría que su muy enfermo primo hermano lejano viviera en una choza húmeda y sin calefacción ni limpieza, no veía con buenos ojos que volviera a la casucha y trajera al volver de allí unas cuantas pulgas que se introducían de refilón en la impoluta mansión. Además empezó a notar en Jorge extrañas actitudes, impropias de un familiar, como si buscase un acercamiento sexual.

Todo lo que Jorge había logrado con su estrategia, el ser recibido bajo el techo de Rosa y disfrutar de las mieles de la comodidad, comer todos los días hasta hartarse (en dos meses había subido veinte kilos de peso), dormir entre sábanas limpias, asistir a algunas fiestas, todo ello era suficiente. Y sin embargo estaba a punto de dar un paso más, que lo conduciría a la perdición. Detenerse a tiempo, reconocer la perfección, no podemos con la perfección.

La perfección quizá se espeja sumamente en esta frase de Wikipedia: «La antífrasis obedece a veces a un propósito apotropaico y eufemístico», (y en el comentario que de la frase hizo el poeta J. Aulicino: «Ni Menéndez Pidal se atrevería a tanto.») Perfección es, también, sentarse a mirar una película y olvidarse del afuera que carece de aventuras. Prender el dvd e insertar una película, «Solo se vive dos veces» (estaba en la videoteca de la señora, que tenía más videos que pelos de concha), James Bond haciendo de las suyas, y por suerte no había efectos especiales todavía.

El título del film, en alusión a un proverbio japonés, despedía por sobre la soporífera trama el aserto de que vivimos naturalmente dos vidas. O que nada sucede dos veces. O también, que solo una vez suceden las cosas en el sentido de que la primera es una tragedia y la segunda, tan solo una farsa. En la segunda vida, en ese después, las migajas, los restos que quedaron, una ilusión de sabiduría que nunca se equipara al amor. Así empezaba Dante su obra: «En el medio del camino de la vida», su descenso a los infiernos, luego el purgatorio, hallando personajes de su pasado, en ese retorno al que nos empuja el medio de la vida, metiendo mano entre las cosas muertas. Y ese cielo al cual finalmente arriba el poeta italiano, la sabiduría y la blancura con que se compensa a los derrotados, porque el amor ya se convirtió en propiedad del infierno.

La película, de acción y con algunas escenas eróticas, terminó por desencadenar el infierno:
-¡Rosa, dejame verte en enaguas, estoy desesperado!
-¡Somos primos hermanos! ¿Cómo podés decir eso?
-¡Ma qué primos ni ocho cuartos, bajate la bombacha que te parto al medio!

Rosa no salía de su asombro. Aquel hombre se había vuelto loco… o quizá siempre fue un farsante. Sí, eso es, fue un farsante, la grandísima puta. Lo malo es que llegó a quererlo, a tomarle profundo cariño, y si lo echara ahora sentiría un vacío profundo. Tenía también sus virtudes aquel pordiosero, no era falsamente educado como muchas amistades de Rosa, no tenía interés como otras amistades, aunque se descubriera que todo en él fue por interés, pero era un hombre acostumbrado a una casucha miserable y quiera o no quiera era humilde. Quizás ni él mismo lo supiera, pero esperaba de la vida solo un plato de comida y un poco de afecto. Por eso lo dejó hacer, se abrió la blusa y lo dejó acercarse.

Se quitó la pollera y quedó inmóvil ante él, que la miraba mientras un hilo de baba se deslizaba por la comisura gastada de la boca. Cuando la vio totalmente desnuda, indefensa y entregada, Jorge se apartó. Luego tomó su viejo saco y la cubrió poniéndoselo sobre los hombros. Se detuvo simplemente. No consideraba una indecencia vivir en una pieza cómoda y limpia y comer todos los días, pero no se aprovecharía de la mujer que lo había recibido y le había tendido una mano. Ella se rascó, las pulgas del saco habían pasado a ella, pero por primera vez le gustaron esas pulgas. Volvió a vestirse con su propia ropa, pero no le devolvió el saco, sino que lo dobló y lo llevó en dirección al lavarropas, mientras dijo con voz firme:

-¡No volverás más a esa casucha, no quiero pulgas acá!
-Sí, hermanita… qué ricaza estás… -musitó él, aún perplejo de no haberse aprovechado de ese carnoso cuerpo que movía las ancas como una madura diosa.
Solo volvió una vez más a la casucha, para traer el Winco y sus discos, aunque pronto fueron a parar a la basura. Y cierta vez Rosa, para seguirle el juego en sus mentiras, le preguntó si sabía alguna palabra en el idioma cracovio (o como se diga). Jorge empezó a improvisar y luego calló como un pájaro que se dobla en dos cielos.
-¿Y lo del castillo es cierto, hermanito?
-Hay castillos en la tierra… y también castillos en el aire -respondió para salir de la situación de algún modo.
Ella rió. Por supuesto que lo imaginaba. Pero no le importaban los castillos. Cada vez asistía menos a las fiestas con sus amigos. Ese egoísta que tenía al lado era su mejor compañía en el mundo, el mundo que conocía y en el que la mayoría no eran egoístas porque nunca tuvieron la necesidad de serlo.

A veces miraban «La dama y el vagabundo», apoltronados en el amplio y lujoso sillón, o miraban una película de Claude Lelouch, el Disney de los adultos.

papez

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