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Un romance adolescente: de la traición a la mentira

Valeria l

-Valeria – Pronunciar este nombre siempre me fue muy particular. Cada uno de los fonemas que componen la palabra, fueron alguna vez presidido por un orgasmo o un suspiro. Cohesionando diversas oraciones que iban desde “Te preparo el desayuno, quédate durmiendo” hasta “No quiero verte nunca más. Esta vez es enserio”.

Este relato se remonta al Secundario Técnico Fray Luis Beltrán. El hermano mogólico y pobre del bien renombrado Químicos Argentinos. En ese entonces yo era un repetidor, clase media-alta, con flaquillo. Adornado a modo guirnalda por colgantes de Jamaica y muñequeras con tachas que usaba sin saber por qué. Ese elástico hilo social que me permitía danzar entre los bandos que repetían octavo y los caretas que sabían conjugar en condicional compuesto, me dotaba de cierto encanto con el tipo de alumna que poseía excelentes notas, falda corta y pésima conducta.

Valeria era una de ellas y solíamos pasar intensos recreos de 15 minutos mirándonos, sin decirnos nada. Esperando que alguno hiciera algo. Escupiéndonos hormonas silenciosas en cada contra-turno.

Fue así que un día de abril, un amigo nos presentó. Inaugurando desde entonces mi primer relación formal. De esas en las que comes tallarines con la familia y le cargas la mendobus con la plata de tu merienda.

Con 16 años no hacía falta saber si existían gustos en común, proyectos de vida o enfermedades sexuales. Simplemente si la palma derecha del caballero encastraba cómoda en la nalga izquierda de la mujer, el romance era fortuito.

Fue así como nos enamoramos. Luego de dos semanas sumergidas en baba y chupones en la tráquea, Vale me invitó a su cumpleaños. Evento que siempre me es difícil de sobrellevar en las relaciones tempranas. Eso de tener que hablar de pollo al spiedo con la madre, del torneo clausura con el hermano y del motor del Renault 12 con el padre, suele causarme ansiedad.

Dado esto, decidí invitar a German, (mi mejor amigo), a presenciar el mal trago y brindar luego, cuando los sillones hayan despejado la pista de baile y el Tiburón Valdés inaugurado el minicomponente.

Pero un genocida del amor desaparecería para siempre mi romance con Valeria. La ceremonia no podía concluir simplemente con un apriete en el pasillo y una porción de turrón alemán. La inquieta adolescente me jugó sucio. A cuatro metros del living, justo al lado del baño de servicio, se tranzó con un pibe que decía ser “relaciones públicas” y que obviamente, andaba en moto.

Yo, no me daría cuenta del hecho, sino hasta el lunes siguiente, cuando entrara a clases. Para el común denominador de los estudiantes secundarios, un chisme de este calibre era fundamento de conversación por meses. Solo pocos sucesos como la muerte trágica de un profesor querido, o el hijo prematuro de la abanderada podían opacarlo.

Fue así que el Narigón, quien años atrás había sido Gordo Cañón para hoy convertirse en Petizo, volvió a sufrir por amor. Y como agravante, tuvo a su extrovertida madre como interlocutora. A los pocos días ya era cotidiano encontrarme con sus amigas, Tercita, Adriana de la Mota o María Emma y que me dijeran frases hechas como “De grande te vas acordar y te vas a reír” o “Sos muy joven para enamorarte, tesoro”, como si uno pudiese decidir cuándo enamorarse.

Fue entonces, que ese mismo lunes por la tarde decidí enfrentar el siempre tan incómodo momento de tener que ir a hablar con ella y pedirle una explicación. Luego de una dramática discusión en la puerta de Punta Calón, me convencí de perdonarla y le otorgué esa mentira ingenua que suele denominarse “oportunidad”. Me despedí indignado y tomé el 114-115, Sanidad Challao. Al llegar a casa, la pantalla verde del Nokia 1100 de mi madre, me recibió con un mensaje que decía:

“Perdón, estoy confundida. Necesito un tiempo”. Mi entonces licenciatura en infeliz preparó su diplomatura en idiota y juré falsamente no volver a enamorarme de ninguna Valeria más en mi vida.

Al año, volví a verla. Bailaba en Omero al compás de un séptimo regimiento dulce y a su lado estaba Germán. Mi amigo, mi compadre…

– ¿Qué hacen ustedes? – pregunté…

Por lo que Ger susurró a mi oído – Estoy con ella para después dejarla por otra y hacer justicia por lo que te hizo a vos. Sos mi mejor amigo – Recuerdo patente, la mueca Duhaldista que dibujo su boca al confesarlo. Y recuerdo también, que puede entender que Valeria no era una ex novia confundida, sino un complejo sistema cuantitativo de libertinaje sexual sin cláusula.

Nunca más supe nada sobre ella. Pero a los años, ese mismo nombre, “Valeria”, volvería a penetrar mi sistema psíquico provocándome mis primeras 26 cápsulas de Duloxetina y 368 noches de insomnio. Pero ésa, es otra historia.

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