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Una enferma mental

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Se despertó cuando el día apenas rozaba el azul roñoso del otoño sobre los cables y las ramas. Abrió los ojos y se quedó mirando a Susana, que dormía más abajo, con la cabeza apoyada sobre sus caderas y el pene metido dentro de la boca. Había dormido toda la noche así, como si tuviera un sexto sentido que la despertase si el pene se escurría de su boca y entonces lo acomodaba con su mano, metiéndoselo de nuevo en la boca y volviendo a dormirse. Era una chica dieciocho años menor que José, de cincuenta y dos. Una chica frágil y pequeña, tal que no le resultaba incómodo usar solo la parte inferior de la cama para dormir. José contempló a Susana y sintió que todo estaba en orden: era una mujer insegura, posesiva, con problemas mentales, es decir una mujer capaz de amar.

Hacía poco un brote psicótico la puso al borde del suicidio. Después de eso se la veía pasar por la calle con los ojos como dos clavos en el aire, medicada, perdida. Fue entonces que, aprovechando la debilidad y la desvalorización que sienten los enfermos en semejante situación, se acercó a ella y se le ofreció.

Ella hubiera aceptado incluso a un alien en su condición de leprosa social. Eran vecinos y José estaba al tanto de su delicada situación y de sus frecuentes brotes psicóticos, pero todo ello era un detalle sin importancia al lado de su juventud. Quizás algún día recuperara el equilibrio, y quizás lo hiciera pronto al paso que van los avances médicos, de modo que era el momento de abordarla.

Poco le importa a un hombre la mente de una mujer mientras no se compliquen demasiado las cosas, y por ahora no eran complicadas, aunque era aquella la segunda noche que dormían juntos en la desvencijada y sucia cama de José, que sin duda había considerado la posibilidad de un vínculo enfermizo y asfixiante, pero lejos de sentirse ahogado por eso, se sintió aún más seguro. Y pensando en ello, pasó su mano por esos cabellos espumosos y negros, en tanto su pene comenzó a agrandarse en la boca de ella, con lo cual ella abrió automáticamente los ojos y sin mirar hacia la cabecera de la cama abrió más grande la boca para llevarse el pene hasta el fondo de la garganta y así volver a dormirse. También José volvió a cerrar los ojos y se durmió hasta que el sol se levantó como una acuarela formada por más agua que color.

El otoño es agua, es un río sucio entre los árboles. Al mediodía quiso levantarse de la cama, pero ella no lo dejó. Tuvo que volver a tomarla, después de que la boca de ella se fundiera en la de él como si un mar juntara con su fuerza dos cuevas de la playa. Nada le importaba a ella, ni el mal aliento de las mañanas, su espíritu posesivo era más terrible que cualquier aliento y su boca no cejó en el intento de soldarse a la de José, hasta que la penetró y entonces su boca se apartó para lanzar un profundo gemido, un sonido auténtico que en nada se parecía a los gemidos de las viejas prostitutas de cincuenta que solía frecuentar.

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Pasado el mediodía, José acompañó a Susana hasta su casa y después tomó un colectivo hacia cualquier lugar, diciéndole que iba a trabajar. Simplemente viajaba por la ciudad. Desde que dejó de trabajar, unos seis o siete años atrás, había hecho muchas cosas. Y después, nada. Solo viajar con la sensación de no tener ni necesitar ningún rumbo. Mirando por la ventanilla del colectivo hacia el amarillo de la calle flanqueada por las hojas de los árboles, pensó que la incipiente relación con Susana podía encuadrarse dentro de las llamadas relaciones tóxicas. Bajo un alerta constante desde los medios sobre las relaciones tóxicas, insalubres, peligrosas, un bombardeo incesante de parte de la gente sana, un bombardeo sutilmente violento, como una Caperucita clavándole la daga al lobo feroz: nadie diría que se trata de un asesinato.

Se trata de detectar a los leprosos emocionales. Pareciera que el mundo siempre se las arreglaba para dividirse, como sea: los sanos y los tóxicos, en este caso. Los sanos, tapando un gigantesco pozo ciego tras sonrisas e inocencias ahuyentando toda monstruosidad. Y los otros, una especie de judíos o negros: los tóxicos, un invento de la menopáusica burguesa. Convencido de la perversidad que subyacía en alertar al mundo que si un hombre es hombre cargará con el sambenito de ser tóxico, como las estrellas o brazaletes que los nazis imponían a los judíos, y que un hombre sano debe ser medio puto, por no decir puto de pies a cabeza, el buen proceder de un hombre se había vuelto pasto de toxicidad, y ese humanismo deshumanizado, de fundamentos iluminados por un automatismo que con toda inocencia propone arribar a un nuevo mundo de seres amorosos, que el «maestro» Chopra había anunciado mientras distraídamente contaba un fajo de billetes, la verdad es que los tóxicos deben soportar la violencia de los sanos, su caza de brujas, como un estado policíaco de túnicas blancas y un tercer ojo por ahí y un sahumerio por allá, adiestrado en detectar a un «enfermo» y denunciarlo o estigmatizarlo, se trata, en definitiva, de la razón de la mujer burguesa, con esa cantinela de los derechos humanos y de la felicidad (como si tuviéramos derecho alguno a la felicidad), se trata de la menopáusica burguesa, que terminó aportando a la sociedad su rabia, su palabra santa, y de eso estaba convencido José, un habitué de las peores prostitutas de Constitución y Puente Alsina.

José viajaba físicamente, a la vez que su mente viajaba también, a menudo lejos de la realidad. Y a menudo operaba mal sobre la realidad, demasiado envuelto en sus cavilaciones. Pero eso no le importaba mucho, porque pretendía tener el mínimo contacto con la realidad, salvo los paisajes y su mudez, o el contacto parco con el chofer del colectivo o el vendedor de cigarrillos del kiosco. Y allí estaba un poema de Cavafis para darle su apoyo y razón: «Y si no puedes hacer tu vida como quieres,/en esto esfuérzate al menos/cuanto puedas: no la envilezcas/en el contacto excesivo con la gente,/en demasiados trajines y conversaciones».


José espiaba a veces por internet a ese monstruoso ser que era su ex mujer, aunque ya lo habían bloqueado a diestra y siniestra, antiguos amigos de ambos, familiares políticos y hasta los pocos familiares propios. El universo, en definitiva, se la mandaba por el orto y la teoría del karma se reía una vez más de él. Ni chance tenía de envilecer su vida en el contacto virtual con la gente. Sus propios familiares se avergonzaban de él. Le pedían que explore su costado femenino. Pensar que antes era él quien sentía vergüenza de sus familiares. Y ahora, tantos años después (porque el universo y el karma no tienen apuro, es más, prefieren la lentitud, cosa de tomar desprevenido a uno y empujársela sin vaselina), sus familiares sentían vergüenza de él, un ser sin dignidad, de aspecto deplorable, un leproso más. Con todo ello lidiaba en su mente y sus noches eran frecuentes pesadillas pobladas de rostros que quisiera olvidar pero no podía. Si el karma y el universo fueran lo que se dice decentes, entonces un día le tocaría a él presenciar la ruina ajena. Pero lo dudo, se decía José, porque el universo la tiene conmigo, es conmigo la cosa, esto es algo personal entre el universo y yo.
Mientras tanto viajaba, a veces con un libro (frecuentemente de poesía) en el bolsillo. No era un verdadero entendido en poesía, solo lo suficiente para saber que se hablaban muchas tonterías. José se dedicaba más bien a la filosofía. Debía terminar una tesis, con la cual lidiaba desde hacía ya una década. La tesis versaba sobre si el bigotito de Heidegger expresaba una identificación subconciente con Hitler, extendida en cuerpo y pensamiento al núcleo de su obra, o si era Heidegger un pensador independiente.

Años de estudio para concluir una tesis que seguía esperando, mientras tanto la vida pasaba rápidamente, esparciendo por todos los rincones signos de vejez y soledad como si ya no hubiera tiempo para otra cosa. Y José viajaba en colectivo de aquí para allá para no ver esos rincones, no había ningún lugar donde permanecer, todo era finalmente aire.

Aparte de la tesis sobre Heidegger, las investigaciones de José tenían también una orientación menos elevada: estaba a un tris de demostrar científicamente que uno podía ver el sexo de una mujer, la forma precisa de su coño, con solo mirarle la boca. En la boca de la mujer estaba el dibujo de su coño. A pesar de que era una verdad empírica, se hallaba empeñado en demostrarlo científicamente, con lo cual seguramente la humanidad daría un gran paso. Uno podía deducir así varias cosas: punto uno, que la mujer no tiene secretos ni nada que esconder, de allí su miserabilidad. Punto dos, que para determinar la profundidad de un coño bastaba con contarle un chiste a la mujer y hacerla reír, entonces se podría observar la profundidad y el grosor de su coño. Punto tres, que hoy en día, en que las mujeres sonríen todo el tiempo, incluso en un velorio no se permiten perder la sonrisa, está claro que ven una polla volando por todos lados (que no fuera la de su marido, por supuesto).

He aquí que la autoayuda y las diversas técnicas actuales prestan el sustento filosófico necesario para tal actitud: satisfacer al yo, sonreír todo el tiempo, base de la existencia y punto de apoyo del famoso desapego… ¿Por qué están tan interesados en que practiquemos el desapego? Por el divide y fornicarás, por supuesto, pero fundamentalmente porque el desapego es una técnica, una disciplina -pero no un arte, como el amor. La técnica para convencerse que somos víctimas que se han alzado tras largos años de alguna tiranía. Pero José no desechaba la idea de ser el victimario, de dejarse acosar por la culpa, de castigarse a sí mismo. Quizás antes fuera todo ello una tortura, pero desde que las nuevas técnicas nos hablan que debemos dejar atrás toda culpa, comenzó a sentirla con placer, casi como un convencimiento político.


Entre el traqueteo sordo del colectivo a veces albergaba la idea de convertirse tras su muerte en un filósofo importante. Después de todo, era posible que su inconclusa tesis sobre Heidegger o los estudios sobre el coño femenino cruzaran el difícil umbral del tiempo, teniendo en cuenta que al tiempo le interesa lo esencial. Treinta años atrás Umberto Eco era un escritor gigante y reposaba firme y sólido sobre un sillón del que nadie podría destronarlo jamás, era el Papa de los escritores y un prodigio que, al parecer, destronaría al mismísimo Homero ¿Y qué había escrito? Nada, solo era un universitario rompiendo las guindas.

Uno no incluiría ahora uno de sus libros en la biblioteca, donde probablemente sí incluiría el «Tiburón» de Peter Benchley, o «Una inglesa romántica» de un ignoto Thomas Wiseman que no se ha sentado más que en el desvencijado sillón de su destartalado departamento. Treinta años atrás había una joven parecida a la flor más bella de los jardines prohibidos y hoy, en las páginas sociales de la red, se veía a una mujer con un cuello tremendo, sin poder diferenciar el cuello de la cara, rodeada de muchos gatos con un collar -como si fueran tan importantes como un perro. Treinta años atrás la gente no sonreía en las fotografías, pues no tenían dientes tan perfectos como la gente de hoy -tampoco se podía diferenciar muy bien a un dentista de un delincuente.

Hoy la gente tiene dientes grandes. A mayores dientes, mayor sonrisa. Pero también: a mayor sonrisa, menor talento. Hay que recordar que Umberto Eco, a pesar de sus pequeños dientes, sonreía mucho. Finalmente pudo verse en el espejo y la imagen que vio no le agradó, por eso criticó al arribista Dan Brown. Pero ahora los tiempos corren más rápido: la gloria de Brown se diluyó con mayor velocidad que la de Eco. Para José, un católico recalcitrante que, dicho sea de paso, había ido a misa por última vez treinta años atrás en la iglesia de Porrrpeya, Dan Brown estaba condenado, además del olvido, al infierno, y Eco también por envidioso. Al olvido. En todo caso, solo algo merecía la inmortalidad: los grandes best sellers de los años setenta.

Por la ventana del colectivo comenzó a llover y las gotas se llevaron la escritura del párrafo anterior. La mente de José se volvió entonces hacia Susana. Pensó en sus intentos de suicidio y le preocupó de pronto que volviera a intentarlo. Y pensó también que todo tiene una forma épica, solo el suicidio es renuente a dar luz de su propia forma. Pero si buscara una forma épica para el suicidio, sería aquel tango que inmortalizó Rivero: «Un domingo a la noche, ya cansado,/le dio manija al gas, cerró con llave/y en la mesa quedó como una clave/la boleta del prode con tres puntos».

Pasando de un colectivo a otro, José llegó hasta un paisaje vacío, de puro campo, ya ni las sombras de casas y edificios. En medio de la nada verde y gris con gotas de lluvia mojando el aire como un tigre saltando dentro de un diamante, se bajó sin preguntar dónde estaba ni con qué frecuencia pasaba el colectivo por allí. Pensó que probablemente pasaría uno a la tarde y otro a la mañana. Cruzó la línea del alambrado y se internó en los pastos altos. Luego se detuvo y pensó: Qué vacío está el mundo… Estaba cansado y se dejó caer de rodillas, luego se acostó sobre el pasto. El olor de la tierra era salvaje, como si fuera bien recibido allí. Así, acostado, empezó aquel día junto a Susana, una mujer con problemas mentales y dos intentos de suicidio, además la marginación social y la sensación de fracaso personal en la que parecía sumida desde siempre, esa sensación de impotencia y de incapacidad para tomar un camino o de luchar por sí misma. Para ella, la vida era una carga, una vida que no le había dado mucha oportunidad. Sin embargo, había en José la certeza de que escondía algún talento, solo que no conocía el talento de Susana -salvo, por supuesto, sus talentos amatorios. Si supiera algo más de ella, por ejemplo si tenía alguna habilidad en las artes, podría orientarla, ser su mentor, sacarla a flote. Quizás era una artista en potencia. Pero enseguida desestimó la idea. Lo mejor era que siguiera explorando sus naturales artes amatorias y nada más.

Si la vida no le había dado mucha oportunidad, en compensación la había dotado con una hermosa boca. «Una boca de fresa negra», diría un cantante de boleros. Pero fue hace tiempo que sonaban los boleros en el mundo, y ahora pensaba a menudo: Qué vacío está el mundo… Entonces, mientras miraba el cielo con ojos vacíos, pasó un avión carcomiendo el espacio como una polilla, e imaginó que levantaba el brazo y el avión se detenía como los colectivos, él subía, pagaba el boleto y seguía viajando, mirando a través de la ventanilla. Un chasquido en el pasto lo sacó de sus pensamientos, una horrible serpiente se detuvo justo ante sus ojos y erguía la cabeza como si se hallara en peligro. El mundo no estaba vacío, había una serpiente.

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papez

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