/Una noche en la comisaría

Una noche en la comisaría

En mis primeras vacaciones con amigos, elegimos como destino San Bernardo. Teníamos dos objetivos en común: pasarla bien y tratar de ponerla. La playa era el lugar para hacer sociales, la noche era para pasar al siguiente paso. Un día de suerte nos encontrábamos haciendo una previa con unas chicas que habíamos conocido aquella tarde, estaban buenas. Risa va risa viene, nos estábamos divirtiendo. Buscábamos la mirada de alguna y así saber si había alguna chance con ellas o iba a quedar en manos de otros. Una era rubia, estaba muy buena, pero su inocencia hacia pensar que le habían faltado diez minutos de incubadora. Le hicimos creer que Bob Marley había muerto luego de ahogarse con un saquito de té. Otra de ellas tenía unos ojos azules hermosos, alta, bellísima. El tema era que tenía un gran parecido a lavandina Bergesio ( ex Racing) y nos causaba mucha gracia. La tercera de las chicas era el complemento, infaltable complemento. Mientras disfrutábamos de los champagnes, que al mejor estilo Argentino habíamos conseguido en las promociones en época de las fiestas que regala el Mendoza Plaza Shopping (por tener un contacto) y unos fernet Branca que había suplantado hacía un tiempo al glorioso y querido Vittone (hoy en día intomable, ayer el mejor amigo) mi amigo Ger me pide que lo acompañe a la plaza central, quedaba a dos cuadras, para saludar a su hermano que también estaba vacacionando en aquellas playas. Acepto. Para no deshidratarnos decidimos llevar alguna bebida que no nos haga perder la onda que traíamos. Así fue que armamos un fernet en un vaso tamaño familiar, y emprendimos el paseo que nos disponíamos a dar, sin saber qué nos depararía. Llegamos a la plaza con el pecho inflado, con la inmortalidad que siente un adolescente en vacaciones, mirando minas y haciendo alguna boludez que las haga reír.

Caminando por la plaza, en un momento, Ger como si fuera Chilavert por sacar del arco, da un zapatazo a una botella plástica que se encontraba en nuestro camino. La botella esquivó la cabeza de una persona y dio contra un árbol haciendo un estruendo. El individuo al cual casi le volamos la cabeza, hace un giro de 180° y caminando hacia nosotros, saca de su bolsillo una placa policial. Cagamos dije, o nos llevan por agresión a la ley o por venir escaviando en la vía pública. Creo que mi amigo Ger sintió la misma sensación que yo en aquella escena tan tragicómica que atravesábamos. Por un lado sentíamos la adrenalina de ser arrestados por primera vez, ya que nunca nos habíamos mandado una cagada la cual amerite esa situación. Y por otro lado el cagazo del que vendrá, y el dolor de culo que se empezaba a sentir, antes que nuestros padres nos dejen marcadas las zapatillas de las patadas si es que estábamos metidos en problemas. Van a tener que salir de testigos, fueron las palabras del oficial. Sentimos un alivio y una decepción al darnos cuenta que no éramos criminales. Observamos la escena un poco más detenidamente y tres policías de civil se disponían a secuestrar una buena cantidad de marihuana que cuatro chicos se disponían a disfrutar en la plaza. Dos de ellos, al mejor estilo mancha congelada, quedaron embalsamados al grito de un cana y se petrificaron con su porro a medio armar entre sus manos. Creo que uno de ellos estaba más preocupado por no poder fumarse la obra de arte a la que estaba dando vida, que a las consecuencias de la ley.

De manera inconsciente, nosotros, los testigos observábamos lo que los policías nos mostraban, mientras seguíamos hidratándonos con el té de águila mezclado con coca que habíamos llevado -che Ger, dejá el vaso boludo- le dije en voz baja, a lo que él respondió – tomá boludo que se está calentando- tenía razón.

La oficial Quiroga nos explica que la tarea de un testigo en esos casos, además de observar y corroborar el accionar, el secuestro de la sustancia, consistía en transportar la marihuana incautada hasta la comisaria. Nos dan dos paquetitos de los nylon de un paquete de cigarrillos, repletos de piedras de marihuana. Al subir al móvil policial, tropiezo, dejando caer uno de los paquetes. Ger me mira asombrado y uno oficial insinúa que nos queremos dejar algún recuerdo. Ger desinhibido con una carcajada me dice – boludo, se te cayó todo- lo junté como pude. Callados y en silencio llegamos a la comisaria.

En Oficina de delitos nos encontrábamos los cuatro acusados y los dos testigos acompañados de tres oficiales. Paredes pintadas hacía doscientos años, escritorios, y puertas abiertas, un patio interno. Esperábamos el procedimiento que, como era evidente, desconocíamos. Uno de los oficiales se disponía a realizar el control químico de lo incautado, a la cual llamaron “sustancia vegetal verdosa amarronada con olor y textura, aparente picadura de marihuana” y ahí es donde me eche a reír atrayendo la atención de todos los presentes. Era como estar en el set de filmación de Breaking Bad.

Rápidamente al ver sus caras, me llame al silencio. Otro de los oficiales, con un cigarrillo en la boca, no paraba de escribir en la computadora todo lo que estaba ocurriendo. Al ver con la velocidad con la que manejaba el teclado, Ger intentó entrar en confianza con un comentario totalmente gracioso y fuera de lugar -¿horas de Messenger no?- el oficial dejó de escribir, volteó su cabeza mirando fijamente los ojos de mi amigo, luego de unos segundos rió un poco sin dejar la seriedad de lado. Los testigos habían empezado mal. Para terminar de cavar nuestra propia tumba, Ger volvió a llamar la atención con otro comentario poco oportuno luego de que un policía preguntara a los acusados a cuanto habían comprado la piedra de marihuana – yo te la vendía más barata- otra vez eché a reír. Estábamos meando fuera del tarro, decidí cortar con tal situación pidiendo un baño. La sustancia dio positivo. No había que ser un experto para saber que los pibes estaban fumando porro, pero la ley exigía el análisis químico el cual pudimos ver pero no recordamos.

La experiencia nos había hecho importantes, era una nueva anécdota con la cual podíamos tener protagonismo en algunas situaciones. A lo que se sumaba la sospecha de que Ger vendía droga, algo había visto la gente en él, que le preguntaban a cada rato si vendía (la única droga que había visto mi amigo en su vida, había sido en la película “Carlitos Way” de Al Pacino. Doy fé). Era la coartada perfecta para ser distintos. Teníamos el poder de contar algo que nos diferencie del resto. Pero nos dimos cuenta que solo logramos perder una noche más en San Bernardo, para los Argentinos, la Sodoma y Gomorra de la adolescencia. Eran las cinco de la mañana, la noche se acababa, volvimos a casa. La moraleja de este asunto, confirma que aunque tengas la mejor aventura de todas, no te hace ponerla. Volvimos como nos fuimos, sin co Ger.

 

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