/Yo seré tus ojos, Tú serás mis oídos

Yo seré tus ojos, Tú serás mis oídos

Una en punto de la tarde. Salgo del trabajo y voy al Archivo General de la Provincia de Mendoza, ubicado en la esquina de calles: Belgrano y Sargento Cabral. Llego e ingreso al predio y después al salón principal, luego me dirijo a la Sala de Investigadores y el correspondiente saludo a la asistente. Tenía una cita con el Protocolo 104 del escribano Joseph Lagos, pendiente del día anterior; según mis apuntes, debía proseguir con la foja 66. La carátula me anticipa que en su interior hay un documento judicial del 27 de abril de 1778, y según texto original:

Juana Manuela, negra libre, mujer legítima de Felix Suares, dijo que por cuanto su marido se halla en ánimo de pretender su libertad y salir de la esclavitud en que se halla… con la condición de que en el interín que se le restituye, quede sujeta la otorgante a perpetua esclavitud; y conociendo que de libertar al dicho su marido, puede con su trabajo personal, facilitar la paga y restitución, y que de ejecutarlo sin embargo de esclavizarse es en su utilidad y provecho, sabedora de su derecho”.

Guau; un documento único y digno de un título para una nota periodística o una serie en televisión, sin dudas, sería premiada con un Martín Fierro de oro, qué menos y porqué no. Una esclava con carta de libertad, que la canjea para liberar a su marido hasta reunir el dinero exigido, y ambos quedar en libertad. Una historia real ocurrida en Mendoza, el guión estaba escrito y el título impuesto: “amor de esclavos” o “esclavos del amor”; o con una coma, unirlos a los dos.

Soñar es gratis y no cuesta nada, no soy cineasta y no tengo relación con los medios de comunicación, debo seguir con la lectura y olvidar el proyecto en cuestión.

-¿Usted vio Camila? -dijo la asistente.

-¿Qué Camila? ¿de qué habla? -contesté confundido.

-Camila Ogorman y Ladislao Gutiérrez, la película de 1984.

-Ahhh, si si… protagonizada por Susú Pecoraro e Imanol Arias. Generó polémica; él un sacerdote jesuita y ella hija de un hacendado. Una historia de amor verídica del Siglo 19 en Buenos Aires y floja de documentos históricos, según dicen.

-Nada que ver… -refutó la asistente. Tengo la circular que envió Juan Manuel de Rozas a Mendoza ordenando su captura ¿Quiere verla y sacarse la duda?

Me tomé unos segundos para responder y no me animé a comentar que tenía otra historia de amor que daba para una charla informal. Aunque soy un romántico empedernido, no podía demostrarlo en ese lugar; debía mantener mi imagen de investigador serio e impermeable a cualquier tipo de sentimentalismos, habían otros colegas en el lugar y sus miradas me condicionaron. Son historias para damas británicas a la hora del té o un argumento para la telenovela argentina de las cinco de la tarde.

-Otro día, con más tiempo… -contesté.

Sabía que eso no sucedería y no habría otro día, ningún día. La asistente se incorporó de su silla y caminó hasta la sala contigua. Supe que una vez archivado el documento se me haría difícil encontrarlo, no tenía registro bibliográfico de su ubicación y tampoco el año de emisión, y por temor devenido en vergüenza, no volvería a pedirlo.

Por segunda vez, me privaba de escribir un artículo para algún periódico local o revista del corazón o, más ambicioso aún, pensando en una remake de aquella película y una posible segunda zaga, y aspirar a un premio Oscar de la Academia Americana. Ofuscado con mi forma de actuar, di por terminada mi investigación y me fui del Archivo.

Al salir, enfilé por calle Belgrano hasta calle Arístides. Me sentí mal, tuve la oportunidad de trascender y terminé dejando dos documentos librados a un extraño que los descubriría y, al publicarlos, los transformaría en best seller. Sin lugar a dudas, las dos historias de amor más emblemáticas que había leído, una en mi provincia y ambas de nuestra Nación. No hay ninguna que al presente las iguale y dudo que en el futuro surja una que las supere.

Estaba parado en la esquina y debía cruzar Belgrano -calle más calle, doble vía férrea, calle- una de las arterias más transitadas y peligrosas de la ciudad de Mendoza y a nivel mundial, a fin de llegar a calle Colón. Mi mente perturbada y mi corazón deprimido, agaché la cabeza y comencé a caminar; no me percaté que el semáforo peatonal estaba en rojo -aunque en verde es lo mismo- supe que había llegado mi hora fatal. Tomé mi lápiz y saqué un papel, empecé a redactar mi testamento mientras cruzaba -inexplicablemente- los automovilistas bajaban de sus vehículos y me saludaban con aplausos. El destino me daba otra oportunidad, era una señal.

Decidí seguir mi camino y llegar a calle Perú. A mitad de cuadra y de frente a mi persona, una morocha selvática con correa en mano y un perrito muy muy encantador. Me miró y la miré, nos miramos; flechazo o cupido, ficción o realidad, no lo sé y tampoco me importaba. Supe que nosotros -ella y yo, yo y ella- seríamos los protagonistas de una historia de amor que superaría a las anteriores; pensé en mi sastre y en el esmoquin que usaría en la gala. Tenía mi lápiz en la mano y di vuelta el papel, comencé a redactar el discurso que diría al recibir la estatuilla, para finalizar con un… “gracias APTRA por el premio” y “thank you Academy by award”.

Buscaba en mi mente una oración a modo de plegaria que lograra atraer la atención de esa criatura angelical, única en su especie y pasajera premium del Arca de Noé. Hurgo en el bolsillo de mi pantalón en pos de mi libreta de frases hechas, pero la había olvidado. Recurrí a mi biblioteca mental y de los archivos de mi corazón, extraje dos piropos de entre los más legendarios y emblemáticos de mi repertorio, el uno: “si amar es un pecado mortal y mi destino es ir al purgatorio por justicia… la condena será estar solo en el paraíso con los ángeles, la salvación es contigo en el infierno y todos los demonios

Me decidí por el otro y sin dudarlo exclamé: “te parto al medio como un queso”… Cinco segundos después y a partir de una patada circular en mi cabeza, me vi tirado en el piso boca abajo, esposado, y con una pistola 9 milímetros apuntándome a la nuca. La morocha puso su rodilla en mi espalda; y fue en ese preciso instante que me percaté que pertenecía al Escuadrón de Canes, sumado a que sus exquisitas curvas estaban sostenidas por el uniforme de la Policía de Mendoza; y en el extremo de su correa, un ovejero alemán con chaleco antibalas y casco antimotines, que veía a mi cara como su almuerzo.

-Puede permanecer callado y todo lo que diga será usado en su contra ¿Entendió sus derechos? -dijo la Oficial.

-Y si… -contesté.

-Central, Central… la oficial Ochoa se reporta y solicita móvil para masculino entrado en años y muy atrevido. -Cambio.

-Recibido Ochoa, en 5… van los refuerzos. -Cambio y fuera.

Pasaron 5 minutos y nada de nada. A las dos horas… el ovejero alemán se echó de coté y comenzó a lamerme la cara. La oficial Ochoa adujo un dolor en su rodilla y se sentó sobre mi espalda; lo que me dio pie a narrarle los dos relatos que me llevaron a encararla, usándolos como coartada para zafar de una posible condena.

El sueño me dominó y perdí la conciencia; al despertar, tenía a la agente profundamente dormida en posición fetal estilo cucharita y al choco de almohada; todo a plena luz y a la vista de vecinos y transeúntes, festejado por los bocinazos de colectiveros y taxistas.

No fueron 5 minutos y al parecer serían 5 horas. Muy cansada y rememorando ambas historias; la oficial Ochoa levantó la orden de captura citando a Camila y me otorgó la libertad tan ansiada por Juana; despidiéndose de mí con un sutil… “pelotudo de mierda no le digas boludeces a las minas”… sos un desubicado. Antes de cruzar a la vereda norte de calle Colón, volvió sobre sus pasos y a partir de un gesto conciliador, acomodó el cuello de mi camisa; después prosiguió con su ronda vespertina.

Yo seguí mi camino para ver qué pintaba en lo que restaba de tarde, aunque con lo sucedido, tenía para escribir un libro y como protagonistas: Juana y Felix, Camila y Ladislao, Ochoa y yo, no más; sólo tenía que definirme por una y ponerle el título.

Al llegar a la esquina sudoeste de calle Perú y teniendo el semáforo peatonal a mi favor, tuve la posibilidad de cruzar a la esquina sudeste y no lo hice, me detuve a observar algo que llamó mi atención. Veo a un joven que estaba parado en espera que cambie el semáforo para cruzar calle Colón y seguir en dirección norte; portaba en sus oídos una especie de auricular y deduje, sin dudarlo, que escuchaba música a todo volumen.

En la misma vereda y algunos metros más atrás, se acercaba a la esquina y dispuesta a cruzar calle Colón, una chica invidente con bastón en mano y una acentuada inseguridad en su andar al caminar. En ese momento perdí mi oportunidad de seguir, el semáforo colapsó; me quedé parado al escuchar que aceleraban los vehículos que venían por calle Perú sin arrancar, porque comenzaron a desplazarse los vehículos que subían por calle Colón y sin intenciones de frenar.

El joven mira a su diestra y no ve a la chica que pasa por el lado siniestro de su humanidad, en resumen, se rifaba un trágico final y ella la poseedora del número ganador, era inminente que la iban a atropellar. Como no tenía la posibilidad de cruzar, aspiré la mayor cantidad de aire y de mis pulmones un grito ensordecedor, la chica se asustó y se detuvo in situ.

El joven no se dio por enterado y siguió escuchando su música al palo. Ella le habló y él ni se inmutó, seguía en espera que el semáforo diera el rojo para continuar su camino. Ella lo tocó y él se sorprendió, algo le dijo, pero el flaco seguía en su postura y la ignoraba. Ella se aferró a su codo y él cedió su brazo; juntos cruzaron a la esquina nordeste de calle Colón.

En cuanto tuve mi oportunidad y esquivando a los vehículos, me mandé en diagonal adonde ellos ya habían arribado sanos y salvos. Me abstuve de emitir comentario y quedé como petrificado, no sabía qué hacer. Noté que la chica volvió a decirle algo al pibe, él no atinó a sacarse el auricular y dejar su música por un rato, lo que me pareció muy descortés de su parte. Después, un gesto extraño de la piba; extendió sus manos y tocó la cara del flaco, luego las deslizó por su pecho y con un tierno apretón de manos, rozaron sus cuerpos y se despidieron; cada uno por su lado.

Ella siguió por la vereda norte de calle Colón en dirección este y, él, por la vereda este de calle Perú con rumbo norte. En ese momento dudé, tenía la posibilidad de acompañarla a la piba o seguirlo al flaco y putearlo, para hacerle ver que era un desconsiderado; de última, le metía un par de manos y que se fuera todo al carajo, dando por sentado que ese día terminaría en cana y a la oficial Ochoa llevándome a la comisaría a las patadas.

El ancho de la vereda de calle Colón y viendo que la piba se desplazaba sin problemas, me definieron; por lo que comencé a seguir al vago, que ya estaba en mitad de cuadra. Casi al llegar a la esquina de calle San Lorenzo, me ubico a un par de metros de él. El tipo miraba el suelo y con la música a más no dar, no se percata que no tiene prioridad de paso; pegué un grito fortísimo -tanto así- que se espantaron las palomas que estaban al frente en la plaza; pero no me escuchó.

Una camioneta que circulaba rápido y no tenía posibilidad de frenar por la corta distancia que los separaba, me obligaron a correr esos dos metros y tirarme sobre el flaco; con las dos manos lo sujeté por los hombros y terminó en el piso, cayó de espaldas. El pibe no entendía nada, me incorporé primero y lo levanté del suelo; dio media vuelta y me abrazó -correspondí el saludo- luego lo separé de mi y un pergamino de exabruptos descargué sobre su persona. Él balbuceaba y no se expresaba. Yo gritaba y no me escuchaba. Música al mango, mi consejo despreciaba.

Para qué insistir en una causa perdida; decidí seguir mi camino para evitar inconvenientes. Bajé por calle San Lorenzo en dirección a calle 25 de Mayo. Llegando a la esquina, siento que alguien me toma por el brazo; era el flaco que me había seguido, no me dio tiempo a nada y quedé estupefacto. Al instante y sin dudarlo, subió sus manos y se tapó la boca, acto seguido, las elevó hasta sus oídos y algo en su auricular tocó, no alcancé a ver qué. Aunque entre nos, ya era hora que bajara el volumen de la música y se dignara a entablar una conversación civilizada.

Siento que mordisquean mi pantalón, era un perro negro, era el ovejero alemán del Escuadrón de Canes… ¡la puta madre que lo parió!… me denunciaron por maltrato al pibe o un proteccionista por asustar a las palomas. Bingo y cartón lleno, aparece la figura fantasmagórica de la oficial Ochoa por calle 25 de Mayo. Me agarré la cabeza y me tapé la cara, estaba en el horno y a punto caramelo para ser derretido como un queso. Bajé mis manos, las puse en paralelo y las estiré al frente, supuse que era más digno y no tan humillante, a que me vieran esposado por la espalda.

Al despejar mis ojos y enfocar mi vista, observé a la dama de la ley y a la chica invidente caminando a la par y entrelazando sus manos. El flaco a mi lado, respiró profundo y se le iluminó el rostro, pero seguía en su postura de no emitir palabra; y yo, un convidado de piedra a la espera de esclarecer el hecho o terminar de por vida preso.

-Oficial Ochoa, ya me leyó mis derechos ¿y ahora?…

-Nada de Ochoa, soy Marisa. Te vi que tomaste por calle Perú, fui al encuentro de la piba y le hice de guía. Me dijo que gusta del pibe, y por la reacción de él, parece que hay química… ¿No te diste cuenta?

-Ni ahí; que me iba a imaginar que se gustaban.

-Nooo; no hablo de eso.

-No entiendo, Marisa.

-No es un auricular para escuchar música, es un audífono para sonidos extremos; el chico es sordo y mudo, la chica se dio cuenta.

No hicieron falta las presentaciones y, sin rodeos ni preámbulos, se dieron un beso y se tomaron de la mano. No serían necesarios el bastón y tampoco los audífonos, él sería sus ojos y ella sería sus oídos. Nunca se oirían o verían y jamás se hablarían, era lo de menos y no les hacía falta, se tenían el uno al otro y nada más importaba.-


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