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Amanecer rojo telón

Era martes, mi hermana cumplía 24 años y yo salía de trabajar. No hacía tiempo de pasar por casa, fui como estaba vestida, improvisé un poco el make up y pedí un taxi.

Llegué a la dirección, pleno barrio San Telmo. Me recibió una puerta alta, de doble hoja y muy pesada. Atravesé un pequeño pasillo y entré al bar con mi pantalón claro, recto. Unos zapatos de taco color suela, campera de cuero y una mochila. Siempre dije que esa noche yo parecía la profesora de literatura que teníamos en la secundaria.

Él fue lo primero que vi en el lugar: parada canchera, sombra de barba, camisa y pantalón negro, un tatuaje que asomaba en su antebrazo por la manga doblada y una rueda gitana en el cuello.

Respire profundo con una sonrisa que intenté disimular y busqué a mi familia. No fueron difíciles de encontrar, los Murray’s no podemos pasar desapercibidos en ningún lado, siempre protagonistas, robando sonrisas y miradas.

El mozo, se acercó a la mesa, lo tenía a mi derecha, a una distancia donde el tiempo y la trayectoria violaban las horas perdidas entre nosotros. Me trajo una copa y para agradecer lo miré a los ojos, milésimas de segundo donde el silencio reinó en la mesa y nos besamos con un “buenas noches” y un “gracias”.

Pasó la cena entre vinos, risas, fotos y miradas. Siendo la última mesa y el Tano —así se llamaba el mozo— el único atendiendo en el salón, ya lo habíamos hecho parte de la velada. Sobre el postre, se acercaba la hora de irnos. Mis padres partían a casa  y con mis hermanos decidimos que  la seguíamos en otro bar. Yo planeaba en mi cabeza que el mozo terminara su noche en el mismo lugar que yo.

Dimos unas vueltas por el barrio antes de entrar, mis hermanos se quedaron fumando afuera y yo entré un poco antes. Quería retocar el labial y ponerme unas gotitas de perfume.

Luego en la barra pedí una Kingston negra y vislumbré a mi derecha, su silueta encamperada. Sonreí con el primer sorbo de cerveza, tenía sabor a conquista lograda.

La charla se extendió y en pleno encuentro de coincidencias, anunciaron el cierre del bar. Él propuso su casa y los siete que éramos fuimos para allá.

“Su casa” era un ex teatro ubicado sobre calle Independencia. Al entrar, nos dieron la bienvenida unas escaleras, que llevaban a una recepción con estanterías de libros viejos. Seguido un salón grande con piano, un tocadiscos que no funcionaba, un cuadro de Evita y piso milonguero. A juzgar por las mesas y las sillas de los alrededores, aseguraría que más de uno practicó un dos por cuatro en esas maderas ahora maltratadas.

Una atractiva oscuridad reinaba en los baños, y al encender la luz, la entrada al de mujeres, tenía un cuadro de una niña con una muñeca en la mano. Era fascinante, tétrico y no podía dejar de mirarlo. Las telas de araña entre el espejo y la pared parecían puestas a propósito. Era imposible no querer un quebranto de silencio con algún ruido inexplicable y resultaba obvio que más de un fantasma vivía en la ex casa de los Guevara Lynch, y mi meta a futuro —porque claro que planeaba volver— era encontrarlos.

Uno de mis hermanos, imantado al piano desde que llegó con los demás escuchando, yo maravillada mirando todo y el Tano armando uno, con unas flores especiales cortesía de mi provincia.

En una ínfima eternidad de cuelgue, me quedé mirando una máquina de escribir.

Interrumpe el Tano y me dice:

-¿Escribiste alguna vez en máquina?

-No, siempre con papel. Aunque me acostumbré a la compu.

-Era de mi abuela Nélida —mi abuela se llamaba igual— docente y escritora. Empezó con un pseudónimo, firmaba como Scarlett.

Me hubiera encantado ver mi cara en ese momento, donde sentía que estaba ahí por obra y gracia de las causalidades que nos llevan a coincidir y me ponían delante de la herramienta que usaba una vieja Mina Murray de 1930.

¿Por qué volví a escribir? No sé… Pero esa noche quise escribir todo otra vez.

Las horas se fueron con melodías de piano que maravillosamente reproduce Thomás y unas cuerdas que el Tano hacía sonar. “Y así, medio volando, medio cantando” estos siete locos se fueron repartiendo.

Siete menos dos.

No necesitamos hablar de más para saber que el amanecer los estrenaríamos juntos.

Su habitación era también su taller. Artesano, de los que hacen maravillas de piedras y plata. Para mi suerte no habían estacas de madera, sí velas y muchos libros… ¡Por todos lados! En una especie de altar, una edición especial de Dylan Thomas, poeta maldito si los hay. Creo que me mordí los labios, blanqueé mis ojos y sonreí, como reflejo de placer.

Con tanto estímulo, no necesitaba más. Pero había más.

Yo me sentía en un sueño, de esos que vas a lugares increíbles y estamos con rostros que desconocemos.

Sus manos empezaron a desnudarme la ingenuidad, la inocencia de niña perdida, para darme el conocimiento y la luz de un comienzo de éxtasis. El labial de uvas había desaparecido, este Baco no resistía el placer que le brindaban los colores de la vid.

En mi boca, su lengua como cola de Leviatán buscaba desafiar al Kraken que me habita. Una batalla se desataba entre labios, cualquiera hubiera dicho que eso era un beso, pero eran las primeras caricias indecentes de la noche.

Su piel, increíblemente suave, apenas seis meses más antigua que la mía, era una ruta para recorrer con tiempo. Por suerte, lo teníamos. La juventud, el tiempo y las ganas.

Todo influía, fluía y confluía.

Se entrelazaron nuestras piernas, se rozaron nuestras amenazas. Indagamos en las miradas y confundimos a las dudas. Todo era propio en ese instante de carnes eternas, unidas.

Mis dedos buscaban las huellas que mis uñas dejaban en su espalda y ésta se mostraba erguida cual felino sobre mí.

Se deslizó en el húmedo pasaje oscuro de mi secreto peor guardado, vertiente de susurros empapados de vergüenza, guardián de sonrisas y de identidades confesas. Sentí en mí la caminata en arco del poseso en su entrada triunfal. Un escalofrío mutaba de hombro para morir en la columna que arqueaba los finales mejores contados, desafiando el quiebre de las voluntades.

Fueron horas donde la habitación desaparecía y el único mundo éramos nosotros.

Todo su ser era de magia. Todo mi ser era su magia.

Desnudamos el encuentro con indescifrable lujuria de amantes perdidos en el tiempo. Sentí el abandono de su cuerpo en una suerte de humo líquido descansando en mis entrañas.

Desempolvó el piano que suena fantasmal en mí, con la llegada del orgasmo.

Vivimos el sosiego del viento con la muerte del trance, que no era más que el ojo del huracán.

Desafiamos las leyes de la naturaleza y fuimos temerarios de mascarilla y trébol y leímos a Dylan a la luz de su vela sin cansarnos del paso del tiempo.

No logro sacar de mi mente el aroma después de nuestro suceder, su aliento en mi cuello, posterior en mis labios. Los sorbos de vino que nos pasábamos de boca en boca…

Debo dejar de escribir.

Su recuerdo me importuna nuevamente.