La villanía que me enseñáis la pondré en práctica, y malo será que yo no sobrepase la instrucción que me habéis dado.
William Shakespeare
En días como hoy odio a la mañana, abrir los ojos y ver que aún está de noche y que las estrellas están acostaditas con sonrisas plácidas en su rostro.
Odio viajar en colectivo, apretado, luchando por un poco de aire y con los mugidos de los otros pasajeros de fondo.
A las zanahorias, a las lentejas, ambas conspiradoras contra el sabor y el buen gusto; a los obsecuentes, a los soberbios, a los pederastas, a los Testigos de Jehová, al tema “Soy Sabalero”, a las monarquías, a la desigualdad social, a los nazis, a los traidores, a los mentirosos (no a los que juegan al truco), al calor desenfrenado, al olor a sudor y a las almohadas duras.
Odio a los celulares que absorben la energía de la gente y a los que se dejan absorber por éstos, mientras les cae un hilo de baba de sus bocas abiertas.
Odio al viento Zonda.
A las religiones blindadas con oro y palabras que dicen que nosotros tenemos la culpa de todo.
Odio a los que no creen que la Luna sea una nave espacial que nos controla, como el experimento que somos.
A los que se ríen cuando digo que soy vegetariano y me miran como si fuese un ser digno de lástima.
A los que maltratan animales.
Odio a las bebidas alcohólicas y su quimérica elevación a niveles ambrosíacos.
A Palito Ortega.
Odio al tiempo y al tópico de que todo pasado fue mejor.
Odio a las palabras que no conozco, pero cuando sé de ellas me hago amigo incondicional de forma inmediata.
Odio a los drugos, en cierta forma porque en algún momento lo fui.
Al sonido de las baterías desafinadas, que suenan a tacho.
Que me muerdan los labios en un beso.
A las noches sin vos y sin voz.
A los fideos blancos sin queso, no así a los ñoquis.
Odio a los que odian, nos odiamos sin concesiones, sin razones y sin pausa.
Yo odio a Ricardo Arjona y Guido Kaska