/El Carnavagiolazo o de por qué odio a Andrés Calamaro

El Carnavagiolazo o de por qué odio a Andrés Calamaro

El orgullo detesta el orgullo en los demás.

Benjamín Franklin

Un recuerdo de mi adolescencia cae desde la maraña de imágenes.

Algo único para los finales de los ochenta: un recital multitudinario de bandas de Mendoza, con el agregado de dos invitados de Buenos Aires: Los Violadores y Andrés Calamaro, presentando su disco “Loco por ti” de 1988. Era en el estadio cerrado de Andes Talleres, en calle Minuzzi. Hablamos de tiempos en los cuales internet era sólo una idea y la única manera de enterarse de algo de esa catadura eran los volantes entregados en mano y la pegatina de afiches con la información del evento y prometiendo un nuevo festival de Monterrey, sin las Panteras Negras de encargados de seguridad. Puro rock, sangre rock, ADNrock.

El estadio cerrado lucía repleto, todas las gradas llenas y mucha gente en la cancha de basquet. Por mi parte estaba feliz, pletórico de rock porque venían Los Violadores e iba a escuchar la represión a la vuelta de la esquina y además Calamaro y el resto de las bandas de Mendoza, de las cuales sólo me acuerdo de algunas: Histeria, La Rebelión, Stress y otras más que el tiempo me hizo mandar a la papelera de reciclaje mental.

La bomba estalló entre los presentes. Alguien se enteró de que a Los Violadores los habían metido presos por tenencia y consumo de estupefacientes, o sea que los engancharon con fafafa o con faso. Calamaro, en protesta por lo sucedido, no iba a tocar. La decepción fue viral. A pesar de todo las bandas hicieron olvidar las ausencias porteñas y las Fender Stratocaster, los Jazz Bass y la Ludwig Vistalite hicieron vibrar las chapas del estadio cerrado de Andes Talleres.

En las postrimerías del evento comenzó a circular un rumor felliniano: Calamaro iba a tocar, sólo cinco temas en el Carnavagiolazo, que eran los bailes que se hacían en las instalaciones del club Giol en Maipú. Un lugar en las antípodas de la ideología de mi tribu. Allí reinaban el cuarteto, la cumbia y las orquestas típicas. Era improbable de que tocara Andrés Calamaro.

En esa época la caravana no se detenía, las giras eran mágicas y misteriosas. La esperanza de más de todo estaba latente, así que con algunos visionarios más partimos para el club Giol en el Peugeot 303 de alguien, no sé de quien.

Llegamos al club Giol, damas gratis y colectivos en la puerta.

Y era cierto nomas. Preguntamos en la taquilla y estaba pautado el toque de Calamaro.

Sólo yo tenía plata, el resto dijo que me esperaban en el Peugot 303.

Al entrar me sentí mucho más distinto de los demás de lo que comúnmente me sentía. Mi cabeza rapada, mis jeans rotos y mi remera con la inscripción alada de Led Zeppelin contrastaban con los sacos y corbatas, pelos engominados y zapatos lustrados que lucían los asistentes usuales.

Intenté hacerme invisible.

Los parlantes eran un púlsar mientras se escuchaba “488 kilómetros” del Cuarteto Imperial.

Desde un costado me puse a observar las situaciones que se desencadenaban, mientras dejaba que el tiempo pasara. Un grupo de hombres que estaba cerca mio me observaba insistentemente. La invisibilidad no funcionaba. Uno de ellos amagó a acercarse a mi, pero los otros lo sujetaron.

Decidí de que era buena idea caminar mientras esperaba. Sentía que me miraban como al Hombre Elefante. Me creían invasor. Uno tropezó conmigo y no fue accidental. Otro me arrimó en un bisbiseo la palabra «Puto» a mis oídos. Un tercero, con una corbata espantosa, me dijo sin rodeos «falopero» (cosa que no era muy errada) Desde atrás me llenaron de papel picado.

La cosa se estaba poniendo áspera.

Traté de levitar sobre la multitud y refugiarme en las alturas, pero no resultó.

Caminé hacia el baño con la vista en el piso. Las amenazas ya no eran veladas y a mi ni siquiera me gustaba Calamaro, iba con la absurda idea de que iba a tocar “No te enamores nunca” de Los Abuelos de la Nada, pero estaba viendo que no valía la pena una golpiza.

Estaba a punto de ser golpeado en las entrañas del Carnavagiolazo

Entonces ocurrió algo. De frente a mi venía caminando una figura inconfundible. El mismísimo Andrés Calamaro se acercaba con una botella de whisky, con anteojos oscuros y una campera de cuero. Me detuve y me quedé mirándole, sin creerlo; de alguna manera imaginé de que era un salvavidas. Un norte en esa brújula.

Cuando estuvo cerca le estiré la mano esperando la respuesta a mi saludo. Pero, en actitud de rockstars porteña, me ignoró; pasó de largo y se metió detrás del escenario.

Me quedé ahí, en tierra de nadie.

En ese momento no tomé verdadera dimensión del despecho que había sufrido, así que me dediqué a sobrevivir en ese entorno.

Subió la banda de Calamaro a tocar sus cinco temas ante la indiferencia de la gente que se dedicaba a tirarse papel picado y consumir alcohol en medidas alucinantes.

No tocaron “No te enamores nunca”.

Cuando salí, casi corriendo, el Peugot 303 no estaba. Tuve que caminar por el carril Maza hasta el Sarmiento y desde ahí hasta Luzuriaga.

Mientras caminaba de vuelta, acompañado solamente por el titilar de los semáforos, el odio germinaba dentro de mí. La mano derecha me ardía por el ultraje de la indiferencia.

Cuando llegué a casa Andrés Calamaro era mi enemigo declarado, cosa que seguramente ignora.

Y la cosa perdura porque en la espesura de la memoria mi mano aún sigue extendida y negada.

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