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Ciudad de pobres corazones

Es viernes, estoy sola y no es tarde. Apenas veinte minutos para la medianoche. Madrugada sin sueño, sin historia y con ganas de aire nocturno. La luna está oculta y enmascarada, como yo, quizás como todos. ¿Qué hay en donde las luces están nunca se apagan? ¿Qué hay más allá del ruido ensordecedor? Más y más de lo mismo.

Me quito las pantuflas y me calzo las botas arriba del jean. Me saco el buzo y la remera. Me pongo un push-up y una básica ajustada color beige. La campera de cuero va bien. Llamo a un taxi mientras me delineo los ojos y la boca. Un poco de gel en el pelo y estoy. No, no estoy, me falta un poco de color en los pómulos y el rímel.

Hace unos años este momento era un ritual sagrado. Ya no hay magia, no voy a encontrar nada que no haya visto ya en esta puta ciudad. ¿O sí?

Me subo al taxi y le digo al chofer que vamos a dar una vuelta, que no tengo rumbo fijo todavía, que vemos.

—Supongo que me vas a pagar en efectivo, reina… —me dice.

—Obvio, campeón. No es tu noche de suerte y  gracias a Dios no sos Arjona.

—Pero mirá que tengo historias… ¿Te querés sentar adelante?

Pienso un momento. Pero le digo que no, que vamos para San Martín Sur.

Arranca y pone la radio. Suena Charly. Me acuerdo cuando estuvo en el Frank Romero Day. Me acuerdo también de Fito. Me duele Ceratti y extraño a Spinetta, pero es algo que se me pasa cuando me acuerdo de la guitarra en las manos del Seba.

—Hay algunas canciones que son eternas, ¿no te parece? —le digo cuando empiezo a ver las primeras luces nocturnas, y balizas en la calle y policías en la orilla.

—¿Te molesta si fumo? —pregunta él.

—No, para nada, convidame uno.

Me pasa el paquete y me pide que le prenda el de él, para no desviar la mirada de la calle. No hace falta que le diga que vaya en segunda, hay cola de autos.

—¿Estás buscando a alguien?

—No, pero… quién sabe…

Vemos a una pareja joven besándose en el semáforo. Ella le pasa la mano por el cuello y él le acaricia la cola por arriba de la minifalda. Me acuerdo de las noches en el parque de Freedom, con el trago en la mano, la música de fondo que salía de la pirámide y las sombras de los cuerpos en los autos.

Podía salir en musculosa a pleno invierno, el frío no existía para nadie. ¿Qué será del Rodrigo y su fiat celeste? ¿Y qué habrá hecho el Gaby con el Renault 18? Al Robert lo vi hace un tiempo, andaba en una fiorino. Me ofreció ponerme la plata para editar un libro. Me iba a salir caro el libro y a él, barato cogerme. Me cagué de risa. Le dije que con esa plata llevara de vacaciones a su familia.

—¿Tenés familia? —le pregunto al taxista.

—Dos pibes. Viven con la madre, estudian, no andan de noche. La nena va a cumplir quince dentro de poco…

Quince años… La barrita Bazzoka en el Colina de Oro eran los que siempre caían a los bailes. Nosotras éramos cinco, nos juntábamos todas las tardes en la heladería de la calle Maza. Ni me acuerdo a qué, seguro a esperar a los de la barra.

El Fito se fue a vivir a España, allá empezó a laburar como tornero y ahora tiene una tornería. Dicen que se compró un tambo en Mendoza. Me da risa… El Fito… nadie daba un peso partido, por el negro.

Al Ariel no lo vi más cuando dejó de noviar con una de las chicas. Y al Gusti lo sigo viendo, por ahí. A mí me parecía que era igual a Tom Cruise, sin moto, claro. Siempre andaba en la parte de atrás de la del Ariel, ahora recuerdo que eran primos. Me había enamorado de él (del Gusti), pero era un bohemio. Y no, no era Tom Cruise. La última vez que me lo encontré, caminando por el boulevard de la calle Mitre, ya le quedaba poco pelo. Seguía petiso pero me miraba con la misma perversión, que ahora ya no disimulaba.

En San Martín Sur no había nada interesante. Encaramos para Arístides. La cosa cambia. El chofer me dice que es principio de mes, que la semana pasada estaba muerto. Veo un par de caras conocidas en grupos, caminando en busca de ¿algo? ¿Qué?

Cerca del Palenque me acuerdo de Martín, esa noche que salimos para intentar salvar algo de los escombros. Comimos un lomo y tomamos una cerveza negra, el menú fue lo más divertido de la noche. Niego con la cabeza.

El Club de la Milanesa está lleno, en la carta hay un vino que se llama Lágrima Negra, el dueño me regaló uno, pero me dio la versión blanca, quizás porque en ese tiempo yo usaba el pelo rubio.

El bar irlandés me gusta. Una vez la cubrí a Amalia, que quería poner a alguien entre ella y el flaco que tenía ganas de tener una cita distinta a mitad de semana. Creo que la tuvo, salí a fumar y me quiso acompañar, se le calló la mandíbula cuando prendí un purito con sabor a vainilla. Lo fumamos juntos, le dije que esa mierda con etiqueta roja que amagó a prender, dejaba feo gusto en la boca. La tertulia terminó en la casa de Amalia. Ahí tomamos unos tragos y él se terminó yendo porque se dio cuenta de que no iba a tener fiesta, ni con una, ni con otra, menos con las dos.

Después de que se fue, de tanto brindar con licores de los colores que encontramos (ella por el Fabián y yo por el Fernando), nos quedamos dormidas llorando, ebrias. El desamor nos pone patéticas.

—¿Cómo te llamás? —pregunto.

—Juan, pero me dicen Lolo.

Ni le pregunté por qué y él no me lo dijo. ¿Si le dicen Lolo, para qué me cuenta que se llama Juan? Al llegar a la esquina de Paso de los Andes, le digo que demos la vuelta por Rufino y bajemos por Belgrano. Ahí subía el target de edad y la mayoría en pareja, plan romántico a las brasas, mezclado con perfume importado, carta de vinos Premium y seguramente tangas de encaje debajo de la ropa.

—Parate en la esquina de Emilio Civit, tengo ganas de comer helado —le pido.

—¿Te espero?

—Como quieras. Si no, cobrame.

Decidió esperar y puso en pausa el controlador. Le pregunto qué gusto quiere y me dice que mejor se baja conmigo. Pidió un cucurucho grande de chocolate y maracujá. Yo siempre elijo limón cocado, solo. No mezclo sabores.

Nos sentamos un ratito en la vereda y miramos a los que entraban y salían del Sushi Club. Algunos se encaminaban al casino. Me volví a acordar del Seba y una noche que lo fui a escuchar tocar ahí. Le mando un mensaje a ver en dónde está tocando hoy. Me contesta que está por empezar en un barsucho de la Arístides. Le digo a Lolo que volvamos y que me deje en la esquina de Olascoaga.

—¿Ya encontraste lo que buscabas, reina?

—Ponele…

Me redondeó la tarifa en trescientos, me dio las gracias por el helado y me extendió una tarjeta para que lo llame si vuelvo a querer una vuelta. Le guiñé el ojo al bajar.

Cuando entré al bar, había de todo en el medio de las sombras, tan ebrias como fascinadas con el ruido a nada.

Lo veo al Seba intentando una prueba de sonido. Me ve y se viene a la barra. Pide dos cervezas y me cuenta que le está haciendo el aguante a uno de los alumnos de la escuela de rock. Yo sé que no le gusta el quilombo.

Él también es un bohemio, pero no como el Gusti, es más intenso. Su bohemia es acercarse a mi boca y oler mi respiración, porque para él era “respirarme el alma” y luego darme la suya en un beso.  No me quedé mucho más en el bar, aunque quiso sobornarme con tocar la canción que me había escrito. La historia tenía un poema, tres cuentos y una canción. Demasiadas letras.

Le agradecí la cerveza, le di un abrazo y salí. Me encaminé hacia el oeste. Iba mirando, descubriendo a los tramposos, a los solteros, a las aventureras y a los que, como yo con Martín (años antes), sorteaban el aburrimiento de rutinas soporíferas.

Todos sin filtros, impunes en sus propios desatinos, a las risas, a los gritos, en la exhibición desmesurada de encantos a la carta. Un carnaval lejos de Venecia.

Llego, casi sin darme cuenta de las cuadras caminadas, vagando en la búsqueda de una mirada que disparara la emoción, de nuevo a la esquina de Paso de Los Andes. Me siento en un banco de la plazoleta. Inspiro. Cierro los ojos. Siento que alguien se sienta a mi lado.  Abro los ojos, ahí está, para mi sorpresa, Fabricio. Lo miro sin saber si es un fantasma, su cuerpo o mi imaginación.

—¿Qué hacés dando vueltas por acá? —me dice.

No era un fantasma. Caigo en la cuenta de que su casa estaba cerca, pero ni siquiera sabía si seguía viviendo ahí. Han pasado tantos años…

—Tenía ganas de caminar y buscaba una historia —contesto.

—Te quedan lindas esas botas.

—¿Qué hacés vos?

—Ya sabés que soy un noctámbulo, no me acostumbro a los horarios normales.

Me quedo mirando algo que podría ser eso que llaman “vacío”, pero era un túnel del tiempo, un espiral de imágenes, emociones, recuerdos, fantasías de noches insomnes. Nunca terminamos del todo porque no sé si alguna vez empezamos, si alguna vez hubo algo que marcara el inicio de un camino ajeno a la tangente que siempre decidió tomar, si alguna vez se arrepintió de sólo consentir el deseo lejos de mi piel. Sí, se arrepintió. Me lo dijo una noche por chat, a las tres de la madrugada. En ese momento no le dije nada.

Se acerca y me abraza. Apoyo mi cabeza en su hombro. Su dedo me marca la guía del bretel en el corpiño. Sonrío brevemente y sé que él también lo hace.

—Llevás sostén, pero no importa, voy a fantasear con la ausencia de bragas.

Se para en el semáforo un cincuentón melancólico que cantaba Seminare a viva voz, con los vidrios bajos en el Clío.

—Si pudieeras olvidar tu meente, freeenteee a miiii… seeee que tu corazón, diría que sí —canto casi en un murmuro.

—Vení, vamos a mi casa, hace tiempo que no hablamos.

—Estoy buscando una historia, Fabri.

—Por eso mismo, nena, por eso mismo. Son las dos y nos quedan pocas horas.

Y encaramos abrazados, en silencio por la penumbra de la vereda. Esa historia tendría pocas palabras para ser narrada, pero podría resumirla en dos: ¡Al fin!

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