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Comedia, tragedia y ficción

La senda que lleva al paraíso comienza en el infierno.
Dante Alighieri

Esta es la historia de Zen y Lito. Ambos hombres, ya entrados en la cuaterna de edad, se disponían a volver a sus hogares luego de haber bebido bastante durante la noche.

Zen se encontraba en un estado que tazajeaba lo improbable, casi al borde del vómito. Por otra parte, Lito, y como era de costumbre, venía manejando por la ruta siete en dirección a una famosa ciudad de la zona este.

Cuando estaban cerca de arribar al hogar de Zen, éste se reincorporó en el asiento y exclamó:

—Lito, no puedo llegar así a mi casa. Me va a matar mi señora. Por favor, hace lo que hacías cuando éramos chicos. —Las palabras parecían destilarse como el alcohol de su aliento. La frase era inentendible para cualquier mortal, excepto para Lito, que lo conocía prácticamente de toda la vida.

—¿Querés que te cuente una historia? —sonrió atisbando un poco de nostalgia, hacia mucho que no le tocaba narrar algún hecho ficticio—. Está bien, déjame pensar —dijo mientras se concentraba. Luego de unos minutos, se dio cuenta de que había olvidado casi todos los cuentos. No recordaba ninguno de Stoker, King, Laiseca, Lovecraft, Poe, Parker, Cortázar, etc. Lito estaba orgulloso de su conocimiento literario. Sin embargo, lo había olvidado todo—. «¿Qué hago?» —pensó.

Desvío la mirada a su amigo que lo observaba impaciente. Frunció los labios, cómo quien busca una respuesta rápida y recordó algo. Un hecho que lo tenía a mal traer desde ya hacía algún tiempo. Entonces, sin apartar la vista del camino, pero reduciendo la marcha para poder contar la historia dijo:

—Te puedo contar una historia real, una que le pasó al amigo de un amigo.

Zen sonrió entusiasmado—. Dale, pero comenza diciendo: Erase una vez.

Lito contuvo la carcajada y casi olvidó la depresión que lo había hecho cautivo unos segundos antes—. Está bien —respondió —erase una vez…

Un muchacho común y corriente, cuyo nombre es Jesús.

Jesús era un muchacho como cualquier otro, un joven de dieciocho años, entusiasta, alegre, un tipo muy jovial. Pero, cómo es común en todas las historias, la desgracia llegó a su vida y lo sacó de su zona de confort.

—Tu mamá tiene cáncer —dijo Miguel con la voz quebrada frente a sus hijos.

—¿Qué? —interrumpió Emmanuel, el hermano mayor de Jesús—. ¿Cómo puede ser, papi? Si hicimos todo, para que esto no pasara. La cirugía, la biopsia, los médicos decían que hicimos todo a tiempo —se lamentó el joven de veinticinco años, mientas que Jesús solo miraba como un espectador sin poder entender la magnitud de lo que pasaba.

—Este hijo de puta la operó mal. No le sacó la mama y el cáncer hizo metástasis. No le digan nada. Vamos a estar con ella…

—¿Cuánto tiempo le dio el médico? —interrupió Jesús haciendo hincapié del mal carácter que lo llevaría a tener problemas más adelante.

—Un año, negro —respondió con cariño a pesar del maltrato de su hijo—, pero hay esperanza. Vamos a seguir con el tratamiento…

No vale la pena que te cuente está aterradora parte de la historia. La pobre mujer en cuestión murió a los meses de esta conversación. Hubo un error humano, muy grave, que le costó la vida a una madre que estaba por comenzar a disfrutar de la vejez.

Cada uno vive el duelo como quiere, o, mejor dicho, como puede. Miguel y Emmanuel llevaron una vida más o menos apacible, aunque sin dejar el dolor de lado.

Sin embargo, el más pequeño de la familia no lo vio así. Al contrario, se llenó de odió, remordimiento y culpa, pues nunca superó la enfermedad de su madre.

Se inventaba mil pasados, donde su mamá siempre se curaba, sin embargo, siempre volvía al mismo futuro al despertar. Ella no estaba y la soledad se apoderó del joven adulto que cambió su forma de vivir y sus amistades.

Ahora era un adulto más, queriendo terminar una historia, sin haber leído nada, pero sabiendo que debía terminarla si o si cuanto antes.

La primera vez intentó cortarse las venas, pero el filo frió de la navaja al hundirse en la piel lo devolvió a la realidad.

Lanzó el cuchillo a la otra punta de la casa, sintiéndose un cobarde. Quería morir, era obvio, pero no quería sentir dolor. Entonces, optó por tomar pastillas, juntó todas las pudo, escribió una carta y se las tomó.

Alrededor de las tres de la tarde se despertó en su cama, lleno de heces y vómito.

Las pastillas no lo habían matado, su estómago era fuerte. Fue cuando, sufrió una epifanía, como si un ángel hubiese descendido del cielo y le digiera que ese no era su momento, que antes de partir tenía que hacer algo y entonces lo comprendió.

Su subconsciente no lo dejaría morir hasta no terminar con la vida de quien le causó tanto sufrimiento.

Fue así, que Jesús comenzó una cacería. Empezó a seguir al doctor que le realizó la mala praxis a su mamá.

Lo seguía día y noche sin ser detectado, oyendo voces que lo convencían de matarlo y suicidarse ipso facto.

Su rutina siguió así, durante meses. Siguiendo al doctor, aprendiendo sus horarios, llegado hasta averiguar qué el tipo tenía una amante.

Gracias a la vida en la calle conoció mucha gente mala y una fría noche de julio tomó prestada una versa 22 de un amigo y se marchó, cual verdugo, a la búsqueda del asesino de su madre.

Había practicado y repasado la secuencia unas diez veces. Creía estar listo. Entonces, se escabulló detrás de un árbol y se quedó esperando.

A los cinco minutos su corazón se llenó de ira, miedo e incertidumbre; el asesino estaba ahí.

Lo siguió como siempre, a una distancia prudente, esperando el momento en que el doctor se parara frente a la entrada de la playa de estacionamiento de la clínica.

No había nadie a esa hora, solo el doctor, que no sabía que estaba a punto de morir; y Jesús, contemplando el frió tacto de la versa.

La sacó con una facilidad ridícula del bolsillo y apuntó a la espalda del hombre que lo llenó de desgracias.

Sin embargo, cuando estuvo a punto de gritar el nombre del nefasto cirujano, se calló, guardó el arma y se fue.

En el viaje de vuelta se golpeaba la cabeza, se arañaba a sí mismo y se arrancaba mechones de pelo. Se sentía un traidor, un cobarde por no darle muerte a quien, por un error, le quitó lo que más amaba.

Llegó a una plaza. Colocó el cañón de la versa en la sien y suspiró. Todo iba a acabar dentro de poco. Entonces, en ese momento, un cura apareció caminando con su perro, siendo testigo de su oficio las precarias luces de mercurio del espacio verde.

—¿Que estás haciendo? —preguntó en tono autoritario.

—¿A usted que le parece que hago? —respondió Jesús con la voz quebrada.

—Una estupidez, ahora que me lo preguntas. ¿Puedo sentarme a hablar con vos?

—No, si se acerca, me mato.

—Está bien —dijo el clérigo intentando cambiar los ánimos—. ¿No te gustaría acariciar un perro antes de hacerlo?

La pregunta a Jesús le pareció estúpida y fuera de lugar, aunque por algún motivo cuando vio la expresión de inocencia del can se quebró.

El cura aprovechó, se acercó y entablaron una larga conversación. Fin.

—¿Cómo que fin? —inquirió Zen denotando que el efecto del alcohol había abandonado su cuerpo—. Ese no puede ser el final.

—Lo es —exclamó Lito sonriendo.

—No, decime al menos de que hablaron.

—De todo —suspiró—, de la vida, la muerte, lo que Jesús estuvo a punto de hacer, de personas que sufren, del amor de Dios y su voluntad, etc.

—Ah, —Zen bajó del auto sin demostrarse demasiado contento con el final, pero cuando estaba por marcharse se volvió y preguntó:

—¿Qué pasó con Jesús después?

Entonces evitando reír Lito respondió: —Jesús aprendió a ver la vida diferente, terminó de estudiar, consiguió trabajo e incluso se casó y tuvo cinco hijos.

Zen frunció las cejas—. ¿Cinco hijos cómo vos?

—Sí, como yo.

Zen se volvió a la entrada de su casa sin dejar de mirar a su amigo que estaba a punto de concluir la velada con una frase que se grabaría a fuego en su memoria.

—Así es la vida, Zen. Tragedia, comedia y ficción.

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