Ser tan enamoradiza me ha llevado a diferentes partes del mundo a lo largo de mi corta pero intensa vida. En octubre de 2019, por ejemplo, estaba viviendo en Santiago de Chile, a 3 cuadras de la Plaza de la Dignidad, antes conocida como plaza Italia o Plaza Baquedano. Ahora todos estamos en cuarentena, y lógicamente las noticias sobre el país vecino giran más en torno al número de contagios, el cierre de fronteras, y las políticas neoliberales. Como esas que permiten a las empresas suspender a los empleados por tiempo indeterminado sin pagarles el sueldo. Porque al oeste de la Cordillera, lo que importa es la economía (de algunos).
Pero todo mendocino que se precie todavía recordará las fotos de Santiago de Chile en llamas. Las paredes pintadas, los carros lanza agua de los carabineros apuntando a los manifestantes encapuchados, y los testimonios de algún turista argentino desprevenido a quien le tiraron piedras en la ruta. Las dudas mendocinas sobre si viajar o no en el verano a la playa, junto con los impuestos solidarios al turismo (JA! A que ya nadie se acordaba de eso que tanto nos preocupó en el verano) hicieron que, a pesar de las ofertas veraniegas y de las útiles notas mendolotudas sobre el idioma para evitar malos entendidos, este año Reñaca no fuera Reñaca, (no como esa vez, hace unos 10 eneros, cuando fui un par de días al departamento que mi amiga más cheta había alquilado con sus compañeras de colegio. Cuando bajamos a la playa, una de las chicas me dijo que le encantaba mi malla. Que la había visto un montón. Pero no en Reñaca. Y no ese año).
En fin, el estallido social llamó la atención en Argentina, pero paralizó a Chile. Ni siquiera la pandemia global y los 1500 nuevos contagiados diarios han logrado algo parecido. Hubo una semana en que no hubo transporte público de ningún tipo, y los autos no andaban porque no había semáforos y en general se respiraba miedo. Tampoco había supermercados abiertos, y los almacenes vendían lo que les quedaba, porque estuvieron cortadas las redes logísticas de abastecimiento de comida. No había pan, incluso era difícil encontrar levadura para amasarlo (no sé por qué, a todos de pronto nos agarró la necesidad imperiosa de comer pan). Las universidades suspendieron las clases el 18 de octubre y nunca volvieron a retomarlas (se suponía que volverían después del verano, pero bueno… COVID 19)
Lo peor fue ver a los militares en las calles. Y cuando hablo de militares, hablo de soldados con ametralladoras en las esquinas. Hablo de que fui a una comisaría para tramitar el certificado de estar en el extranjero para justificar mi no voto en las elecciones presidenciales del 27 de octubre, y me encontré con abogados de ONGs de derechos humanos exigiendo datos, con listas de detenidos desaparecidos en las manos. Lo peor, claro, fue empezar a saber de las torturas a los manifestantes. Y seguir saliendo a marchar.
Porque el estallido social en Chile también tuvo de lo otro. Tuvo familias enteras en la marcha grande, esa donde se juntaron 1.200.000 personas (en una ciudad de cerca de 7 millones). ¿Se imaginan lo que son 1.200.000 personas en una marcha? Es casi como si estuviera toda la población de Mendoza concentrada en unas pocas cuadras, con carteles chistosos como “Le tengo más miedo a mi peluquero que a tu represión” pero también terriblemente serios como “violento es que me llamen para la primera sesión de quimioterapia 2 meses después de que me morí”. Los que más se repetían eran los de “Chile despertó” y “hasta que la dignidad se haga costumbre”. Porque en Chile el Estallido Social fue sobre la dignidad.
El país donde la Constitución Nacional fue redactada en dictadura, y ratificada por un plebiscito que de libre no tuvo nada, llegó al punto donde dijo basta. Los comentarios poco atinados de los ministros sólo terminaron por agotar la paciencia de los estudiantes, quienes lideraron el movimiento negándose a pagar los pasajes del metro. El pasaje en Santiago de Chile sale alrededor de 800 pesos, que son cerca de 80 pesos argentinos. Cada pasaje.
A ello se suma que la mayor parte de los estudiantes que terminan la universidad tienen deudas por más de 15 años con los bancos que financian sus estudios. Y el sistema de jubilaciones funciona de una manera muy extraña, basada en el ahorro individual, donde hay empresas que te cobran por gestionar la inversión de tus ahorros obligatorios (que no podés retirar hasta jubilarte) pero si invierten mal y perdés plata, no se hacen responsables y lo asumís vos(¡!). Las bondades del capitalismo, esas de las que no escuchábamos cuando veníamos con valijas vacías a comprar ropa barata, televisores y celulares a los Malls.
El estallido social también se trató de cabildos ciudadanos. A todos nos suena el cabildo abierto del 25 de mayo de 1810. Bueno, en Chile se armaron cabildos de nuevo. En las plazas. En las universidades. En los clubes de barrio. En las uniones vecinales y hasta en canchas de fútbol. Personas que se reunían para conversar. Para hacer diagnósticos y proponer soluciones. Conversaron académicos con estudiantes de secundaria, amas de casa y cuidacoches. Armaron informes en todos los pueblos de Chile. En general las esperanzas se ponían en la Nueva Constitución.
Al mismo tiempo, y del otro lado del miedo y del barrio, se organizaron los chalecos amarillos. Al principio, estas prendas fueron el elemento que daba unidad a los vecinos que se organizaban para defender sus negocios de los saqueos de las primeras semanas de la crisis. A mí me llamó un amigo de noche muy preocupado porque estaban saqueando los kioscos de los vecinos y temía que entraran a su casa, a desarmar el almacén. Porque hubo saqueos. En general focalizados en supermercados y grandes tiendas del estilo de Falabella o almacenes Paris, pero también fueron saqueados negocios de barrio.
Pero pronto, fueron los dueños de las grandes empresas los que les exigieron a sus empleados que se pusieran los chalecos amarillos y salieran a hacer número para disputarle la legitimidad a la gente de las marchas (les sonaba bien el tema de los chalecos amarillos… por las protestas en Francia). Son los mismos que ahora hacen campaña por el “no” en el plebiscito para decidir si se pondrá en funcionamiento el mecanismo para redactar una nueva constitución (porque en Chile definitivamente son muy apegados a las reglas, hasta para hacer revoluciones). Incluso algunos alcaldes UDI (el partido que hizo campaña política por mantener la dictadura de Pinochet y no retornar a la democracia… sí, hay políticos en Chile que todavía defienden a Pinocho) les pedían a los empleados municipales que fueran a las marchas a sacar fotos y así tomar represalias.
Otra cosa llamativa del Estallido fue la gran cantidad de grupos que se pusieron de acuerdo para manifestarse. Cosas insólitas como barras bravas completas poniéndose de acuerdo en exigir que no se retomara el campeonato de fútbol y así evitar distraer la atención; agrupaciones feministas que lograron posicionar sus canciones en todo el mundo (y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía…) miles de personas levantando banderas mapuche como símbolo de resistencia. Todo estos fueron motivos para la esperanza.
En fin, octubre en Chile tuvo olor a plástico quemado y jugo de limón. Porque es bueno para contrarrestar el efecto de las bombas lacrimógenas. Tuvo sabor a las cervezas que se vendían los viernes en las marchas, y al agua que los vecinos le pasaban a los manifestantes desde los balcones. Tuvo el rostro atrás de una capucha de la primera línea, que escondió tanto a los artistas que bailaban para defender la belleza en medio del caos como a los desesperados que prendieron fuego bicicletas, universidades y semáforos. Octubre en Chile sonó a Víctor Jara y al “Derecho de vivir en Paz”.
La verdad es que no sé qué va a pasar con el Estallido. La pandemia no facilita las reuniones masivas en la Plaza de la Dignidad, y la Nueva Constitución se ve cada vez más lejana. Espero que el país trasandino recupere el rumbo. Así como hicimos los mendocinos con la 7722. Por mi parte, aprendí que no vale la pena preocuparse por la temporada de la bikini que llevás a Reñaca.