Este texto que no cuente una historia como se dice que se deben contar las historias, con un principio y también un final. Es que los finales son principios y lo que importa, en realidad es el entretiempo entre empezar y terminar.
Hay aquí una oda a las palabras porque es tiempo de hablar, de decir verdades que han estado silenciadas, de mostrar aquello que permanecía bajo el velo de las inconveniencias, las interferencias mundanas, del ruido pagano que no dejaba conectar con la frecuencia del tiempo oportuno para lo inescrutable de lo inoportuno y por eso mismo, esencial como todo aquello que Sáint-Exúpery declaraba invisible a los ojos que sólo ven con la retina.
Necesitamos aire y vamos encontrando el escape que permite el vuelo a través de la rendija de la ventana, el canto que encanta en el silencio de los cielos que se cuela por el alféizar con la brisa otoñera de color ámbar, el juego en las ramas de hojas caídas que no esconden la mirada y desnudan las alas de plumajes rancios.
Las palabras entre los pentagramas de hojas y pantallas crean una música dulce y mágica que nos trae al oído un susurro estelar que trasciende la piel a pesar de erizarla.
Hay un momento de calma que arremolina los adentros hacia la turbulencia inesperada que hace caer los velos y las máscaras que nos pusimos para agradar a los ojos que, cuando podían, no nos miraban.
¡Qué tiempo de milagro para las palabras! A través de ellas es como llegamos ahora al alma. Salen, desprejuiciadas, despojadas de apariencias, en la intimidad del uno a uno sin testigos ni detractores, sin ojos en los cerrojos, sin dedos acusadores que reclaman.
Las palabras son ahora los besos que llegaron tarde, las caricias tímidas que se quedaron en el camino de las manos al aire o entrelazadas en otra que ya no acariciaba.
Las palabras que se dicen al reflejo de la luna en la noche oscura y viajan por el espacio hasta anclar en otra luna a la que otro le dice también palabras como quien lanza runas al destino.
Las palabras se actualizan y anidan, quedan flotando con su perfume como la redonda fusa anclada en entre blancas y negras que danzan juntas o saltan solas de una línea a otra.
No hay márgenes ni puntos finales en la charla infinita sin hola ni adiós. Eterna cadencia entre los días y las noches sin tiempos de octavas cortantes al compás del taconeo vigilante. Van las palabras balanceándose con las caderas, arrodillándose, tomando las manos para besarlas o lamer los dedos en el orgasmo tibio que se escapa en el gemido.
Van las palabras con los pañuelos al viento, más allá de los barbijos y traspasando los párpados semiabiertos al horizonte crepuscular de los adentros.
Va la jalea de membrillos con las palabras que acompañarán cada mordida en las galletas. Van las palabras en el papel bajo la puerta con un teléfono y una hora, quizás también con una rosa. Van las palabras en el tiramisú que se siente intenso en la dulzura que no empalaga y la acidez que no acapara. Van las palabras en paquetes y envoltorios acompañando un “te extraño” que aunque no se diga viene bailando con quien oficia de mensajero como superhéroe de las calles.
Lluvia de palabras, sopa de palabras, viento de palabras, palabras quemando los restos de la poda y mojando la tierra libre de malezas. Palabras moldeando la arcilla a la medida de lo que los dedos no pueden tocar y, sin embargo, no dejan de acariciar.
Te tocan mis palabras y así termino, endulzándote el alma a través de los oídos.