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La peor noticia

Llegaba Enero. Así como Junio es sinónimo de angustia en mi calendario, Septiembre alegría a los ojos por las falditas y topcitos de las féminas, Diciembre fiestas, Enero es vacaciones propiamente dichas. Debo reconocer que recién a partir del año que viene me voy a empezar a tomar vacaciones en Julio, por lo que mis Eneros han sido ansiados durante once meses cada año. Luego de esta espera infernal, casi tan letárgica como la agonía de un cachorrito atropellado por un bondi, llegó el bendito Enero, como ese respiro del alma, como esa lluvia perfumada que nos baña la vida, como los primeros cuatro meses del noviazgo, como los escasos segundos del orgasmo. ¡Llegó Enero papa! ¡A apagar los celulares laborales, dejar mensajes de contestaciones automáticas en los emails y colgar toda actividad física de rutina por los próximos veinte días se ha dicho!

¿Y cuales eran los planes para ese verano? Los mejores que había tenido hasta ahora. Iba a pasar la primer quincena con la familia de mi novia en Chile y la segunda con mis amados amigos en Carlos Paz, un enero de locos, era lo mejor que me habías pasado en la vida desde que Papá Noel me trajo el Turbo de los Rambos. Primer quincena de relax, comida rica, romanticismo y tardes de sol en un país desconocido para mí, nuevo, inquietante y virgen de Bomur. Segunda quincena en la meca de la partuza, el fernet y el cuarteto. Tierra dotada de la mejor onda del planeta, con la mejor gente, el mejor clima y las mejores historias que una persona puede vivir. Córdoba te amo con toda mi alma y cuando me case no vuelvo nunca más a Carlos Paz, porque “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.

Llegamos a Reñaca, me manejé todo el corto viaje de cuatro horas pero me comí quince en la aduana. Nadie me comentó que la aduana era ese calvario. Nadie me dijo que íbamos a tener que esperar tanto tiempo arriba del auto. Nadie le comentó a mi intestino que no era la mejor opción tomarse dos litros de mate, catorce magdalenas, tres cafés, dos medialunas y más de medio paquete de “9 de oro” (las azules que son un dedo en el orto) durante el viaje. Quienes han leído un poco sobre mi problema (si no lo han hecho lo pueden hacer haciendo clic acá) se podrán imaginar que ni en pedo me bajaba a cagar en ese inmundo espacio limítrofe, plagado de pendejos ebrios que mean toda la tasa, viejas con cistitis que inundan de olor a zorrino los baños, cientos de descompuestos vomitando por la altura y muchísimos seres yendo de cuerpo por lo extensa de la jornada y la imposibilidad de cagar en el bondi.

El tema es que los retorcijones se estaban haciendo insoportables, y como me da vergüenza cagarme enfrente de mi novia (menos frente a sus hermanas que venían conmigo en el auto), no tenía más excusas para bajar del auto a disipar ventosidades en los aires andinos. Pasadas dieciocho mil horas de espera, el funesto episodio terminó y pudimos pasar el bendito túnel internacional. Los retorcijones y las ganas de estallar un inodoro no acabaron, así que no probé bocado hasta llegar a Reñaca.

En Reñaca viven amigos de la familia de mi novia, los que nos habían prestado un departamento muy copado en pleno centro y los que se habían organizado para venir desde Santiago esa misma noche a visitarnos, en una especie de bienvenida. Yo era la primera vez que visitaba tan hermoso lugar como Reñaca y tan groso departamento como aquel. ¡Manso baño debe de tener! Pensé.

El depto estaba en el quinto piso, luego de bajar varias maletas y apretar cachete a más no poder, decidí llevar a cabo mi ritual denominado “hacer caca en paz”. Abro mi bolso, saco papel higiénico, toalla (color marrón por las dudas) y “La guerra del fin del mundo” que me había prestado el Ángel Gris. Entro al baño, prendo la luz y veo con inmensa alegría… blanco, todo blanco, lujo, pisos hermosos, jaboneras cromadas, tremenda bañadera, azulejos con arabescos muy top, una cosita así como un glorioso Glade en la pared, un justo y perfecto ventiladorcito que se enciende cada vez que prendes la luz para evacuar malos olores, que para colmo de bienes hacía un ruido constante y armónico que seguramente ocultaría mi atronador estruendo de etanol rectal, eso señores míos es felicidad ¡carajo! Estaba tocando el cielo con las manos, un hermoso romance iniciaría en Chile con ese precioso “güater” (como le dicen algunos Chuchas), un juego de seducción se había gestado entre los dos, perfumando mi flora intestinal de paz, felicidad y regocijo. Un amor de verano se estaba dando frente a mis narices, si en ese momento un meteorito o un Dios liquidaba al mundo, yo me iba a morir como una de las personas más felices de la tierra, el poto me aplaudía de júbilo. Pero como todo en esta vida, la felicidad acaba. ¿Por qué todo lo lindo tiene que pasar? ¿Por qué las cosas no pueden ser perfectas? ¿Por qué no pego una cuando de caca y baño se trata? Así como ese minón que te levantaste que al cabo de dos años no le aflojó a los postres ni un segundo y hoy es un 1114 con acoplado, así como ese libro que te atrapó hasta el penúltimo capítulo para acabar de la manera más sosa, así como ese tres a uno que faltando cinco minutos terminó en empate, así como fundir un cero kilómetro y no tener plata para arreglarlo, así fue mi desilusión y mi angustia cuando vi que a este baño le faltaba algo. No le faltaba algo choto, como un espejo o una canilla, no le faltaba algo banal, como la cortina el desagüe del medio, no le faltaba algo inútil como el tachito de basura o el canastito de revistas Rumbos… le faltaba algo crucial, algo fundamental, le faltaba lo que diferencia el baño de un bar, de un boliche, del baño de tu casa, le faltaba el motivo por el cual no voy a cagar a ningún lado que no sea mi casa, le faltaba… le faltaba el bidet.

Miré con urgencia hacia ambos lados, nervioso, desesperado, con dolor de panza, pero no el de la parte de la panza de la caca, o sea los intestinos, sino el dolor de panza de los nervios, ese que tenes cuando te esta por echar tu jefe, cuando te están recontra paseando en un examen final, ese dolor cuando te estas peleando con tu novia o tu mamá, ese dolor en la boca del estómago, como si te faltara algo, aire, paciencia… o un bidet. Corrí la cortina de la ducha iluso, pensando que quizás tanta vanguardia había ocultado el elemento en un lugar exótico. Miré a ver si existía algún botón que lo hiciera brotar de alguna pared, como por arte de magia. ¡Chileno amigo de mi suegro y la re mil madre que te parió!, ¡andas en una Mercedes Benz pero no me le ponés bidet al baño por la re putísima madre que lo re contra mil re parió!

Salí endemoniado del baño, mi novia me miró con cara extraña, mezclada con incertidumbre, duda y rencor…

¿Esa eran las ganas que tenías de ir al baño? ¡Todo el viaje con cara de orto por una cagadita de conejo!

Srta. Bomur…

¿Qué pasó? (se había dado cuenta de que algo había salido mal)… Te… estemmmm… (recordó el episodio de la tarta de porotos con queso – clic acá para leerla)

¡No!, no me cague…

¿Y entonces?

El baño…

¿El baño que? ¿Esta sucio? A ver que lo limpio ya…

No, no está sucio…

¿Qué tiene? ¿Por qué tanto misterio? (aparece mi suegra de la cocina, acababa de terminar de ordenar la alacena con comida y escuchó mi conversación preocupada, ¡más pimienta al mondongo la madre que lo parió!)

El baño no tiene bidet…

¿Y? (dice mi suegra, la cual fue fulminada con una mirada de diablo, como la que le disparé a aquella minita en el boliche – clic acá para leer)

¿Qué tiene que no tenga bidet Bomur? ¡No seas tan denso! (culminó mi novia, poniéndole una cereza al postre que era la cara de orto que me cargaba)

Es que ustedes no entienden nada… (y casi sollozando me volví al baño, como una nena de quince años a la cual el noviecito con cresta y zapatillas DC acaba de dejar)

Cerré la puerta, apoyé resignado todo mi cuerpo sobre ella, contemplando el baño en su totalidad, rogando que sea una pesadilla y que en cualquier momento un bidet onda Espíritu Santo bajara de los cielos, coronado de soretitos con alitas y pedos risueños con aureolas y vahos. Me agarré la cara con las dos manos, con la misma angustia que cuando vi como aquella vieja chota había estampado su Ecosport en mi flamante auto, como cuando uno de mis mejores amigos me contó que había dejado embarazada a la hermana de uno de los chicos del grupo, como cuando nos ganó Alemania.

Me voy a tener que bañar cada vez que cague, fue mi única y momentánea solución a tan ingrato y espantoso problema. Me esperaban quince días limpito como poto de bebe, baño del orto. Chilenos poto cagado, ¿Cómo se la bancan? Y aunque estimo mucho a nuestros hermanos chilenos, debo reconocer que esto los hizo bajar varios puntos en la escala de tolerancia.

Pasó lo que tenía que pasar entre “baño infierno ex baño glorioso” y yo, me puse malla y, luego de un merecido chapuzón en el congelado Océano Pacífico, decidí dar una vuelta por el centrito de la ciudad. Hice lo que todo menduco glotón hace apenas apoya sus patitas en Reñaca (así me contaron), me paré en “El Obelisco” y me compré harto palta-mayo doble que estaba más rico que clavarle un triple desde tu aro al Dream Team de EEUU faltando una centésima de segundo para la final, con Manu en el banco y Ober esguinzado. Tipo siete me mande a las tubas de cerveza (robame que soy fácil) de la equina, para hacerle honor a la cultura de mi socio y amigo Conep y fondearnos entre cuatro, cuatro gustosos litros de ese brebaje santo. Tipo nueve “para el camino hasta el depto” me llevé puestas dos empanaditas fritas de mariscos que estaban mas buenas que tener una almohada simil-culo de Cintia Fernandez y no perdonar una siesta. Un menjunje interesante se empezó a condensar en los cielos de mi panza.

Esa noche vinieron desde Santiago los amigos de la familia de mi novia a darnos la esperada y calurosa bienvenida. Estaban todos, el Luchito, la Vilma, la Paty, el Pancho, el Patricio, la Sandra, la Karen Magáli (si, con acento en esa “a”), la Maderin, el William, la Carola, el Márcio y su polola la Eileen Griselda y el Enrique con su polola la Carlita embarazada de la Ema. Comimos una especie de picada que ellos llaman “las once” con una palta hecha por el mismísimo Lamborghini Diablo, unas tortitas, que les dicen ayuyas (y yo me pregunto si a todo le tiene que poner nombres tan ñoños y pelotudos) y una manteca que excusaría a cualquier obeso mórbido que la culpe de su enfermedad. Para la cena la Carlita se preparó unos tacos que si los hubieses comido en el infierno hubieses sentido los baños de lava de los que habla el Dante como una nevisca una noche en Las Leñas. Para culminar el Enrique se preparó unos mojitos y unos piscos que de no haberlos tomado, mi vida carecería de sentido.

Ustedes se deben imaginar el impacto ambiental que tuvo toda aquella ingesta de “10 horas de todo corazón” en mi almacén alimenticio. Retorcijón va, retorcijón viene y luego de llegar a sudar por no tener que hacerlo, decidí ir al baño. La duda venía por el lado de ¿Cómo justifico salir duchado con toda esta gente acá?

Entré con los desperdicios golpeando la puerta de mi local del fondo. Otra vez cerré la puerta, otra vez me angustié, otra vez apoyé todo el cuerpo sobre esa madera que horas atrás me había visto padecer, otra vez tomé mi rojiza cara con mis transpiradas manos. ¿Cómo hacía para hacer sin bañarme? ¿Cagaba y me pasaba solo papel? Me iba a quedar el culo áspero como una lija, embarrado, grasiento, oloroso ¡que asco! ¿Y los Tarzán? ¡Como no me dijeron antes y al menos me hacía la tira de cola!

Y, como esos bambis que cuando están por ser cazados por un leonazo marca Optimus Prime atinan a morder y rasguñar buscándole una solución a la mismísima muerte y zafan, una luz iluminó ni mente, un halo de esperanza brilló entre tanta oscuridad y agonía, como cuando Frodo es salvado por Sam de los Nazgul. En un cacho de lucidez pude observar que la ducha no era fija, sino que era de esas que se sacan y que la podes usar como las flechas que lavan los autos, con un potente chorro, hermoso, viril, tibio y contundente que podía desde limpiarte una rodilla fobalera hasta desbarrar el paragolpes de un Rastrojero del 82. Tenía un cañito flexible, que se estiraba una bocha, de pedo no llegaba al inodoro (¡maldita buena suerte!), pero se bajaba al punto de permitirme que me sentara al borde de la bañera, con el culo del lado de adentro y ambos pies del lado de afuera, y pudiera sacudir el chorro en la zona anal, higienizándola por completo (bolas incluidas por las dudas) y canalizando toda el agua sucia por el agujerito de la ducha. ¡El alma me había vuelto al cuerpo! ¡Era otra vez feliz! Ya no iba a ser el romance que planeaba con el baño, pero aquel hallazgo era como encontrar a las cinco de la matina la fea que te levantas por resignación pero te acepta un calentito. ¡Que lujo!

El tema es que cague con toda la onda del mundo, sin importarme nada de nada. Terminada mi obra maestra decidí utilizar la ducha-flecha. Sabía que el chorro era tan potente y tibio que ni siquiera me pasé papel higiénico. Las bermudas blancas que tenía puestas eran bien anchitas, así que no me las tuve que sacar para moverme del inodoro a la ducha, arremangadas en mis tobillos me servían a la vez de palanca al hacer fuerza con los cuadriceps y ponerme en posición. La pera me servía para mantener la remera gris levantada y que por nada del mundo se me vaya a mojar. Posicionado paso mis dos manos por atrás mío, con una agarro la flecha, con la otra muevo la perilla para ponerla en la temperatura justa y con el dedito gordo palpé hasta que la temperatura fuese la ideal.

¡Ay mi Dio! ¡Que placer! Es en este momento cuando se me pintan las dudas sobre si esta bien o no ser puto. Debo reconocer que abusar del bidet es el primer signo de la putez, ¡pero que cosa tan rica esa sensación! Si fuese puto cambiaría el chorrito pedorro de los bidet de Argentina por esa flecha chilena cual negro pijón de película porno Africana.

Y por esas cosas estúpidas que tiene la vida, el ser humano y yo sobre todas las cosas materiales e inmateriales que nos rodean, tuve las ganas y la necesidad de mirar el agua que se iba yendo por el desagüe. Ese morbo absurdo que tenemos en el subconsciente que nos lleva a ver Crónica, que nos lleva a disminuir la velocidad en un accidente, que nos lleva a taparnos la cara para no ver pero dejarnos una rendija entre dedo y dedo para espiar. Ese morbo idiota me llevó a torcer la cabeza por completo hacia la derecha, miroleando el agujerito y si a eso le sumamos la borrachera que me cargaba por haberme tomado tres mojitos y dos piscos, era lógico que fuera a perder el equilibrio.

Me resbalé y me caí dentro de la ducha, en eso se me soltó la súper flecha y como la manguera de los bomberos de los dibujitos empezó a tirar agua por doquier, en la caída se me soltó la remera y se me mojó toda y al tratar de acomodarme, terminé metiendo pies, zapatillas, medias y bermudas dentro de la ducha. Cuando logré reponerme, todo mojado y con dolor de culo y nuca pude ver, con terror, que lo peor no había pasado…

¿Cuál era el morbo se preguntarán a esta altura? El morbo era ver, ya que confiaba tanto en esa mega flecha y había hecho muchísima caca, cual era la composición del agua al irse, cuantos “titanic” se verían ahogados ahí, cuantas hilachas se habían desprendido. Si, se que es un asco, pero les aseguro que ustedes también habrían querido ver. Con dolor, humedad y horror pude ver como mi pierna, mis blancas e inmaculadas bermudas y parte de mi media derecha habían quedado tiznadas por mis residuos fecales.

Otra vez la desesperación, otra vez la amargura, otra vez los nervios, otra vez el dolor en esa parte de la panza, ¿Cómo mierda hacía ahora para salir? ¡Estaban todos a los festejos a cuatro metros de mí! ¿Con que excusa salía mojado y cagado?

Ante la humillación por el resto de mis días y una ducha sin excusas con lavada de ropa de onda, me quedé con la segunda opción. Así que me pegue mansa ducha y le gasté a mi suegra medio Pantenne en lavarme la bermudita, las medias y la remera para que salga la caca y el olor.

Volví al comedor después de unos cuarenta minutos, cambiadito, perfumado, con olor a jabón, una bermuda gris y una remera roja, pero ya estaban todos tan en pedo que nadie se percató de mi percance.