/Maldito Cupido – Parte 2: la inquisición

Maldito Cupido – Parte 2: la inquisición

En el capítulo anterior…

Empezó la charla y la inquisición de Carla al mismo momento para saber sobre mi vida. Le conté de mis proyectos profesionales. Me contó de los suyos aún sin preguntarle. Nos pasamos los números de teléfono. A la hora del break (no digo recreo, porque suena a escuela) me voy y me pido un café cuádruple. Se me acerca Carla, la cual ya la tenía pegada como una garrapata y me dice: 

– ¿Viste que divina que es Leticia? – Cagamos… pensé. ¿Ella también se siente atraída y tiene que acotar algo justo ahora? Debo haber puesto cara de idiota, pero en esa fracción de segundos en los que miles de frases se pasan por tu mente, tragué saliva y pensé fríamente en la respuesta. La más banal. La más idiota y sin sentido que se puede dar:

– Ajá! Simpática la flaca. – Respondí evitando cualquier amague de chisme que me pudiera avanzar Carla, experta en sonsacar información.

– Es ecuatoriana y tiene 33 años, ¿sabías? – Pregunta idiota ¡¿Como mierda voy a saberlo si lo único que me dijo fue su nombre?! – pensé mientras negaba con la cabeza al momento en que me quemaba la garganta con el café. – Y es licenciada en biología, con una especialización en protección de la naturaleza. Parece que es una grosa y sabe una banda. Ha participado de ponencias y habla varios idiomas.

– Ah… mirá que bien – dije mientras me tomaba otro trago de café tratando de no parecer nada interesado. Carla siguió con el chisme, ahora buscando indagar más profundo y despertar mi maldita curiosidad.

– A mi me llama la atención. Es como una mina muy atractiva aún cuando si la mirás bien no es tan linda… ¿Viste? La nariz esa de pimiento que tiene le afea la cara. Pero tiene rasgos extraños… ¿no te parece, Rodri?

– Mmm… – asentí con la cabeza y seguí tomando café, aprovechando para no tener que decir nada que pudiera involucrarme de alguna manera. Si yo tenía que hablar con ella, iba a hablar yo. No por intermedio de otros. Y menos de la mano de “Carlita la tomeytraiga”.

– ¿Te has dado cuenta de cómo es cautivante su mirada? – Carla hace una pausa que me parece eterna. Tomo un sorbo grande de café. Yo mudo. Sigue hablando. – Creo  que son sus ojos. Tiene esas pestañas enormes sin rimmel – ¡el dato! pensé – que le dan a su mirada un aire más interesante… – dijo esperando que yo emitiera una opinión.

– Che, vamos adentro que ya llegó el tipo. – Le corté toda la inspiración. Me estaba cansando de ese jueguito (el que conozco gracias a convivir con mis dos hermanas y mi mamá por unos cuantos años) del cual las mujeres disfrutan para sacarte todo tipo de palabra de la boca que vos voluntariamente no habrías dicho en tu revinagre vida. Igual, me había gustado recibir la información de esa manera inesperada. Me daba un pie de avance para saber quién era esa misteriosa mujer. Terminó el curso y Carla se fue apurada porque tenía que llegar a la fiesta de cumpleaños de Laura, la otra mina que estaba siempre con ella y la cual me caía más pesada.

– ¡Mandale saludos de mi parte! Hace mil años que no la veo… – fingí un cierto interés por lo que me acaba de contar. Y seguí acomodando mis cosas al tiempo que escuchaba sus pasos enchancletados alejarse. 

                De repente, siento un calor intenso… de esos que vienen de una fuente externa, como si hubieran prendido la calefacción – “¡Justo ahora! a finales de octubre” – pensé. Pero me di cuenta ahí de toque que era yo el que sentía ese fuego porque sencillamente, tenía a mi lado a Leticia, mirándome y sonriéndome. 

– Rodrigo… ¿verdad? – me dijo ahí nomás.

– ¡Sí! Y vos… ¡¿Leticia?! – dije haciéndome el nabo. 

                Y ahí empezó todo. Después de las preguntas formales y de rigor, comenzamos a hablar con más soltura. Tomamos la dirección hacia el Bombal – puesto que yo ese día me había ido caminando y ella también – y charlamos por unas interminables cuadras. Me contó de su vida en Mendoza, de cuanto hacía que había llegado, de sus proyectos. En un momento, dejó de hablar de ella y en un gesto que a veces suena extraño, pero que nunca hacemos porque estamos más dispuestos a hablar que a escuchar al otro, ella me dijo: 

-Bueno… sabes que una de mis características es que soy muy curiosa y ahora es como que ya me cansé de hablar de mí… Quiero que me hables de ti. – dijo como sacándose un peso de encima. Titubeé un rato. La verdad, no tenía ni idea que decirle. Y me largué:

– Soy un tipo simple. Nací acá en Mendoza. Estudié biología marina en Puerto Madryn. Terminé y me volví acá porque me encanta este lugar. Quiero trabajar en la investigación en el terreno pero necesito hacerme de experiencia científica antes de largarme a explorar la naturaleza de cerca. No tengo grandes cosas para contar. No he viajado por el mundo como vos y hablo un poco inglés, que me permite defenderme con los textos científicos. Estoy casado hace cinco años. Mi mujer es psicóloga y no tenemos hijos. – Punto. Esa era toda mi vida. Sin sobresaltos. Sin cambios. Sin grandes expectativas ni grandes sueños. Un tipo normal con su auto, su departamento de alquiler, el sueño de la casa propia, su laburo de medio tiempo y compartido con el CONICET en un trabajo de investigación en el otro medio tiempo.

                Pero ella, la mujer de los ojos profundos como el océano que tanto vi en los libros y en el Golfo Nuevo, no se cansó ni se dio por vencida. Y sacó de lo más profundo de mí, palabras que jamás pensé que tenía ocultas. Y a la vez que hablaba con total naturalidad de sus cosas, de su país, de su gente, me iba envolviendo cada vez más en esas ganas interminables de preguntarle y contarle y que me cuente. Pero los viajes no son eternos. No duran toda la vida. Y los caminos se separan, aún en el sentido literal de la palabra separar:

– Yo voy hacia la izquierda, ¿y tú? – me preguntó en un cruce.

 

– No, yo continúo derecho. – respondí. “Fin del primer tiempo” – pensé.

 

Empezó la charla y la inquisición de Carla al mismo momento para saber sobre mi vida. Le
conté de mis proyectos profesionales. Me contó de los suyos aún sin preguntarle. Nos pasamos los
números de teléfono. A la hora del break (no digo recreo, porque suena a escuela) me voy y me pido
un café cuádruple. Se me acerca Carla, la cual ya la tenía pegada como una garrapata y me dice:
– ¿Viste que divina que es Leticia? – Cagamos… pensé. ¿Ella también se siente atraída y tiene que
acotar algo justo ahora? Debo haber puesto cara de idiota, pero en esa fracción de segundos en los
que miles de frases se pasan por tu mente, tragué saliva y pensé fríamente en la respuesta. La más
banal. La más idiota y sin sentido que se puede dar:
– Ajá! Simpática la flaca. – Respondí evitando cualquier amague de chisme que me pudiera avanzar
Carla, experta en sonsacar información.
– Es ecuatoriana y tiene 33 años, ¿sabías? – Pregunta idiota ¡¿Como mierda voy a saberlo si lo único
que me dijo fue su nombre?! – pensé mientras negaba con la cabeza al momento en que me
quemaba la garganta con el café. – Y es licenciada en biología, con una especialización en protección
de la naturaleza. Parece que es una grosa y sabe una banda. Ha participado de ponencias y habla
varios idiomas.
– Ah… mirá que bien – dije mientras me tomaba otro trago de café tratando de no parecer nada
interesado. Carla siguió con el chisme, ahora buscando indagar más profundo y despertar mi maldita
curiosidad.
– A mi me llama la atención. Es como una mina muy atractiva aún cuando si la mirás bien no es tan
linda… ¿Viste? La nariz esa de pimiento que tiene le afea la cara. Pero tiene rasgos extraños… ¿no te
parece, Rodri?
– Mmm… – asentí con la cabeza y seguí tomando café, aprovechando para no tener que decir nada
que pudiera involucrarme de alguna manera. Si yo tenía que hablar con ella, iba a hablar yo. No por
intermedio de otros. Y menos de la mano de “Carlita la tomeytraiga”.
– ¿Te has dado cuenta de cómo es cautivante su mirada? – Carla hace una pausa que me parece
eterna. Tomo un sorbo grande de café. Yo mudo. Sigue hablando. – Creo  que son sus ojos. Tiene
esas pestañas enormes sin rimmel – ¡el dato! pensé – que le dan a su mirada un aire más
interesante… – dijo esperando que yo emitiera una opinión.
– Che, vamos adentro que ya llegó el tipo. – Le corté toda la inspiración. Me estaba cansando de ese
jueguito (el que conozco gracias a convivir con mis dos hermanas y mi mamá por unos cuantos años)
del cual las mujeres disfrutan para sacarte todo tipo de palabra de la boca que vos voluntariamente
no habrías dicho en tu revinagre vida. Igual, me había gustado recibir la información de esa manera
inesperada. Me daba un pie de avance para saber quién era esa misteriosa mujer. Terminó el curso y
Carla se fue apurada porque tenía que llegar a la fiesta de cumpleaños de Laura, la otra mina que
estaba siempre con ella y la cual me caía más pesada.
– ¡Mandale saludos de mi parte! Hace mil años que no la veo… – fingí un cierto interés por lo que me
acaba de contar. Y seguí acomodando mis cosas al tiempo que escuchaba sus pasos enchancletados
alejarse.
De repente, siento un calor intenso… de esos que vienen de una fuente externa, como si
hubieran prendido la calefacción – “¡Justo ahora! a finales de octubre” – pensé. Pero me di cuenta
ahí de toque que era yo el que sentía ese fuego porque sencillamente, tenía a mi lado a Leticia,
mirándome y sonriéndome.
– Rodrigo… ¿verdad? – me dijo ahí nomás.
– ¡Sí! Y vos… ¡¿Leticia?! – dije haciéndome el nabo.
Y ahí empezó todo. Después de las preguntas formales y de rigor, comenzamos a hablar con
más soltura. Tomamos la dirección hacia el Bombal – puesto que yo ese día me había ido caminando
y ella también – y charlamos por unas interminables cuadras. Me contó de su vida en Mendoza, de
cuanto hacía que había llegado, de sus proyectos. En un momento, dejó de hablar de ella y en un
gesto que a veces suena extraño, pero que nunca hacemos porque estamos más dispuestos a hablar
que a escuchar al otro, ella me dijo:
-Bueno… sabes que una de mis características es que soy muy curiosa y ahora es como que ya me
cansé de hablar de mí… Quiero que me hables de ti. – dijo como sacándose un peso de encima.
Titubeé un rato. La verdad, no tenía ni idea que decirle. Y me largué:
– Soy un tipo simple. Nací acá en Mendoza. Estudié biología marina en Puerto Madryn. Terminé y me
volví acá porque me encanta este lugar. Quiero trabajar en la investigación en el terreno pero
necesito hacerme de experiencia científica antes de largarme a explorar la naturaleza de cerca. No
tengo grandes cosas para contar. No he viajado por el mundo como vos y hablo un poco inglés, que
me permite defenderme con los textos científicos. Estoy casado hace cinco años. Mi mujer es
psicóloga y no tenemos hijos. – Punto. Esa era toda mi vida. Sin sobresaltos. Sin cambios. Sin grandes
expectativas ni grandes sueños. Un tipo normal con su auto, su departamento de alquiler, el sueño
de la casa propia, su laburo de medio tiempo y compartido con el CONICET en un trabajo de
investigación en el otro medio tiempo.
Pero ella, la mujer de los ojos profundos como el océano que tanto vi en los libros y en el
Golfo Nuevo, no se cansó ni se dio por vencida. Y sacó de lo más profundo de mí, palabras que jamás
pensé que tenía ocultas. Y a la vez que hablaba con total naturalidad de sus cosas, de su país, de su
gente, me iba envolviendo cada vez más en esas ganas interminables de preguntarle y contarle y que
me cuente. Pero los viajes no son eternos. No duran toda la vida. Y los caminos se separan, aún en el
sentido literal de la palabra separar:
– Yo voy hacia la izquierda, ¿y tú? – me preguntó en un cruce.
– No, yo continúo derecho. – respondí. “Fin del primer tiempo” – pensé.

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