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Mascarita

Coulrofilia: Atracción hacia los payasos, saltimbanquis o bufones.

I

El camión de madera y lata roja corría sobre las sábanas a toda velocidad. Con gozo su mano lo animaba a ir más rápido, para embestir a un grupo de soldados de infantería de plástico; tenía hambre, pronto iría a buscar a la Nana para que le diera leche con galletas.

II

-Dale vieja…aunque sea una vez, dale una sola vez-

-Vos estás loco…¿qué te pasa? ni muerta me pongo eso-

-Dale mami, no seas mala, una sóla vez y no te molesto más-

-Mentira, mentira… estás loco, yo eso no me lo pongo, si fuera un liguero, una enagua negra de seda, pero eso-

-Dale y me tocás la cornetita-

-Callate degenerado, asqueroso…Viejo cochino-

La salsa sobre la hornalla burbujeaba en cámara lenta, Estela la revolvía con una cuchara de madera que había estado en su familia por generaciones. Le causaba pudor lo que le proponía su esposo, pero también una especie de curiosidad mórbida, y le comenzaba a subir un ahogo desconocido.

Héctor se sirvió un poco de tinto y le echó un chorro de soda. De su frente caían gotas de mercurio disimuladas en sudor; la imaginaba a Estela vestida de clown y una excitación bestial le atenazaba el pantalón.

Héctor se levantó y le apoyó toda su hombría erecta a Estela en sus caderas mientras la abrazaba.

-Salí viejo cochino, mirá vos y a mis casi sesenta años me voy a poner a hacer esas cosas- Le dijo Estela a él al tiempo que le pegaba un caderazo en su pelvis.

Ella abrió la puerta de la heladera y se puso a buscar algo en su interior, en la parte baja; al hacerlo le brindó a Héctor el panorama de su trasero parado; él, al ver esto, comenzó a jadear en el silencio, de su mente. La cocina parecía derretirse.

Héctor intentó seguirla, pero ella rápidamente sacó de la heladera unos limones y se dirigió hacía la salsa a fuego lento. La mirada de él la consumía, la imaginaba en la cama, de rodillas, tirando papel picado y explotándole una torta de crema en su cara.

Estela, con picardía, lo miró de reojo y lo vio expectante como una pantera, con babas en sus colmillos y con una trémula garra apretándose la entrepierna.

III

Estaba por dormirse entre unos osos de peluche masticando a un heroico soldado; la voz de la Nana y el Tito lo arrullaban desde la lejanía de la otra habitación, lo hacían sentirse confortablemente adormecido. Sus ojos le pesaban como anclas.

IV

-¿Y de dónde lo sacaste?- preguntó Estela cambiando el tono de voz por otro bañado en caramelo; Héctor se demoró en contestar, su boca estaba llena de saliva y cuando habló unas partículas de éstas surcaron el aire cómo misiles y detonaron sobre las feromonas clandestinas de ella.

-Se lo compré a ese negocio cerca de la plaza- dijo Héctor con un murmullo gutural.

-Viejo cochino- Dijo ella en un susurro orgánico, manchado de flujo -¿Me lo mostrás, a ver cómo es? preguntó Estela apretando sus muslos.

Él sacó de debajo de la mesa un paquete envuelto en papel madera y atado burdamente con un hilo sisal. Estela miró al hombre directo a los ojos y adivinó el animal que supo haber en él cuando eran jóvenes, cuando no tenían ni hijos ni nietos ni otra obligación que pasarse todo el día persiguiéndose desnudos por la casa vacía.

V

Héctor, cuando era adolescente, fue a un circo agujereado y muy pobre, con ratas amaestradas, equilibristas bizcos, una carpa de lona de estrellas, un maestro de ceremonias completamente borracho y dos payasos un tanto extraños- por su excesivo maquillaje y sus sonrisas de condenado a muerte- Uno de ellos en particular llamó la atención de Héctor, lo sometió bajo una fascinación tirana, que no le permitió ver más allá de sus gag un tanto rebuscados. sólo estaban ellos dos en el circo, el resto de las cosas estaba fuera de foco.

Había en ese payaso un halo que no se podía significar con palabras o un razonamiento preciso: su cara blanca como una supernova; su pelo hirsuto, rojo y sudado; su traje con un moño giratorio y unas solapas con flores que tiraban agua a los incautos. Todo ese conjunto de cosas lo hipnotizaban.

Fue tanta la atracción que Héctor lo siguió detrás de escena cuando terminó la función. Lo buscó entre los carromatos destartalados en donde trashumaban los cirqueros con sus corazones a cuesta. Al final lo encontró y se pudo a mirarlo a través los barrotes de la jaula del único león y sus cientos de garrapatas.

El payaso agarró una botella de vino, barato y seguramente áspero, y se empinó un trago profundo, abisal. Se secó los labios con el dorso de la mano y comenzó a sacarse el traje. Héctor dejó escapar un gemido al ver que era una mujer, perlada por el sudor. Lo blanco del maquillaje se iba corriendo por la cara y bajando por la garganta hasta sus pechos desnudos. En ese momento Héctor guardó en su memoria y en su lascivia la imagen de los senos rozando el traje multicolor y raído.

Cuando tenía sexo con Estela la imaginaba vestida de payaso, era la única manera que podía funcionar; entonces, cuando vio el traje a la venta, no dudó un segundo en adquirirlo. Lo tuvo guardado por un año, hasta que se animó a sugerírselo a su mujer.

VI

Se durmió por un instante, que para él fueron siglos; lo despertó un unicornio amarillo de felpa que tenía un calambre. Su panza clamó por algo sólido, sintió a la Nana y al Tito cuchichiando en la otra pieza. Se levantó de la cama, les dijo a los soldados de infantería que vigilaran el fuerte de almohadas y salió a bucar a la Nana y al Tito.

VII

Fueron a su habitación.

Estela cubrió la imagen de Cristo y de la Virgen, para que el yeso sagrado de las figuras no se viera afectado por tanta lujuria desbordada. Con manos trémulas rompió el papel madera que envolvía el bulto, ante la mirada de animal acechando en la espesura de él.

– ¿Cómo querés que me llame?…todo payaso tiene un nombre… – dijo ella.

Él, al borde de ahogarse en sus propias secreciones, sacó el nombre desde lo más remoto de su mente burbujeante.

-Mascarita- Masculló entre dientes Héctor -Mascarita, la payasita-

Estela se rió, sus ojos brillaron cuando vio el traje, como de arlequín, pero naranja y rojo, con algunas líneas amarillas; además habían entre los bultos unos potes de maquillaje, una nariz de payaso roja como un amanecer en primavera y una peluca de color azul.

-Váyase para fuera, viejo cochino, mientras me cambio- Le dijo Estela, al tiempo que lo empujaba para afuera de la habitación, a Héctor se le dibujó una sonrisa en el sexo. Ella descubrió al final de todo una corneta estrepitosa.

Estela cerró la puerta y él se quedó, expectante, urgido y candente. Pasaron unos quince minutos de espera en los cuales la ansiedad de Héctor iba creciendo como una enredadera siguiendo el sol.

-Héctor, pasá Héctor… pasá- lo llamó Estela con voz de falsete. El hombre abrió la puerta con timidez y fue recibido por una lluvia de papel picado.

En ese instante Héctor no cupo en su felicidad, como en una ensoñación la visión de Estela metamorfoseada llenó todo (con su cara blanca y una enorme sonrisa roja; con sus pechos parados detrás de los rombos de tela; con sus manos aún de Estela; con su pelo azul como el cielo que entraba por la ventana)

VIII

Entró a la habitación de los nonos como un embate del mar entra en una dársena. Abrió la puerta de un golpe y se encontró con su Nana vestida de payaso y al Nono Tito de rodillas frente a ella. Se rió a carcajadas con la cara de su Nana, igualita que en el circo, al tiempo que pedía a los gritos que le dieran la leche con chocolate.

IX

-¿No era que el nene dormía?-

-Se despertó… Héctor…¿qué querés que haga, viejo? Hay que tener paciencia, somos los abuelos-

-Viejo los trapos…Y ahora ¿qué hago?-

Estaban los tres en la cocina, sentados en la mesa.

El niño hacia rebalsar la leche servida en el vaso hundiendo galletitas, para él eran barcos de piratas. Estela le limpió la barbilla del niño con una servilleta. Aun estaba vestida como Mascarita, sabía que su nieto le diría a toda la familia sobre su atuendo, no tenía escapatoria, Mascarita había llegado para quedarse, pero no de la forma en que Héctor quería, sino en la de animadora oficial de las fiestas de la parentela.

Estela y Héctor cruzaron una mirada, que por un momento fue larga y llena de reproches y luego cómplice y sonriente.

X

Estela, en una madrugada, se metió en los sueños de su esposo y llevó con ella a Mascarita y tuvieron sexo tirándose tortas de crema, esquivando cachetadas de juguete y revolcándose entre estrellas fugaces picadas. Entonces, Héctor por fin pudo ser feliz.

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