/Trece lunas después

Trece lunas después

Trece madres sucedieron en el cielo antes de escuchar que llamaba a mi puerta.

Asomé la mirada por la ventana, estaba presenciando su regreso. Fue inevitable esbozar una sonrisa.

Lo noté un poco más viejo, un alma antigua en su cuerpo de cuatro décadas. Atravesó mares y desiertos. Fue guerrero y guerra, padre y amante pero él, sólo se conocía en esta vida: Un cazador que traiciona a su orden para volver a ver a su bruja. La chispa que había en sus ojos me lo mostraba. Este encuentro no era fortuito, nos conocíamos de otras vidas. Habíamos sido amantes, participado en otras persecuciones y de alguna u otra manera siempre terminábamos juntos. Nuestras almas se conocían y reconocían.

Al abrir la puerta, sus manos como ráfagas de viento cubrieron mi rostro y su boca, con lengua como de fuego se hundió en la mía. Con ímpetu empujó mi cuerpo al interior de la casa, dejándome tendida boca abajo sobre la cama. Conozco esos ojos, esa mirada de instinto primitivo, predador. Acarició mis piernas hasta el comienzo de la espalda como se acaricia al animal desde sus ancas antes de montarlo. Me giró y se alejó para desvestirse.

Preparaba mi cuerpo mientras lo miraba, era mi dios. Estaba completamente entregada a la idea de disfrutarlo a sabiendas que no lo volvería a ver, al menos, hasta pasadas algunas lunas más. Dejó sobre la mesa la biblia que le había sido entregada: Malleus Maleficarium. Sentí ganas de quemarlo pero el fuego que ardía en nosotros, al mirarnos, era más fuerte. Desnudo, iluminado por el elemento que invoqué para separarnos, proyectaba una sombra sobre el piso frío. Sombra como de lobo al acecho de su presa. Podía pasar horas mirándolo. Su torso estaba perfectamente torneado y sus hombros, erguidos, listos para un duelo.

En la cama, mientras lo observaba detenidamente, acariciaba mis piernas abiertas desde las rodillas con movimiento ascendente hasta mis muslos. La invitación a probar nuevamente el elixir de la eterna pasión, estaba hecha.

Mi corazón latía al ritmo de salvajes tambores.

Llevé la mano hacia el oasis que me habita y unté mis dedos para ser la primera en degustar. Se arrodilló ante mí, tomó mi mano y probó él. Con una mueca macabra selló un pacto: Silenciaríamos nuestras voluntades y, así mismo, nos entregaríamos al deleite. “El mundo común no debe saber y el mundo de abajo tampoco dirá.”

Sus deseos se volvían desenfreno en el averno de mi cuerpo, rebosante de placeres líquidos. Su lengua y sus dedos danzaban en mis orillas y se sumergían en perfecta liturgia. Hacía tiempo que no se me dibujaba una sonrisa de ésas. Era un dios guerrero que ofrecía culto a su sierva. Quería honrar a su deidad y sentarme sobre él, mi trono fálico, pero dirigió las potestades de los dos, llevándonos cada vez más lejos.

Me tomó desde la cadera para cargar mis piernas sobre sus hombros y sucumbió en mi naturaleza con fuerza de tropel. Empuñaban mis pechos, duros pezones que suplicaban la fuerza de sus manos. Apretándolos, se inclinó y rodó besos por mi cuello. Mis manos lo recorrían como si, a su paso, memorizaran cada centímetro empapado de sudor, y cada gota que llegaba a mi pecho desde su frente era para mí sagrada sal.

Se detuvo.

Con una mano sostuvo mi rostro desde las mejillas y abrió mi boca. Recorrió el contorno de mis labios con sus dedos y desde la altura dejó caer el licor embriagante de sus besos. Dulce sabor de la lujuria.

Maldito inquisidor. Ardía mi cuerpo con el suyo.

Me levantó con fuerza desde la cintura y nos puso de pie. Abiertos mis muslos sobre sus antebrazos, podía darse a gusto distancias y cercanías hacia mi centro haciendo uso infame de su lanza. Cuando me alejaba, mi espalda se arqueaba. Su rostro se refugiaba entre mi pelo y mi cuello. La punta de su venablo se lucía brillante al mirarla entre los labios separados de mi mojada femineidad, y ésta regaba su hombría cuando tocaba mi fondo.

El éxtasis llegaba. Mis uñas dibujaban sigilos en su cuerpo. Me entregué perdida al relajo del delirio. Los espasmos se hicieron de mí como la luna se hace del campo con su luz. Ni una parte de materia quedó sin temblar.

Acabé plena y suspendida en sus brazos.

Al bajar, me arrodillé ante él y saboreé su virtud. Su mirada se tornó blanca. Era el trance final.

Ofrecí mi boca para ser con ella el cáliz de su vino caliente. Hizo los honores, como buen caballero y de su cepa fui tierra fértil. Ayudó a incorporarme, corrió mi pelo hacia atrás y me premió con un beso en la frente.

Quedamos exhaustos, sin respuestas físicas. Intercambio mágico de energías poderosas perfectamente alineadas.

Llevamos unas copas a la cama. Teníamos mucho que contarnos antes de la salida del sol.