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Viajar solo: guía para no morir en el intento

Saben muchos de ustedes, al menos aquellos que realmente siguen a este humilde y colorado personaje, que me mandé el manso retiro espiritual los pasados tres meses de mi vida. Quería irme a la mierda y lo declaré en mi nota de “El síndrome de querer irse a la mierda” (http://www.elmendolotudo.com.ar/2012/11/03/el-sindrome-de-querer-irse-a-la-mierda/). Cuestión que después de depositar todos mis ahorros y vaciar el bolsillo de mis compañeros de piso (o también llamados padres) en manos de una conocida aerolínea chilena; después de comerme las uñas desde el momento en que mandé mi currículum a unas 100 empresas hasta que Andrew me llamó por teléfono para ofrecerme trabajo; después de terminar de comerme lo que quedaba de mis uñas hasta la llegada de mi visa; y sin preparación psicológica alguna…me fui con 30 kilos de vida y un pasaporte al culo del mundo, casi literalmente.

Cuando uno se manda así, casi en bolas por decirlo de una manera, pasa por distintas etapas emocionales. Desde una adrenalina y sonrisa eterna al haber logrado semejante objetivo, pasando por un estado de éxtasis de un mes de duración ante el descubrimiento de la cultura en la que aterriza y terminando en una cuasi depresión al darse cuenta de que una está más sola que espantapájaros en campo de soja.

Durante la temporada en la que trabajé (porque no fui al rasqui rasqui) todo fue genial. Llegué a laburar 15 horas por día durante un mes entero, perdí la cuenta de las escaleras que subía y bajaba por día y en definitiva aprendí a trabajar como lo que me habían contratado: como obrera.

No fue masoquismo lo que me hizo irme de Mendoza. Siempre fui de aburrirme de los ambientes y las rutinas. Cada vez que algo estaba por explotar adentro mío o a mi alrededor necesitaba un cambio, y nunca pensé en ponerme lolas o cortarme el pelo…el cambio requerido tenía que ser más grande, o en todo caso, más lejos. Me fui a New Zealand.

Recibí devoluciones de todo tipo con respecto a la idea de irme, incluso ya estando allá. Gente que me decía que era una idea genial, gente que me felicitaba por lo corajuda, amigos que me abandonaron allá por la idea considerándola loca y muchas más personas que no me creyeron capaz. Eso es lo bueno de los cambios, que te hacen ver a la gente que te rodea de otra manera, te prueban con qué clase de sujetos te rodeás. Pero nadie apagó el fuego de mis sueños.

La primer semana experimentando un idioma distinto fue lo más parecido a una película de terror en la que un alien me extirpó el sentido del oído del cerebro. No entendí un carajo lo que me decían. Dentro mío pensaba: “6 años de inglés a la bosta”. Después pensé: “¿Qué hubiera sido de mí sin al menos esos 6 años de inglés?”. Una batalla campal interior, seguramente. Me pedían que buscara una cosa que estaba en tal lado; traía tres cosas que estaban en ese lugar y preguntaba qué era eso que querían. Así aprendí, de a paredes y tropiezos.

Cuando me mandé a viajar sola ahí fue cuando caí en la cuenta de mi grado de locura. Con todo pseudoplaneado y el hostel más barato reservado, me fui. La primer noche de hostel la dormí en una habitación afuera (la única habitación del hostel que estaba afuera) con sólo 4 cuchetas. Yo, la única mujer. Cuatro alemanes, dos franceses y un ponja. Ultra simpáticos algunos, onda emo otros… Pero el olor a bolingas era el mismo en todos y se respiraba por la habitación. No me quedé en la pieza…salí huyendo al salón principal a cenar.

Ahí me topé con la pared más grande. Me quedé en crisis sentada en un sillón rodeada de 15 desconocidos, con una sopa instantánea en la mano y una tablet en la otra con la que me conectaba con una amiga de acá. Mi amiga me dijo: “Pilas, sociabilizá.” Me hizo click la capocha, dejé todo lo que estaba haciendo, apagué la tablet y le pregunté a un grupo de chicos si podía jugar Jenga con ellos. Me sentía como volver a la infancia, detrás de una reja diciéndole a mi vecina: “¿Podé salir a jugá?”. Aún así me senté con ellos y empecé a jugar. Una hora después gritaban la palabra “borracho” (que yo les enseñé) por todo el hostel mientras se tomaban todo el alcohol del pueblo y yo terminaba mi sopa (frente a crisis económica, el alcohol es lujo). Esa noche me sentí orgullosa de mi misma aunque no pude pegar ni ojo ni nariz.

La cosa es que cuando uno viaja solo…tiene que ir mentalizado a romper barreras internas. Estar dispuesto a todo acontecimiento porque, como dije, estás solo. Nadie te va a organizar la vida, nadie te va a acercar a la parada del colectivo, nadie te va a presentar a sus amigos. Si vas con poca plata, como fui yo, la actitud la tenés que multiplicar por mil. No tenés un mango para excursiones ni deportes extremos, es otoño y pasás una noche en cada ciudad. Al menos lo que podés hacer es abrirte y hacer turismo social, el cual no se olvida jamás en la vida.

En definitiva, las cosas a tener cuando uno viaja solo son:

  • Predisposición: a charlar, a jugar, a saltar, a lo que sea.
  • Música: mucha y variada, de ser posible nacional para tener raíces a las que anclarse.
  • Libros: para intercambiar en los hostel por libros nuevos y para pasar ratos de soledad incurable.
  • Algo con internet, aunque sea una tablet que salió dos mangos y anda a 0.0005 km/hora.
  • Cámara de fotos: para sacar fotos al techo, para qué va a ser…
  • Bolsa de agua caliente: porque en pocos hostels hay sábanas y menos aún calefacción.
  • Chocolate: para recuperar endorfinas.
  • Remedios de resfrío poderosos: porque sale carísimo enfermarse.
  • Candadito: en realidad es al pedo en países desarrollados pero es como parte del folclore argentino cuidar las pertenencias.
  • Lápiz y papel: y más si sos mendolotudo.
  • Máscaras: para esconderse de los porteños que nos hacen quedar mal.
  • Y por último, actitud: POSITIVA a full.

Salgan, anímense y vivan el momento. ¡Uno nunca sabe cuándo va a poder volver a viajar! ¡Uno nunca sabe si mañana es el último día de nuestras vidas! ¡Uno nunca sabe cuando viene la próxima cadena nacional!

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