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Catholic power

Dado que el Doc. Bomur publicó su peculiar visión de Dios –y por comentarios subsiguientes, de la fe cristiana- citando a Baruch de Spinoza, yo me propongo hacer con esta nota mi pequeño alegato de defensa, empleando un método similar aunque no idéntico porque mas que copiar y pegar mi trabajo consistió en la transcripción de algunos fragmentos de la excepcional obra de un enorme, gigante autor al que considero ocioso nombrar explícitamente siendo consciente de la voracidad intelectual-literario-filosófica de los escribas de este pasquín. Basta entonces que se sepa que no es de mi autoria, ya que sin duda podrán descubrir sin mayores inconvenientes su procedencia.

Espero que lo disfruten y, si no lo hacen, que se retuerzan en el infierno.

Dios los bendiga a todos.

Todo el mundo moderno está en guerra con la razón; y la torre, ya vacila.

Con frecuencia se dice que los sensatos no hallan respuesta para el enigma de la religión. Pero la dificultad con nuestros sensatos, no es que no puedan ver la respuesta, sino que no pueden ver ni siquiera el enigma. Son como niños suficientemente estúpidos como para no notar nada paradójico en la manifestación de que una puerta no es una puerta. Los tolerantes modernos, por ejemplo, hablan sobre la autoridad religiosa, no solamente como si no hubiera razón alguna de su existencia, sino como si nunca hubiera habido una razón para que exista.

A más de no ver su base filosófica, no pueden siquiera ver su causa histórica. La autoridad religiosa, ha sido con frecuencia opresiva e irrazonable, tal como cada sistema legislativo (y especialmente el nuestro actual) ha sido duro y culpable de una penosa apatía. Es razonable atacar a la policía; también es glorioso. Pero los modernos críticos de la autoridad religiosa, son como hombres que atacan a la policía, sin nunca haber oído hablar de asaltantes. Porque existe un grande y posible peligro para la mente humana; un peligro tan real como el de un asalto. Contra él, bien o mal, la autoridad Religiosa se irguió como una barrera. Y contra él, algo por cierto debe erguirse como barrera si es que nuestra raza debe salvarse de la ruina.

Ese peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse. Tal como una generación podría impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose toda en monasterios o arrojándose al mar; así un núcleo de pensadores puede impedir, hasta cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando a la nueva generación que no existe validez en ningún pensamiento humano. Sería cargoso hablar siempre de la alternativa entre la razón o la fe. La razón en sí misma es un objeto de la fe. Es un acto de fe afirmar que nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad.

Hay un pensamiento que detiene el pensamiento. Y ese es el único pensamiento que debería ser detenido. Ese es el mal concluyente contra el cual se dirigió toda la autoridad religiosa.

La autoridad para absolver que tienen los sacerdotes; la autoridad de los papas para determinar autoridades; aun la autoridad para aterrar de los inquisidores, eran solamente sombrías defensas erigidas en torno de una autoridad central más indemostrable, más sobrenatural que todas: la autoridad para pensar que tiene el hombre. Sabemos ahora que las cosas son así; no tenemos excusa para ignorarlo. Porque a través de la vieja rueda de autoridades, podemos oír al escepticismo crujiente, y al mismo tiempo ver a la razón íntegra y fuerte sobre su trono.

En tanto que la religión marche, la razón marcha. Porque ambas son de la misma primitiva y autoritaria especie. Ambas son métodos que prueban y no pueden ser probados. Y en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana, por la cual podemos abreviar una división muy larga. Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza.

El liberalismo fue rebajado a liberalidad. Los hombres intentaron hacer intransitivo al verbo transitivo: «revolucionar». El jacobino podía decir no solamente contra qué sistema se rebelaría sino (lo que es más) contra qué sistema no se hubiera rebelado; en qué sistema habría puesto su confianza. Pero el rebelde de nuevo cuño es un escéptico y nada cree por entero. No tiene lealtad; por consiguiente no puede ser nunca un verdadero revolucionario. Y el hecho de que duda de todo, por cierto lo fastidia cuando quiere proclamar algo. Porque toda proclamación implica una doctrina moral determinada; y el revolucionario no sólo duda de la institución que proclama sino también de la doctrina por la cual la ha proclamado. Como político gritará que la guerra es una pérdida de vidas y como filósofo gritará que la vida es una pérdida de tiempo. Un ruso pesimista denunciará, a un policía por haber matado un campesino y luego, por un proceso filosófico de alto vuelo, probará que el campesino merecía la muerte.

El hombre de esta escuela, primero va al meeting político donde se queja de que a los salvajes se les trata como a bestias; y luego toma el sombrero y el paraguas y se va a un meeting científico en el que prueba que los salvajes son verdaderamente bestias. Abreviando, el revolucionario moderno, siendo infinitamente escéptico, siempre está ocupado en minar sus propias minas.

En su libro sobre política ataca a los hombres por pisotear la moral; en su libro sobre ética ataca la moral por humillar al hombre. Como consecuencia, el revoltoso moderno se ha vuelto completamente inútil para toda tentativa de revuelta. Rebelándose contra todo, ha perdido su derecho a rebelarse contra algo.

Este era el gran hecho de la ética cristiana; el descubrimiento de un nuevo equilibrio. El paganismo había sido como un pilar de mármol, recto hacia arriba porque era simétricamente proporcionado. El Cristianismo era como una roca inmensa, irregular y romántica que, no obstante oscilar sobre su pedestal al menor contacto, por sus mismas exageradas excrecencias que se equilibraban exactamente entre sí, se entronizó en el mundo por mil años. En una catedral gótica, todas las columnas eran diferentes, pero todas eran necesarias. Cada soporte parecía un soporte accidental y fantástico; cada apoyo era un apoyo volante. Así en la cristiandad, cada accidente daba equilibrio.

La gente ha caído en la tonta costumbre de hablar de la ortodoxia como de algo pesado, monótono y seguro. Y nunca hubo nada tan peligroso y apasionante como la ortodoxia. Era sensatez; y ser sensato es más dramático que ser loco. Era el equilibrio de un hombre conduciendo caballos desbocados; parecía tumbarse aquí y desviarse allí, y no obstante, en cada posición conservaba la gracia estatuaria y la precisión aritmética.

En sus primeros días, la Iglesia fue fiera y veloz como cualquier cárcel de guerra; sin embargo, es completamente antihistórico, que se volviera loca en torno de una sola idea, como una vulgar fanática. Se inclinó hacia la derecha y hacia la izquierda para sortear obstáculos enormes. A un lado dejó la mole inmensa del arrianismo, que apoyado por las fuerzas mundanas, quería hacer demasiado mundano el Cristianismo. Al próximo instante se desviaba otra vez para evitar un orientalismo que lo hubiera hecho demasiado inmundano.

La Iglesia ortodoxa nunca siguió la táctica de la sumisión ni aceptó convencionalismos; la Iglesia ortodoxa nunca fue respetable. Habría sido mucho más fácil aceptar el poder terrenal de los arrianos. Y en el calvinista siglo XVII, habría sido mucho más fácil dejarse caer en el pozo sin fondo de la predestinación. Es fácil ser un loco; es fácil ser un hereje. Siempre es fácil dejar que el mundo se salga con la suya; lo difícil es salirse con la de uno mismo. Siempre es fácil ser un modernista; tan fácil como ser un snob. Ciertamente habría sido fácil caer en cualquiera de esas trampas abiertas del error y la exageración, que moda tras moda y secta tras secta, fueron tendiendo al paso histórico de la cristiandad. Siempre es fácil caer; se cae en una infinidad de ángulos, y sólo en uno se está de pie. Haber caído en cualquiera de las fruslerías que el gnosticismo opuso a la ciencia cristiana, por cierto era obvio y soso. Pero evitarlas todas, fue una aventura vertiginosa; y en mi visión veo a la carroza celestial que vuela tronando a través de las edades; veo a las estúpidas herejías postradas, revolcándose, y veo a la verdad tremenda vacilante, pero erguida.

Escrito por Kerim para la sección

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