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Decirle adiós a la normalidad: adoptar un caniche

Debería hacerse propaganda oficial sobre los peligros que se ciernen sobre un cristiano que, por consejo de algún canichero o canichófilo amigo, inocentemente adopta un caniche para que le haga compañía a la madre, para que juegue con la hija, para que no se aburra la abuela, para ablandar a la novia.

¡Pobre incauto! No sabe que le esperan 15 años (bah, el resto de la vida porque esos bichos son un viaje de ida) de extrema ñoñez y derroche de cariño bobo, pérdida total de los sentidos del buen gusto, de la ubicación, del roce social, de higiene e incluso de la seguridad vial.

Qué carajos hacen esos hijos de Lucifer de cuatro patas con sus dueños (o mejor dicho, sus vasallos) que los convencen en el plazo de un año o menos de que sus ladridos no molestan, que sus meadas son simpáticas, que sus soretes son pedidos de caricias, que no huelen horrible y que los pelos son decorativos… No escapan mujeres, hombres, niños, ancianos, germofóbicos, ermitaños, nadie. Orgullosamente cargan en brazos a los pequeños engendros que no paran de temblar o agitarse nerviosamente, y pretenden ingresarlos a casi todos lados, tal es la dependencia que se genera, quizá hasta dejen de ir a lugares donde no puedan llevar a sus perros-apéndices, o bien incomoden a todo el mundo porque nada más importa que calmar sus propios (y los de su perro) deseos de permanecer pegados al caniche; poniendo al límite la paciencia del resto de la ciudadanía.

Gente que nunca fue “perrera” o bien gente que siempre crió a los perros como perros, sucumbe a los encantos de esta raza como Nazarena Velez ante las anfetaminas. De pronto visitás a esa amiga que no veías hace un par de años y cuando entrás a la casa… lo sabés. Lo sabés incluso desde la vereda, porque el perrito de laringe microscópica emite unos ladridos que rayan entre el espectro audible y el rompe-cristales, y ya empezás a desear que por favor por favor no termine el peluche con dientes lamiendo la docena de facturas que trajiste en un recreo entre lamer sus propias bolas y la boca de la dueña. Ni se te ocurra sentarte donde al perro le gusta. Ni se te ocurra pretender que te ignore, vas a ser o un adorador más, engrasándote la mano toda la tarde en su peludo (y grasiento) lomito, o un adversario al que ladrará insistentemente hasta que al cabo de hora y media, con dolor de cabeza y ansias asesinas, estés saliendo por la puerta.

Sí… ya sé que están orgullosos de amar a sus perros más que a las personas, a elegirlos antes de todo, a evitar gente que no los quiere como se merecen, o que sienten asco de sus besos lengüeteados boca-hocico, o de que no quieren que les alcancen la porción de pizza con la misma mano que acaban de alimentar al perro, o que no quieren hacerle upa, o que no quieren simplemente que su conversación sea interrumpida cada 2 minutos porque el maldito costal de minihuesos quiere entrar o salir o comer o cariño o upa o lo que mierda sea. Por Dios ¡es agotador! Pero son sus compañeros eternos, los acompañan en todo, están de acuerdo en todo, le lamen los pies sudorosos y se comen la parte fea de las tortas, les proveen calor en invierno o la excusa perfecta para mantener a la pareja al otro lado de la cama, les dan cariño incondicional… y eso quizá sea una droga más fuerte que la cocaína.

Pero cuando ya tu perro tiene más ropa que vos, lo bañás más seguido de lo que te bañás vos (o peor: se bañan juntos), te encontraste una garrapata o pulga en el cuerpo y sonreíste, el olor a meo cuando entrás a tu casa te da sensación de hogar, has estado a punto de chocar un par de veces por llevar al caniche entre pecho y volante, has peleado con un seguridad o secretaria por no dejarte entrar al médico/supermercado/shopping/etc con tu alma gemela, te agrada el olor a mierda que despide del hocico, o no querés irte de vacaciones si no es con él/ella… amigo, amiga, el primer paso es reconocer que necesitás ayuda. O bien darle la espalda a la sociedad y postear 45 fotos diarias de tu perro, decidir agrandar la familia y adoptar 2 o 3 caniches más, cederles la cama y acomodarte en la cucha, cambiar los platos de loza por cacharritos con nombre, y colgar un cartel en la puerta con el letrero “cuidado con el perro: él decide”.

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