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El día que Él bajó a la Tierra

Entonces, después de tantos años, bajó nuevamente a la Tierra. Finalmente realizó este imposible, después de tantas trifulcas, después de tantos enfrentamientos, después de tantos desmembramientos, después de tantas muertes, tanta trampa, tanta desidia y separación.

Caminó por las calles de su pueblo y observó la miseria, la palpó con sus manos. Toda la gente lo miraba atónita, por eso mismo no lloró en aquel momento. Una mezcla de furia e impotencia le hacía arder las venas. Vio a los ricos, atiborrados de bienes lujosos, a los pobres tirados en la calle cual jauría de perros callejeros. Vio la gloria del pasado, devastada, desvencijada y arruinada. Recordó como había dejado las tierras al partir y las promesas de prosperidad y crecimiento de todo su séquito de obsecuentes mediocres.

Le dio repulsión ver como vivían los que antaño querían ser como él. Todos y cada uno le rendían honores y profesaban culto a él y a la mujer que lo acompañaba, predicaban en su nombre, justificaban causas enarbolando la bandera de su fe, de su creencia, pero en el fondo, ni siquiera uno se parecía en lo más mínimo a él, ni les importaba lo más mínimo su ideología y por lo que él y aquella mujer habían luchado y muerto. Ahí estaban todos y cada uno, desde el que decía ser su amigo más fiel hasta aquel que lo había traicionado.

No le extrañó que se hubiesen creado nuevas divisiones, nuevos cultos y creencias, igual de deformados, igual de distorsionados, igual de turbios y yermos, sino que le extrañó las divisiones internas que en su misma creencia se habían producido. Montón de atorrantes mezquinos y embusteros que solo profesaban el bien propio, olvidando al prójimo, usando al más necesitado y abusando del carenciado.

Los preceptos que él había dejado para su legado estaban en el fondo del baúl de los recuerdos, escondidos en el atril del olvido, cubierto del polvo de la desidia y la mentira. Los lugares físicos donde deberían de haberle rendido culto, hoy eran un enjambre de ratas asquerosas, vampiros sedientos de dinero y poder.

Atónito se espantó de como sus apóstoles dominaban a las masas ignorantes con banalidades, prometiéndoles la salvación, la absolución, el paraíso y un bienestar infinito. Vio como maldecían y aseguraban el calvario eterno a los demás cultos, mientras se fagocitaban de su status.

Y ahí estaba… esa especie de Santo Pontífice. Ser humano rodeado de lo más deplorable de la condición de su especie, aconsejado y fogueado por lo más despreciable del hombre. Abusando de su poder, manejándose con una impunidad absoluta, utilizando la imagen, el nombre y la creencia de él así como si nada, como si de verdad en algún momento hubiese querido parecérsele. Dios mío…

Recorrió las ciudades, los campos, las montañas, los ríos y los mares… ¿en que quedó todo por lo que luché? ¿Qué aprendieron de lo que dejé? ¿Dónde están inscriptas mis enseñanzas para que en tan poco tiempo todo haya quedado olvidado?

Siempre creyó haber vencido al Diablo y a todos los males de la humanidad, pero su regreso a la Tierra le había servido para darse cuenta de que no solamente el Diablo seguía existiendo, sino que fue él mismo quien lo creó… y ahora era imparable, indestructible, imbatible. Una máquina infernal que avanzaba hacia el fin.

Así se sentó en la Plaza de Mayo y lloró profundamente Juan Domingo Perón.

Fuente de la imagen:
espanol.torange.biz 

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